6

Pasaron ocho días, durante los cuales consiguió evitar a Max; pero sus vidas estaban demasiado enmarañadas, por la voluntad de Bella y por los caprichos del destino. Ya lo echaba de menos. Sobre todo por las tardes, aquellas tardes interminables en que a las nueve o las diez aún esperaban a Boris para cenar. Elena se sentía tan triste que empezaba a añorar a Max sin poder evitarlo. Arrodillada en una silla, dibujaba distraídamente en la madera de un viejo escritorio cojo Luis XV, adornado con garras de oro despegadas, mientras sobre su cabeza oía los impacientes pasos del maître. Aquello despertaba demasiados recuerdos en su corazón…

Una tarde, con el teléfono en la mano y seguida por una doncella que intentaba acortarle el vestido que llevaba puesto, la señora Karol atravesó como un vendaval la habitación en que estaba su hija. La doncella, que sujetaba entre los labios numerosos alfileres, iba tropezando con el cable del teléfono, seguida por otra criada que sostenía el joyero abierto.

Oyó decir a su madre el número de Max. Mientras hablaba, Bella intentaba ponerse los pendientes de diamantes, que se le escurrían y caían el suelo. Hablaba en ruso y de vez en cuando se interrumpía, sin duda recordando que Elena se hallaba en la habitación de al lado; luego, volvía a olvidarlo y seguía suplicando:

—Ven, ven… Me habías prometido que saldrías conmigo esta noche… Él no está… Me siento tan sola, Max… Ten piedad de mí…

Cuando colgó, permaneció inmóvil unos instantes, estrujándose las manos de manera maquinal. Se había acabado… Ya no la amaba… Febrilmente, buscaba en la memoria los rostros de las mujeres que habían podido robárselo… Se había cansado de ella…

«Antes nos enfadábamos, pero siempre volvía más sumiso y más tierno… Antes… de eso hace apenas un año… Pero ahora… ¡Oh, me lo ha quitado otra mujer, lo presiento! —se dijo Bella con desesperación—. ¿Qué será de mí sin él? —Le había sido escrupulosamente fiel, y pensaba en su fidelidad con fiero rencor—. Mis últimos años… Porque no quiero aparentarlo, me vanaglorio, pero sé perfectamente que para mí ya se ha acabado todo, la juventud y el amor… Ahora, o las aventuras pagadas, los gigolós, los chicos mantenidos, que podrían ser tus hijos y se burlan de ti a tus espaldas —se dijo, pensando en tal o cual amiga y en el atractivo jovencito al que llevaban de la correa, como a un pequinés—; o renunciar… ser una vieja…».

—¡Ah, no! ¡Eso jamás! No puedo renunciar al amor, no me es posible —murmuró, enjugándose con gesto inconsciente las lágrimas, que resbalaban entre las perlas del collar.

«Me ha adornado como a una imagen —pensó al oír abrirse la puerta y los pasos de su marido en la habitación de al lado—. Pero lo que necesito no es eso, y además me aburro, me aburro mortalmente… Si no tienes un hombre en tu vida, si careces de un amante joven y guapo, ¿para qué vivir? Las mujeres que aseguran que están satisfechas sin amor son tontas, ignorantes o hipócritas… Yo necesito amor —se dijo febrilmente, mirando con odio su rostro crispado en el espejo—. Si supieran con cuánta claridad me veo, sin piedad, sin indulgencia…», pensó aún.

Se sentaron a cenar. En el vestíbulo sin ventanas, convertido en comedor, reinaban un frescor solemne y una penumbra azulada. El polvo se acumulaba en las molduras de falso mármol.

Era el reino del estuco. La alfombra a cuadros azules y blancos imitaba un enlosado; las flores artificiales, metidas en urnas marmóreas, despedían un leve y acre olor a polvo; unas frutas de alabastro en una caracola estaban iluminadas eléctricamente desde dentro; la mesa de piedra helaba los dedos bajo el mantel de encaje. Karol cenaba con una prisa febril, engullía sin mirar ni saborear la comida, junto con las pastillas con que lo atiborraban y con las que esperaba poder sustituir el aire puro y el descanso. Elena lo miraba con muda piedad: estaba más delgado y más guapo que antaño.

La llama de la que estaba dotado, aquella especie de patético ardor, lanzaba sus últimos y más hermosos resplandores. En su pálido y atormentado rostro, los bellos, tristes y penetrantes ojos, con su turbia esclerótica, relucían con un brillo casi insoportable. No paraba de chasquear los delgados dedos.

—Más deprisa, sirva más deprisa…

—¿También vas a salir esta noche? —inquirió Bella, soltando un suspiro.

—Tengo una reunión de negocios. Pero tú también saldrás —dijo Boris, mirándola.

Su mujer negó con la cabeza.

—No. —Y al instante, en tono acre y quejumbroso, añadió—: Siempre estoy sola. Llevamos una vida de locos. Soy la mujer más desgraciada del mundo. Siempre fui una víctima.

Su marido, acostumbrado a aquellas lamentaciones tras veinte años de matrimonio, no decía nada y apenas la miraba.

