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Los años pasaban deprisa en esa época. La vida era rápida, turbulenta, tumultuosa, como un río que desborda su cauce. Más tarde, cuando Elena hiciera memoria de los dos años transcurridos desde la partida de Max, siempre los recordaría como un torrente de aguas densas e impetuosas. En ese tiempo había madurado, envejecido, pero sus movimientos seguían siendo bruscos y torpes, su tez, pálida, y sus brazos, delgados y frágiles. Entre las demás chicas, llamativas, adornadas, maquilladas, parecía apagada, porque era callada y sólo abandonaba su timidez a ratos, durante los que mostraba una fría, violenta e irónica alegría. Pero los chicos le perdonaban el mutismo, los labios sin pintar y su manera indiferente de aceptar los besos, porque bailaba bien, lo que en aquellos días era una cualidad inestimable, en la misma medida que una gran inteligencia o una gran virtud.

Tras la marcha de Max y hasta la escueta y seca carta en que les anunciaba su boda, Bella había mantenido una actitud adormilada, abatida, juiciosa, y luego había empezado a buscarse amantes de pago, como otras mujeres maduras… En esa época, la vida era fácil, corría el dinero… Eran los felices tiempos en que la Bolsa subía sin cesar a alturas desconocidas hasta entonces, en que todos los alcistas del mundo acudían a París, donde sonaban cada una de las lenguas del planeta. A los cincuenta años, las mujeres lucían unos vestidos llamados «la niña de papá», apretados en las caderas y abiertos hasta los rollizos muslos. Era la época de los primeros cabellos cortos, de las nucas afeitadas y rasposas, de los cuellos encorbatados, rodeados de perlas. En los reservados de Deauville, las inglesas deslizaban gruesos fajos de libras crujientes como hojas secas entre las manos de atractivos muchachos de piel color habano, tabaco rubio, pan de especias…

A Boris Karol ya no le bastaba el juego para sentirse vivo; necesitaba champán, mujeres, cenas, carreras en coche con el rostro al viento, gastar dinero a manos llenas, recibir el obsequioso cortejo de todos los parásitos de la tierra, cuanto no conocía, cuanto no había podido disfrutar en su juventud, cuanto ahora mordía con prisa, con miedo, como si sintiera que la vida se le escurría entre las ávidas manos, más débiles cada día.

A ciertas horas, al amanecer, cuando el maquillaje ya se ha ajado en las viejas caras y los pies aplastan las últimas serpentinas al bailar, Elena contemplaba a su padre, a su madre, a aquel gentío insensato que los rodeaba, y empezaba a añorar el tiempo pasado en que, pese a todo, había tenido algo parecido a un hogar, a una familia. Miraba a su padre con lúcida desesperación. El plastrón de la camisa resaltaba aún más la amarillenta palidez de su arrugado rostro. Ahora se teñía el bigote, pero el champán diluía el tinte, y la vieja y triste boca se descolgaba lentamente, tirada en las comisuras por una mueca crispada y cansada. Parecía que su fuego interior lo había consumido sin dejar más que un frágil armazón, que se desmoronaría al menor soplido. El dinero fluía entre sus manos. Era la terrible imagen del hombre que ha cumplido su sueño. ¡Cuánto le gustaba aquella vida! ¡Cuánto le gustaba la espalda encorvada del maître, la mirada de la joven buscona que pasaba ante su mesa, lo rozaba y sonreía a Elena y Bella como si pensara: «¿Saben lo que es? Es el oficio, ¿comprenden?»!

Karol sonreía a la buscona, al negro de la banda de jazz, al bailarín profesional, al amante de su mujer…

El último amante de Bella era un armenio grueso y moreno de ojos de almea, almendrados, y la carnosa grupa de un vendedor de alfombras orientales. Su servilismo y su locuacidad divertían a Karol, y Elena reconocía las viejas palabras que habían acunado su infancia y que parecían acompañar su vida, como el inasible y huidizo tema de una melodía. Yacimientos de petróleo, minas de oro en México, Brasil, Perú, minas de platino y esmeraldas, pesquerías de perlas, teléfonos y máquinas de afeitar, el trust de los cines, de los quesos, de los colorantes, el papel, el estaño, millones, millones, millones…

«Soy yo, yo, la artífice de esto —pensaba Elena con tristeza y un hastío mortal—. Tenía a Max… Habría sido mío hasta la muerte… Quise cambiar el curso de nuestras vidas, como un niño que intenta detener un torrente con sus débiles manos, y aquí está el resultado: este armenio gordo, este hombre pálido y agotado y esta vieja arpía —se decía, mirando a su madre con un sentimiento en que ya no había odio, sino una especie de horror ante aquel rostro devastado, abotargado, embadurnado, con el hilo escarlata de los finos labios, aquel rostro donde tantas arrugas, tantos surcos dejados por las lágrimas, eran obra suya, pensaba con piedad, pavor y remordimiento. Pero enseguida se decía, desesperada—: Todo el mundo vive así…».

