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Un cárdeno crepúsculo del otoño de 1914, Elena, con mademoiselle Rose y el último cargamento de maletas, llegó a San Petersburgo, donde vivían sus padres desde hacía varias semanas.
Como siempre que debía reencontrarse con su madre tras una larga separación, temblaba de aprensión, aunque habría preferido morir a dejar traslucir sus sentimientos.
Era uno de los días más sombríos y húmedos de una triste estación en que, en esa región del mundo, el sol apenas aparece, donde te despiertas, te levantas, comes y trabajas a la luz de las lámparas, donde de un cielo amarillento se precipita una nieve fina, acuosa, que el viento agita y dispersa con rabia. ¡Cómo soplaba ese día el cortante aire del norte, y qué fétido olor a agua estancada subía del Neva!
Las farolas de las calles estaban encendidas. La niebla flotaba como una densa humareda. Elena odiaba por adelantado aquella ciudad desconocida; la miraba con el corazón en un puño, como ante la inminencia de una desgracia. Estrujaba nerviosamente el abrigo de mademoiselle Rose, buscaba con angustia el calor familiar de su mano y luego se volvía y contemplaba con triste asombro el reflejo de su propia cara, pálida y crispada, en la ventanilla del coche.
—¿Qué ocurre, Lena? —le preguntó la institutriz.
—Nada. Tengo frío. Esta ciudad es horrible —murmuró con desesperación—. Ahora, en París, los árboles están completamente dorados.
—Pero de todas formas no podríamos haber ido a París, mi pobre Elena, porque hay guerra —dijo con tristeza mademoiselle Rose.
Se callaron. Gruesas y rápidas, las gotas de lluvia resbalaban por el cristal como lágrimas por las mejillas.
—Ella ni siquiera ha venido a esperarnos a la estación —comentó Elena con amargura, sintiendo que una oleada de dolor y hiel le inundaba el alma, ascendiendo de las profundidades de su ser, de una región de sí misma que ni ella conocía.
—No se dice «ella», sin más —la corrigió mademoiselle Rose de manera mecánica—. Se dice «mamá». «Mamá no ha venido a esperarnos».
—Mamá no ha venido a esperarnos… Seguramente no tiene muchas ganas de volver a verme. Yo tampoco, la verdad —añadió en voz baja.
—Bueno, entonces, ¿de qué te quejas? —respondió la institutriz con suavidad—. Así has ganado unos minutos… —añadió, sonriendo con una melancólica ironía que sorprendió a Elena.
—¿Ahora tienen coche?
—Sí. Tu padre ha ganado mucho dinero.
—¡Ah! ¿Y los abuelos? ¿Nunca vendrán?
—No lo sé.
Elena sospechaba que sus abuelos jamás abandonarían Ucrania. Una renta los mantenía definitivamente lejos de los Karol; ése era el primer uso que Bella había hecho de su fortuna.
Cuando pensaba en sus abuelos, la niña sentía una lástima incómoda, tal vez cobarde. Se esforzó por apartar su recuerdo, pero no podía evitar que su imagen volviera a su memoria: los veía de nuevo corriendo con pasitos cortos, rápidos y vacilantes por el andén mientras el tren arrancaba. Su abuela lloraba, lo que era normal en ella, pobre mujer; pero el viejo Safronov aún sacaba el pecho, se erguía y agitaba el bastón gritando con voz temblorosa:
—¡Hasta pronto! ¡Iremos a verte a San Petersburgo! ¡Dile a mamá que no tarde en invitarnos!
—Que no cuente con ello, pobre abuelo… —murmuró Elena.
No comprendía que el anciano sabía a qué atenerse mejor que ella. No imaginaba con cuánta rabia y cuántos remordimientos pensaba en la casa vacía mientras regresaba allí seguido por su mujer, que sollozaba y gemía quedamente. «¡Ahora me ha llegado el turno, me ha llegado el turno! ¡Corría hacia delante, abandonaba a todo el mundo por mi placer, por mi capricho! Ahora, viejo y sin aliento, soy yo quien se queda atrás», se decía. Y volviéndose hacia la anciana, a quien por primera vez en su vida se dignó esperar, aunque golpeando el suelo con el bastón y gruñendo furioso:
—¡Vamos, mujer, date prisa!
«Se acabó la fiesta para los abuelos», pensaba Elena con el triste humor que había heredado de su padre.