Sin embargo, esa noche Elena estaba dispuesta a conmoverse ante la mujer envejecida y quejosa sentada frente a ella, que nunca le lanzaba una mirada, como si la presencia de aquel rostro joven la hiciera sufrir. Bella deslizaba tristemente por el mantel sus hermosas manos, sus brazos desnudos y cargados de brazaletes. Iba maquillada, repintada, embadurnada, pringosa de polvos y crema, pero parecía que la carne de su cara cediese por dentro y que la superficie, lisa, blanca y rosácea, se hundiera lentamente, revelando los estragos de la edad. No obstante, aún tenía un cuerpo espléndido, con un busto duro y firme.

—Papá, mi querido papá, quédate en casa… —pidió, volviéndose hacia su padre—. Mírate; pareces agotado.

Boris se encogió de hombros, pero como su hija insistía y Bella no dejaba de lamentarse, acabó impacientándose:

—¡Al diablo, las dos!

Elena calló, con los ojos llenos de lágrimas. La hería que la rechazara de aquel modo y, sobre todo, que la confundiera con su madre.

«¿Es que no se da cuenta de que lo quiero? —pensó con tristeza. Pero lo único que él veía era el tapete verde en que esa misma noche dilapidaría una fortuna—. No, no es tan fácil renunciar a Max, renunciar al juego…».

Al día siguiente, de improviso, se marcharon a Biarritz. Elena no tenía ninguna excusa para quedarse en París; además, todavía la trataban como a una niña, sin derecho a discutir las órdenes que le daban. Max los acompañó.

Por la mañana, en Blois, antes de que Bella se levantara, Max la hizo llamar y le compró las primeras cerezas en un puesto al aire libre. Las frutas, cubiertas de un vaho plateado, estaban tan frías y deliciosas como gotas de licor helado.

—Elena, qué esquiva, qué huidiza, que escurridiza eres… —decía el joven, mirándola con deseo y ternura—. Y cuánto me gustas, cuánto… Jamás he querido a una mujer como te quiero a ti… Eres preciosa, estoy loco por ti…

Todas las palabras, todas aquellas viejas palabras, todavía nuevas para ella, penetraban en el corazón de Elena sin que pudiera remediarlo…

«No tengo el valor necesario —se decía—. Vencer al demonio, no de la sensualidad… pues ¿eso qué es?, sino al de la coquetería, al de la crueldad, al del placer de jugar, por primera vez, con el amor de un hombre… No tendré valor —se repitió y, con un esfuerzo sobrehumano, bajó los ojos mientras, recurriendo a aquel humor triste que había heredado de su padre, pensaba—: Me juego mi parte de Paraíso…».

—Max, déjame, no te quiero, sólo fue un juego —dijo, tratando de adoptar una voz tranquila, serena, al tiempo que pensaba: «Hipócrita… Lo único que haré será inflamarlo aún más…». Max palideció, le lanzó una mirada dura y, de pronto, ella temió perderlo. En el fondo, aquello era tan divertido… «¿Y por qué?», se preguntó. «¿Para no hacer sufrir a esa mujer, a la que siempre he odiado? ¡Pues no quiero! ¡Esto me divierte!». Con el corazón henchido de un ardiente orgullo y satisfacción, Elena le cogió la mano con suavidad y le dijo—: Vamos, vamos… ¡Menuda mirada! Estaba bromeando…

Al contacto de sus manos, el joven se estremeció y miró con un dejo de temor aquella expresión de mujer en aquella cara de niña. Cómo le gustaba… Le encantaban sus movimientos, todavía torpes y bruscos, su pelo suelto, que flotaba sobre sus delicados hombros, su frágil cuello, sus intactos párpados, sus brillantes ojos, que conservaban una expresión de orgullo e inocencia infantil, sus largas piernas, la fuerza de sus dedos, su forma de zafarse de sus brazos, caprichosa y arisca, la pureza de su aliento… Estaban solos; se inclinó hacia ella y la abrazó.

—Dame un beso… —pidió con suavidad.

Elena posó los labios en su mejilla fugazmente, y sintió una especie de turbio enternecimiento. Daba besos de niña, pero el modo de recibir los de Max, en silencio y cerrando los ojos, era de mujer…

Aún le dio tiempo de pensar: «Pero ¿qué estoy haciendo?».

Sin embargo, era demasiado tarde para detener el juego…

Elena sólo se dio cuenta de hasta qué punto Max la tenía en su poder cuando volvieron a París. Empezaba a volverse tan tiránico, celoso y cruel con ella como lo había sido con Bella en otros tiempos. Como a todo, a amar también se aprende, y esa técnica ya no cambia… Y se emplea, pese a uno mismo, con mujeres diferentes…

—Cásate conmigo —le repetía Max—. En tu casa eres desgraciada…

Ella se negaba. Entonces él, presa de ataques de cólera que lo dejaban pálido y tembloroso, la injuriaba. Y aunque sospechaba que Elena jugaba con él, la sospecha ya no bastaba para calmarlo; había entrado en esa fase del amor insatisfecho que parece una sorda locura, y la joven veía consternada el delirio que había desencadenado en su primo, que estaba acabando con él y que ella no lograba entender. La primera vez que, sin darse cuenta, se le habían escapado estas palabras: «Si mi madre supiera…», él se había carcajeado.

