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Elena silbó a los perros, abrió el portón sin hacer ruido y salió al jardín. El cielo estaba pálido y brillante; en el campo no se oía ni el canto de un pájaro; sobre la densa nieve, entre los escasos y pequeños abetos helados, huellas en forma estrellada señalaban el paso de distintos animales. Los perros husmeaban el terreno; luego echaban a correr hacia el bosque, donde desde hacía más de una semana ella se encontraba con Fred todas las noches.

Al principio él iba con sus hijos; luego, solo. En el lindero de la espesura se alzaba una casa abandonada. Se trataba de una antigua dacha, una residencia veraniega de madera, pintada de verde agua y con una escalinata flanqueada por dos grifos de piedra. Al parecer, le habían prendido fuego, pero el incendio había sido sofocado: una pared entera, lamida por las llamas, estaba negra. También habían roto los cristales a pedradas; de puntillas, se podía ver un salón oscuro atestado de muebles. Un día, metiendo el brazo por la ventana, Reuss había descolgado una fotografía de la pared. Bajo el cristal, estaba totalmente combada y amarillenta, sin duda a causa de la humedad de un largo otoño y un invierno sin encender el fuego. Era un retrato de mujer. La habían contemplado largo rato con malestar; aquellas facciones desconocidas traslucían una especie de sombría y turbia poesía. Después la habían enterrado en la nieve, bajo un abeto. Las puertas de la casa estaban arrancadas y se agitaban en los goznes, medio rotos.

Ese día, mientras esperaba a Elena, Reuss había entrado en el cobertizo y, entre aperos de todo tipo, había encontrado unos pequeños trineos finlandeses, como se llamaba a unas simples sillas de jardín montadas sobre dos patines. En el respaldo de madera aún se leían los nombres de unos niños grabados con una navaja, con grandes letras torpes. Cuando se les preguntaba por la suerte que habían corrido los moradores de aquella dacha, los campesinos parecían haber olvidado de golpe el ruso y cualquier otro lenguaje humano. Entornando sus oblicuos y crueles ojos, se marchaban sin responder.

Mientras Elena merodeaba alrededor de la casa, atraída por su indescriptible aspecto de abandono y tristeza, Fred Reuss se acercó a ella y le tiró del pelo, riendo.

—¡Olvídese de esa casa! ¡Huele a vejez, desgracia y muerte! Venga conmigo, jovencita… —propuso, mostrándole una pista de hielo que descendía hasta el llano desde una pequeña altura—. ¡En marcha!

En los trineos finlandeses, un patinador iba de pie atrás, guiándolo, mientras el otro se sentaba en la silla. Pero así se descendía con demasiada lentitud para el gusto de ambos, de modo que se pusieron los dos en la parte posterior del trineo y lo impulsaron por el manto nevado. Se lanzaron pendiente abajo, ganando cada vez más velocidad; el viento les silbaba en los oídos y los azotaba.

—¡Cuidado, cuidado! —gritaba Fred, y sus alegres carcajadas resonaban en el aire puro y helado—. ¡Cuidado! ¡El árbol! ¡La piedra! ¡Nos caeremos! ¡Nos vamos a matar! Agárrese bien… ¡Dese impulso con el pie! ¡Así! ¡Más fuerte! ¡Más! Más deprisa… ¡Ah, qué divertido!

Sin aliento, se deslizaban pendiente abajo a lo largo del blanco camino de hielo que llevaba a la llanura, a una velocidad vertiginosa, de sueño. Siguieron descendiendo hasta que el trineo topó con las raíces de un árbol y sus ocupantes salieron despedidos. Diez, cien veces, repitieron el descenso sin cansarse, subiendo el trineo hasta lo alto de la cuesta y luego lanzándose por la pendiente helada.

Elena sentía en el cuello el cálido aliento del joven, mientras el cortante frío le arrancaba lágrimas que el viento de la carrera le secaba en las mejillas. Como dos niños, soltaban agudos y alegres gritos y pateaban el suelo helado, haciendo que el pequeño trineo brincara y descendiera la colina como una flecha.

—Escuche, éste no va lo bastante deprisa. Lo que necesitamos es un auténtico trineo.

—¿Y de dónde lo sacamos? —preguntó ella—. La última vez lo rompimos, y desde entonces el cochero no se fía y cierra con llave el cobertizo. Pero ahí, en el hangar, vi uno…

Volvieron a la carrera al hangar y cogieron un trineo precioso, forrado de rojo y adornado con una hilera de cascabeles. Les costó un poco hacerlo bajar, pero, una vez tomó impulso, nada podía compararse a la rapidez de su carrera. La nieve volaba y les caía en la cara, se les metía en las entreabiertas y jadeantes bocas, los cegaba, les azotaba las mejillas… Elena no veía nada. La deslumbrante blancura de la llanura fulguraba bajo los rayos del ardiente y rojizo sol invernal, que teñía la nieve de un fuego escarlata. Pero, poco a poco, palideció y se tornó rosáceo.