Entretanto, el coche se había detenido ante una enorme y hermosa casa. La vivienda de los Karol estaba diseñada de tal modo que desde el vestíbulo se veían las habitaciones del fondo: a través de las grandes puertas abiertas se divisaba una sucesión de salones blancos y dorados. La niña se golpeó con la esquina de un enorme piano de cola blanco y vio su pálido y asustado rostro reflejado en varios espejos, antes de acabar en una sala más pequeña y oscura, donde se encontraba su madre, de pie junto a una mesa; a su lado estaba sentado un joven al que no reconoció.
«Ya embutida en un corsé a las tres de la tarde», pensó, acordándose de las batas sueltas y el pelo alborotado de su madre. Alzó los ojos y contó los anillos nuevos en sus dedos, vio su elegante ropa, el esbelto talle, el aire de alegría y ardor que emanaba de su duro rostro… Vio todo eso, lo guardó en su corazón y nunca lo olvidó…
—Buenos días, Elena. ¿Ha llegado el tren con adelanto? No te esperaba tan pronto…
—Buenos días, mamá —murmuró la niña.
Nunca había pronunciado claramente las dos sílabas de «mamá», que pasaban con dificultad entre sus labios apretados. Decía «mam», con una especie de rápido gruñido que arrancaba a su alma con esfuerzo y un tenue y solapado dolor.
—Buenos días. —La mejilla maquillada se inclinó hasta su altura. Elena acercó los labios con precaución, buscando instintivamente un espacio libre entre las granulaciones del polvo y la crema—. Cuidado, no me despeines… ¿No saludas a tu primo? ¿No te acuerdas de él, Max Safronov?
Su boca pintada, roja y fina como un hilillo de sangre, esbozó una fugaz sonrisa triunfal.
En ese instante, la niña se acordó de la calesa de Lidiya Safronov, con la que en otros tiempos se topaba por las calles de su ciudad natal. Volvió a ver a la mujer inmóvil que erguía sobre la estola de piel de mofeta su pequeña cabeza de serpiente, mientras sus negros ojos le dedicaban una fría mirada.
«¿Max aquí? ¡Vaya, sí que son ricos!», pensó con ironía.
Estaba fascinada por la palidez del joven. Era la primera vez que veía la blanca tez de los habitantes de San Petersburgo, una piel que parecía privada de sangre, descolorida como una flor crecida en una cueva. Max Safronov tenía un aspecto altivo y afectado, una nariz delgada y fina, delicadamente curvada y aguileña, grandes ojos verdes y un pelo rubio que empezaba a ralear en las sienes, aunque apenas hubiera cumplido los veinticuatro años.
Tocó ligeramente con un dedo la mejilla de su prima y pellizcó la barbilla alzada hacia él.
—Buenos días, primita. ¿Qué edad tienes? —preguntó, posando en ella sus burlones y destellantes ojos verdes. Era evidente que no sabía qué decirle—. Cómo dobla la espalda… —murmuró, sin escuchar la respuesta—. Hay que mantenerse erguida, pequeña. A tu edad, mis hermanas te sacaban una cabeza y estaban más tiesas que un palo.
—¡Es verdad! —exclamó Bella—. ¡Qué mala postura! ¡Tiene que reñirla, mademoiselle Rose!
—Está cansada por el viaje.
—Usted siempre la disculpa —replicó Bella, propinando un golpecito seco entre los omóplatos de la delgada espalda, encorvada en cuanto la niña olvidaba erguirla—. No te favorece nada, ¿sabes, hija? Ya puedes regañarla, que ella no hace caso… Y mire qué mala cara tiene, Max… Sus hermanas parecen tan fuertes, tan deportistas…
—English education, you know… —murmuró el joven—. Cold baths and bare knees and not encouraged to feel sorry for themselves… No se parece a usted, Bella.
—¿Y papá? —preguntó Elena.
—Pues bien, papá, bien. Llega muy tarde, lo verás antes de acostarte. Está muy ocupado.
Se hizo el silencio. Elena se mantenía recta y tiesa como en un pase de revista, sin atreverse a irse ni sentarse.
—Bueno, no te quedes ahí mirándome con la boca abierta —murmuró al fin su madre con cansina exasperación—. Anda, ve a ver tu habitación…
Elena se marchó, preguntándose con angustia qué le traería aquel desconocido, si felicidad o desgracia, porque ya sabía que en adelante sería el verdadero dueño de su vida. Más tarde, cuando se hizo mayor, al recordar aquel instante, aquellos dos rostros inclinados el uno hacia el otro, aquel silencio, la sonrisa de su madre y cuanto había advertido, adivinado, presentido con una sola mirada, pensaría: «Es imposible. Después de todo, no tenía más que doce años. Sin duda fui dándome cuenta poco a poco, y ahora creo que lo descubrí todo en un segundo. Pero fue paulatinamente como entreví la realidad, no así, como una revelación. Era una niña, y ese día no dijeron nada; estaban sentados lejos el uno del otro…». Sin embargo a veces, si un color, un sonido o un olor la devolvían al pasado, si conseguía hallar en su memoria la forma exacta del rostro de Max joven, sentía al instante que su alma infantil se despertaba en ella de un largo letargo y murmuraba, la interpelaba con vehemencia: «¡También tú traicionaste tu infancia! ¿No recuerdas que tenías un cuerpo de niña y un corazón tan viejo y maduro como el de hoy? Con cuánta razón me quejaba, qué abandonada estaba realmente, qué desdichada era, puesto que ahora tú también me has olvidado…».
