7

Un día de lluvia iban los dos en coche por el Bois de Boulogne, sin rumbo fijo, contentos de poder refugiarse en aquellos paseos desiertos y mojados, donde al menos nadie los vería. Era otoño. Rachas de la pesada y fría lluvia que descarga a comienzos de octubre azotaban los cristales. De vez en cuando, el chófer se detenía y miraba a Max encogiéndose de hombros, pero éste golpeaba el cristal con impaciencia.

—Siga. Vaya a donde quiera.

El coche seguía avanzando, hundiéndose por momentos en la blanda tierra de los estrechos senderos para los jinetes. Al cabo de un rato, cruzaron el Sena y se encontraron en el campo. Por las ventanillas bajadas, penetraba un olor fresco y amargo. Como en una confusa pesadilla, Elena miraba al hombre que, sentado junto a ella, lloraba y hablaba sin preocuparse de enjugarse las lágrimas. Sentía lástima y un poco de aversión.

—Elena, tienes que comprenderme… No puedo seguir con esta vida. Nunca hemos hablado de «ella» —estaba diciendo Max, evitando pronunciar el nombre de su amante—. Lo que hago es odioso… Pero es mejor discutirlo abiertamente y acabar con esto de una vez por todas… Tú… tú sabes lo de nuestra relación desde hace mucho, ¿verdad?

—¡Oh, Dios mío! —respondió Elena, negando con la cabeza, incrédula—. Cuando era pequeña, ¿no os dabais cuenta de que tendría que haber sido ciega e idiota para no enterarme de nada?

—¿Es que crees que uno piensa en los hijos? —replicó Max, y por un instante ella volvió a ver en su rostro la mueca de antaño, despectiva y hastiada, y sintió que el antiguo odio afloraba en su corazón.

—De sobra sé que nunca se piensa en los hijos.

—Pero ¿acaso se trata de eso? Ahora se trata de ti, de la mujer a la que quiero y de otra mujer a la que quise sinceramente… No puedo seguir engañándola así… Estos últimos meses he vivido en una especie de continua pesadilla… de la que creo que estoy despertando. Comprendo hasta qué punto he sido miserable, odioso… O, mejor dicho, ya me daba cuenta, pero no podía evitarlo, te quería demasiado, estaba loco… —admitió Max con voz sorda—. Pero ya no puedo más, me horrorizo a mí mismo…

—Has engañado a mi padre durante años sin remordimientos —replicó ella con rencor.

—¿Tu padre? ¿Acaso sabes lo que piensa? ¿Ha podido alguien saber lo que pensaba alguna vez? Si crees conocerlo, desengáñate. Por mi parte, no puedo decir ni qué sabe ni qué ignora… Si tú quisieras…

—¿Qué? —respondió Elena, y apartó la mano que Max le sujetaba contra su mejilla, que le ardía.

—Cásate conmigo… Serás feliz… —Ella negó lentamente con la cabeza—. ¿Por qué? —preguntó él con desesperación.

—No te quiero. Eres el enemigo de mi infancia. No puedo explicártelo. Acabas de decir que no se trata de mí cuando era niña. Pero sí, se trata justo de eso. Nunca seré distinta. Los sentimientos que tenía a los catorce años… e incluso antes… mucho antes… son y serán siempre los míos. Nunca podré olvidar. Jamás sería feliz contigo. Me gustaría vivir junto a un hombre que no hubiera conocido a mi madre, ni mi casa, que ni siquiera conociera mi lengua ni mi país, que me llevara lejos, me da igual dónde, al infierno, lejos de aquí. Contigo sería desdichada aunque te amara. Pero no te quiero.

Max apretó los puños con rabia.

—Sin embargo, me dejabas besarte…

—Pero ¿qué tiene eso que ver con el amor? —replicó ella con tono hastiado.

—Entonces, me voy. Mi hermana está en Londres. Me escribió pidiéndome que fuera con ella. Me voy —repitió él con un gemido.

—Pues vete, querido Max.

—Elena, si me voy, no volverás a verme en tu vida. Puede que un día necesites un amigo. No tienes a nadie en el mundo, aparte de tu padre. Piénsalo. Es mayor, está enfermo…

—¿Papá? Pero ¿qué estás diciendo? —replicó la joven, estremeciéndose.

—Pero ¡bueno! —exclamó Max, incrédulo—. ¿Es que no te das cuenta? Está acabado. Ha malgastado su vida. ¿Qué harás entonces? Tu madre y tú siempre seréis enemigas.

—Siempre —convino ella de inmediato—. Pero no necesito a nadie.

—Creo que no he tenido un sentimiento limpio desde hace diez años —insistió Max con desesperación—. Me avergüenzo de mí… Mi amor por ti es áspero y turbio, y está lleno de rencor y hiel. Y sin embargo, te amo.

Ella levantó el brazo e intentó ver la hora en el reloj de pulsera a la pálida luz de un farol de gas.

—Son casi las ocho. Volvamos.

—¡No, no, Elena! —Max se agarró a su ropa, le besó apasionadamente el cuello, el suave y delicado brazo—. ¡Elena, Elena, te quiero, nunca he querido a nadie más que a ti! Apiádate de mí, no me alejes, por Dios… ¡No es posible que me odies hasta ese punto! ¡Nunca te hice daño! Me iré para siempre… ¿Acaso no te importa?

—No, me alegra —respondió con crueldad—. Al menos, cuando te vayas, la casa volverá a ser digna y pura. Ella es vieja. Ahora no tendrá más remedio que conformarse con su marido y su hija. Puede que un día tenga una madre como todas. Tú has sido la causa de mi desgracia.

Él no respondió. En la penumbra del coche, lo vio volverse y llevarse las temblorosas manos a la cara. Inclinándose hacia el cristal, ordenó al chófer que volviera a París.

Se separaron sin decir nada. Al día siguiente, Max se marchaba a Londres.