«¡Qué maravilla!», pensó Elena.

Ya no contaban las caídas. Por fin, tras una que los lanzó al fondo de un barranco, del que salieron dificultosamente con las mejillas arañadas por las agujas de hielo, Reuss, que lloraba de risa, dijo:

—¡Vamos a partirnos la crisma, está claro! Mejor usar los tranquilos trineos finlandeses.

—¡De eso nada! Rodar por la nieve es lo más divertido.

—¿Ah, sí? ¿Eso es lo que más le gusta? —murmuró Fred y, atrayéndola hacia sí, la retuvo un instante contra su pecho. Parecía vacilar. Ella permanecía de pie contra él, mirándolo con sus alegres ojos, que habían recuperado toda su inocencia—. ¡Muy bien! —exclamó Fred de repente—. ¡Si le gusta rodar por la nieve, súbase encima de mí!

Y, cogiéndola por la cintura, la ayudó a encaramarse sobre su espalda y luego la lanzó a un metro de él, al espeso manto nevado. Elena chillaba de miedo y placer; se hundía en la nieve como en un nido de plumas. El agua se le metía en el cuello por el escote entreabierto del jersey, penetraba en los guantes, le llenaba la boca de un sabor helado y perfumado de sorbete. El corazón le palpitaba de felicidad. Miraba con angustia el precoz crepúsculo, que iba invadiendo el cielo.

—No volvemos todavía, ¿verdad? ¿No podemos quedarnos otro poquito? —suplicaba—. Aún no ha anochecido…

—No; hay que volver —respondió al fin Fred con pesar.

Ella se levantó y se sacudió la nieve, y ambos empezaron a subir la cuesta. En el campo nevado sólo quedaba una franja de luz, mientras las sombras avanzaban por él con extraña rapidez. Eran de un suave tono lila; en el luminoso cielo, la pálida luna invernal se elevaba lentamente sobre un pequeño lago helado. Avanzaban sin hablar. Sus pisadas resonaban en la tierra helada. Muy lejos, a largos intervalos, se oían los sordos cañonazos, que escuchaban distraídamente. Desde hacía meses, su débil fragor era tan constante que habían dejado de oírlo… ¿De dónde procedía? ¿Quién disparaba? ¿Contra quién? Ante cierto grado de tragedia y horror, la mente humana, saturada, responde con indiferencia y egoísmo. Caminaban el uno al lado del otro, cansados y contentos. Elena sentía la mirada de Reuss. De pronto, él se detuvo y le cogió la cara entre las manos. Acercó su mejilla a la de ella y, por un instante, pareció contemplar asombrado la textura de la piel, la insinuación de la sangre, que caliente e impetuosa se agolpaba bajo la piel; luego olió su cara como si fuera una rosa. El beso pareció flotar, antes de posarse sobre los labios entreabiertos, leve, rápido y ardiente como una llama. El primer beso, los primeros labios de hombre que la acariciaban de aquel modo… Lo primero que sintió fue miedo y cólera.

—Pero ¿qué hace? ¿Está loco? —exclamó Elena, y cogiendo un puñado de nieve se la lanzó a la cara. El joven saltó hacia un lado y la esquivó. Ella lo oyó reír—. Le prohíbo que me toque, ¿me oye? —gritó con rabia, y echó a correr por el camino helado y ya oscuro en dirección a la casa.

Notaba en la boca el sabor de los jóvenes y ávidos labios, pero se negaba a pensar en él, a saborear aquella alegría nueva que la quemaba.

«Besarme como a una criada», refunfuñó para sus adentros y, sin detenerse, subió a la carrera a la habitación de su madre y abrió la puerta.

Bella y Max estaban sentados en el diván, silenciosos. Elena ya había sorprendido a otros, pero… esta vez la desconcertó algo extraño, algo nuevo: la ternura, la intimidad entre aquellos dos seres, la atmósfera de amor que los envolvía; no de vicio o pasión, sino del amor más humano y cotidiano…

Bella volvió la cabeza lentamente.

—¿Qué quieres?

—Nada —murmuró su hija con el corazón encogido—. Nada… Pensaba… Yo…

—Entonces, ve fuera. Aún no es de noche. He visto a Fred Reuss buscándote. Ve con él y sus hijos…

—¿Quieres que me reúna con él? —preguntó la joven, torciendo la boca en una sonrisita maliciosa y melancólica—. Si lo deseas, iré…

—¡Pues claro, ve! —respondió su madre.