Ciertamente, ese día, aquel triste día, Elena había tenido la certeza de la relación entre ambos; había temblado por sí misma y odiado de inmediato a aquel joven desdeñoso que había dicho: «No se parece a usted, Bella».
«¿Y papá? No pienso más que en mí. Qué egoísta soy… Si se ha dado cuenta, cuánto debe de sufrir —pensó. Pero, al instante, un amargo y rencoroso sentimiento se apoderó de ella—. ¡Bah, no le importo a nadie! Al menos, tengo que quererme yo».
Elena se acercó a mademoiselle Rose.
—Dígame…
—¿Sí?
—Ese chico… mi primo… y ella… Lo he intuido bien, ¿verdad?
La institutriz esbozó un brusco ademán, y su pequeña y pálida boca se contrajo en un gesto de negación.
—No, no, Elena… —murmuró débilmente.
—Lo sé, lo sé, le digo que lo sé… —le repitió al oído, en un susurro febril.
Detrás de ellas se abrió una puerta. Mademoiselle Rose dio un respingo y apretó la mano de la niña, asustada.
—Calla, calla de una vez… —musitó—. Si llegaran a saber que sospechas algo, te mandarían interna, mi pobre niña, y yo…
—Qué ocurrencia… —murmuró Elena, pero bajó la vista, alelada.
«En un internado seré menos desdichada —pensó después—. En ningún sitio podría ser tan desgraciada como en esta casa. Pero ¿qué sería de ella, qué sería de mi pobre mademoiselle sin mí? Ahora ya no soy yo quien la necesita a ella —se dijo de pronto con fría y desesperada lucidez—. Ya no necesito que me arropen en la cama, ni que me cuiden o abracen… He crecido, envejecido… Qué vieja se puede ser a los doce años… —Súbitamente, se sintió ávida de soledad total, de silencio, de una amarga melancolía con la que alimentar su alma hasta saturarla de odio y tristeza—. Si no fuera por mademoiselle Rose, nadie podría hacerme daño. Sólo pueden herirme a través de ella… Pero ella únicamente me tiene a mí. Sin mí, creo que moriría…».
Apretó los puños dolorosamente. Se sentía débil y pequeña, con un corazón vulnerable, y la sensación de impotencia la colmaba de rabia y desesperación.
Entró en la contigua sala de estudios, donde su madre había colocado colgadores para su ropa. Del armario de las pieles salía un tenue olor a naftalina. ¡En todas partes se la encontraba!
Furiosa, cerró la puerta, volvió a su habitación, se acercó a la ventana y miró con una especie de estupefacto terror el cielo negro, del que la lluvia caía a cántaros. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—¿Sabe? —dijo al fin con voz temblorosa—, mamá siempre ha dicho que está muy contenta de tenerla con nosotros…
—Lo sé —murmuró mademoiselle Rose—. Pero…
Pequeña y frágil en su vestido negro, la institutriz estaba de pie en el centro de la estancia. Aunque contemplaba su rostro con dolorosa ternura, poco a poco su mirada pareció extraviarse, como buscando muy lejos, más allá de Elena, imágenes que sólo ella podía vislumbrar. Un lejano pasado, seguramente… o el amenazador futuro en una tierra fría e inhóspita, la soledad, el exilio y la vejez. Suspiró y murmuró con aire maquinal:
—Vamos, cuelga el abrigo. No dejes el sombrero encima de la cama. Ven que te arregle los rizos…
Como de costumbre, se refugiaba en los quehaceres más cotidianos y humildes, pero ahora dio la impresión de poner en ellos una especie de nerviosismo, de febril encarnizamiento que asombró a Elena. Vació los neceseres de viaje, plegó los guantes y las medias y los guardó en un cajón de la cómoda, sin querer que la ayudaran los criados.
—Diles que me dejen tranquila, Elena.
«La guerra la está cambiando», pensó la niña.