Miraba alrededor. Cuántas mujeres había con caras trágicas, ajadas, recosidas, arrugadas bajo el maquillaje, con el cuerpo de una falsa muchacha… Cuántos hombres sonreían al amante de su mujer, cuántas jóvenes como ella deambulaban por allí, despreocupadas y en apariencia felices… Pensaba en sus vestidos, en sus galanes, en el baile… Entretanto, le tocaba el brazo a su padre con suavidad:

—Papá, no bebas más champán… Te hace daño, querido papá…

—¡Qué estupidez! ¡Claro que no! —respondía él con impaciencia.

Y un día le dijo:

—Ayuda a aguantar despierto, ¿comprendes?

—Pero ¿para qué quieres aguantar despierto?

—¿Y qué otra cosa se puede hacer? —respondió Karol con aquella sonrisita triste que apenas asomaba a sus labios desaparecía.

Elena miraba al armenio, que furtivamente, como quien no quiere la cosa, seguía sirviendo champán en la copa de Karol.

«¿Por qué lo hace? ¿No comprende que es viejo y está enfermo, y que el alcohol le perjudica? —El armenio con caderas de bailarina poseía no obstante esa especie de rapaz y cautelosa nobleza de los personajes de las miniaturas persas. Tenía el pelo liso y con reflejos azulados, la nariz aguileña, gruesos labios frambuesa…—. No es posible —pensaba Elena, aterrada—, no es posible… En su juventud, debía de vender cacahuetes… Pero no hará daño a papá. Está claro que ella le paga. Y él sabe que el dinero viene de mi padre… Al contrario, le interesa que aguante todo el tiempo que pueda…».

Un día, mirándola con sus brillantes y falsos ojos, a la sombra de las largas pestañas, le había dicho:

—¡Oh, señorita Elena! Usted no me creerá, pero quiero al señor Karol… como a un padre…

«¿Lo amará ella? —se preguntó la joven mientras su madre bailaba en brazos de su amante y cuando ambas se reencontraban sobre el pulido parquet del vestíbulo—. Es vieja, vive desesperadamente su vejez; está comprando una ilusión…».

No se daba cuenta de que Bella buscaba algo más: la sensación de peligro, que era lo único que la satisfacía y que Max, con su vehemencia y sus celos, había conseguido proporcionarle. Sin embargo, a medida que envejecía necesitaba un estímulo más fuerte, como pensar: «Este hombre me matará». Y miraba el cuchillo de la fruta en la mano de su amante con un voluptuoso estremecimiento de terror.

El armenio, sin embargo, no era un mal hombre, pero sabía que Karol, dada su afición al juego y para evitar que en caso de ruina le embargaran los bienes, lo había puesto todo a nombre de su mujer hacía mucho tiempo. No deseaba el mal a Boris Karol, pero se dejaba llevar por su fastuosa y florida imaginación de oriental. Quería a Bella, aunque en bloque: en sus sentimientos por ella se confundían la cara con los potingues que la cubrían, las perlas, los diamantes y los marchitos pliegues de la vieja carne. No habría matado a Karol, mas, dado que sabía que estaba enfermo, no le parecía una idea desafortunada darle un empujoncito al destino. Cuando fantaseaba, veía a Karol muerto y a él, casado con su viuda. El dinero no lo despilfarraría jugando; en su imaginación, montaba inmensas y poderosas empresas, embriagándose con las palabras «trust… holding… International Financial Co…», como si fueran términos amorosos. ¡Él sí que sabría sacar partido a la fortuna de Karol! Atraería a los políticos con buenos vinos, mujeres hermosas, suntuosas comidas y dinero repartido a manos llenas… Haciendo girar la copa Mosser entre los dedos, soñaba con minas y pozos de petróleo, y sonreía a Elena con tanta ternura paternal que ella se echaba a temblar.

Karol tosió penosamente, como solía hacer en los últimos tiempos, y meneó la cabeza con tristeza: era evidente que el pobre hombre estaba acabado. Por un instante, el armenio trató de pensar una combinación donde también hubiera un sitio para Boris Karol, pero entonces todo se volvía inestable; el dinero era suyo, lo había dado él y podría recuperarlo. Se inclinó hacia Karol, le sonrió con afecto y poniéndole la mano en el brazo le dijo:

—¿Otra copa de champán? Está helado, delicioso…

Llegaron a casa al amanecer, Elena, cargada de muñecas y objetos de cotillón. Bella bostezaba, agotada.

—Siempre lo mismo… —gruñó malhumorada—. Qué pesadas son estas fiestecitas…

—Entonces, ¿por qué vas? —murmuró su hija.

—¿Y cómo quieres que pase la vida? —replicó Bella con brusquedad—. ¿Esperando la muerte? ¿Esperando a que te cases? Mira, los hijos habría que tenerlos a la edad que tengo ahora —añadió, en un rasgo de sinceridad—. ¿Crees que hay alguien en el mundo que pueda vivir sin amor?