—Díselo, anda, díselo… Ya verás lo agradable que será tu vida después, querida… Jamás te perdonará… Aún no eres más que una niña, una cría… Te lo hará pagar caro, créeme…

Entretanto, Max seguía viviendo con Bella, por muchas razones… Se vengaba de Elena, pagaba sus nervios con ella y con ella aliviaba su feroz deseo de besos y caricias, que la joven, con un miedo y una repulsión de todo su cuerpo, se negaba a satisfacer. Luego, Max repetía con desesperación:

—Es culpa tuya, tuya… Te ofrezco una vida pura, normal, pero tú la rechazas…

Por la tarde, le pedía a Bella que fuera a su casa para poder telefonear a Elena libremente, sabiendo que estaría sola. Bella regresaba a medianoche, pálida y destrozada; pero al día siguiente volvía a acudir a la llamada de Max, mientras Elena esperaba temblando que sonara el teléfono en la casa vacía.

Encorvada, con los ojos fijos, apretándose la mejilla con la trémula mano, aguardaba, sin fuerzas para huir y liberarse de la tentación…

Sonaba el teléfono. Al levantar el auricular, oía la voz de Max:

—¿Cuándo vendrás? A ver, ¿por qué te dejabas besar si no me querías? Haré lo que tú digas, pero ven. No te tocaré… Te suplico que vengas.

—No… no… no… —respondía ella, sintiendo que el corazón se le helaba, de cara hacia la puerta, temiendo a su padre, a su madre, a los criados, el eco de sus propias palabras, mientras Max no cesaba de repetir, con desesperación y una voz áspera y tierna que parecía morder las palabras una tras otra:

—Amor mío, amor mío, mi amada Elena, ven, ven, ten piedad de mí…

Pero de pronto callaba y colgaba. Elena oía el rápido tono que indicaba el corte de la comunicación y, con ira y dolor, pensaba: «Ella acaba de llegar. Está llamando a la puerta. Va a abrirle y… Pero ¡yo no soy celosa! ¡La que tiene que estar celosa es ella! Yo debería estar exultante… Sin embargo, me lo busqué… Es culpa mía… “Tú te lo buscaste, Georges Dandin” —se repetía, con los ojos llenos de lágrimas, a la vez que trataba de reír, avergonzada de su aflicción—. ¿Qué he hecho? ¿Y de dónde, Dios mío, sacaré las fuerzas para vencerme a mí misma y perdonar, olvidar, dejar la venganza sólo en Tus manos?».

Y cuando estaba acostada, en el instante en que empezaba a conciliar aquel sueño tranquilo y feliz, legado de la infancia y que, invariablemente, volvía a llevarla hacia recuerdos borrados, felices e inocentes, el teléfono sonaba de nuevo y la hacía salir de la cama de un brinco. Y otra vez, la tierna y maligna voz la llamaba:

—Elena, Elena… Quiero oír tu voz… No podré dormir hasta que la haya oído… Dime una palabra, sólo una, una promesa, aunque no pienses cumplirla, dime que un día me amarás… ¡Ten cuidado, te haré daño! —gritaba de pronto, en un ataque de ciega furia—. ¡Me gustaría matarte!

—Eres un niño —replicaba ella, encogiéndose de hombros.

—Entonces, ¡déjame! —chillaba él con desesperación—. ¿Por qué merodeabas siempre a mi alrededor? ¡No eres más que una cría tonta, mentirosa y coqueta! No te quiero, sólo estoy burlándome de ti, yo… No, Elena, no te vayas, perdóname, te suplico que vengas sólo una vez… Cuando siento tu mejilla en mis labios, tan fresca y suave, enloquezco. Elena… Amor mío, amor mío, amor mío…

—Ahora déjame, déjame… No puedo seguir hablando… —explicaba ella al oír el ruido de la puerta cochera al otro lado de la ventana y con una especie de pudor que le impedía decir: «Mi madre está aquí…».

Pero Max lo adivinaba sin dificultad y, contento de ser el más fuerte por un instante, feliz de ser temido, respondía:

—¡Muy bien! ¡Si no me das tu palabra de que mañana nos veremos, me pasaré toda la noche telefoneando, hasta que lo oiga tu madre! ¡No me pongas a prueba, no me conoces! ¡He domado a otras antes de ti!

—Ellas te querían.

—Muy bien… Me pasaré la noche llamando, ¿me oyes? Tu madre lo sabrá todo… ¿Y tu padre, Elena? Se enterará de todo, ¿comprendes? Todo. Lo pasado y lo presente… ¡Sí, es indigno, lo sé, pero es culpa tuya, tú eres quien me obliga a actuar así! ¡Escucha! ¡Basta con que me lo prometas! ¡Sólo una vez! ¡Te quiero! ¡Apiádate de mí!

Ella oía los pasos de su madre en el piso de arriba. Oía abrirse la puerta del dormitorio de Karol.

—Lo prometo —murmuraba.