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En Biarritz, por la mañana, cuando en el hotel de lujo todos aún dormían, Elena salía e iba a pasear por la playa desierta. Los largos pasillos vacíos del hotel olían a humo de cigarro; en uno de los extremos, un gran ventanal abierto dejaba entrar la brisa marina, su sonoro y puro silbido y su aire salado, saturado de gotitas de mar. De vez en cuando, el ascensor todavía subía una carga de mujeres que se tambaleaban de cansancio, con el colorete mandarina borrado de las mejillas, y hombres con traje y la tez verdosa a la luz matinal.
Era otoño. La playa se hallaba vacía. Las olas de equinoccio eran tan altas que, a través de ellas, el aire parecía húmedo, irisado, salpicado de luces.
Elena se metía en el mar, y tenía la sensación de que el agua salada que le chorreaba por el cuerpo borraba el cansancio de las noches en vela y la indignidad de la existencia. Flotando en la superficie, miraba sonriendo el cielo y pensaba con agradecimiento: «No puedes sentirte desgraciada teniendo todo esto: el olor a mar, la arena entre los dedos, el aire, el viento…».
Volvía tarde, notando con placer el cuerpo fresco y todavía húmedo bajo la ropa; se había escurrido el pelo empapado a toda prisa. Sin embargo, estaba un poco avergonzada de sí misma; casi se sentía tonta por ser capaz de disfrutar tanto de un modo tan inocente.
La vida continuaba, absurda y veloz, como una incesante y vana carrera hacia una meta invisible.
En esa época, acababa de inaugurarse una nueva sala de fiestas rusa entre Biarritz y Bidart: se trataba de una casita cuyas paredes estaban tapizadas de satén rojo, con águilas imperiales bordadas con hilos dorados. Karol tenía acciones del negocio, así que al placer de beber se sumaba el de pagar un diez por ciento menos de cada botella.
Esa noche, los Karol daban una fiesta. A su alrededor, la gente devoraba, bebía y amaba a costa de Boris Kárlovich. De vez en cuando, una brusca y cavernosa tos estremecía el frágil, el querido, el viejo pecho, el pobre armazón humano, que parecía ansiar el sueño y el descanso, y estar a punto de derrumbarse.
Enfrente de Elena se congregaba la corte del gran duque, cuya presencia atraía a los estadounidenses como la miel a las moscas. Lo rodeaban sus íntimos, príncipes de pacotilla o auténticos, dos especies igualmente sin recursos y ávidas, magnates del petróleo, financieros internacionales, fabricantes de armas, bailarines profesionales, antiguos alumnos del Cuerpo de Pajes, mujeres caras o de saldo, traficantes de opio y niñas… No había una sola cara a la que Elena no pudiera quitar mentalmente la máscara de la despreocupación y la lujuria, que ocultaba facciones tensas y ansiosas. Las luces eran tenues y por el ventanal abierto penetraba la hermosa y serena noche.
Fuera, también bailaban. Los vestidos de las mujeres y sus escotes adornados con joyas brillaban débilmente en la oscuridad, como escamas de pez. Con las piezas lentas se deslizaban igual que un acuario.
Su alteza se levantó. Los negros de la banda de jazz, borrachos y enternecidos, tocaron Dios salve al Zar con sus bocinas y platillos. El augusto invitado pasó entre los sirvientes, alineados en posición de firmes, seguido por varias mujeres arrebujadas en sus armiños y tambaleándose de sueño, cansancio y embriaguez sobre sus tacones de aguja. Unas norteamericanas borrachas se levantaron y, formando una hilera a ambos lados del cortejo, doblaron el cuerpo en una reverencia cortesana, mientras, precedido por un lacayo empolvado que portaba un candelero de plata, el heredero de los Romanov salía parsimoniosamente. Al pasar junto a la mesa de los Karol, se detuvo, besó la mano de Bella, dirigió un leve gesto amistoso a Karol con la yema de los dedos y se alejó.
—¿Cuánto hace que lo conoces? —le preguntó Elena a su padre.
—Desde que le presté diez mil francos —contestó Boris riendo, con aquella risa de niño que todavía conservaba y una mueca alegre que le arrugaba el reseco y delgado rostro. Pero la risa acabó en un gemido de dolor. Tosió, menos penosamente de lo habitual, aunque su mirada de repente dejó traslucir angustia. Cogió el pañuelo y se lo pasó temblando por los labios: quedó manchado de saliva sanguinolenta. Asustado, miró a su hija—. ¿Qué es esto? Debe… debe de habérseme roto alguna venilla, ¿no? Una venilla muy pequeña… —murmuró, y, dejándose caer pesadamente en la silla, miró alrededor, como si presintiera que nunca más volvería a contemplar aquellas luces, a aquellas mujeres, aquella noche azul y plateada… Pero tuvo la fuerza de no decir nada, de pagar por última vez y sonreír, mientras susurraba a sus invitados—: No es nada, una indisposición… Sin duda, una venilla, una venilla muy pequeña que se ha roto… En fin, la fiesta se ha acabado… Hasta mañana…