4

Queda, lentamente, creció el amor culpable. Cuando brota la primera débil flor, ya ha hundido sus retorcidas raíces en lo más profundo del corazón. Parece tan frágil y pequeña que el ser humano la contempla no tanto para admirarla como para embriagarse de su propio poder. Se siente tan fuerte… Un solo movimiento, apenas sin esfuerzo, y todo habrá acabado, todo quedará arrancado, muerto para siempre en su alma… Entonces, ¿qué puede temer? Sonríe con desdén y conmiseración. «Bueno, sí, esto empieza a ser amor… Pero, a mi edad, ¿qué voy a temer? Sé que si lo dejara crecer sólo me causaría infelicidad…». Pero el día en que nombra al amor, en que acepta verlo, comprende su propia debilidad por primera vez. Las sinuosas y tenaces raíces cada vez se hunden más profundamente. El momento preciso en que al fin tiembla, en que piensa «Basta ya, basta, el juego ha acabado», es el minuto exacto en que sucumbe, en que ya se ha acostumbrado a su amor, en que ama su sufrimiento, y entonces sólo queda esperar que el tiempo y el cansancio destruyan la tenaz, endeble y venenosa flor.

Max había empezado jugando con la imagen de Elena, invocando su recuerdo por la noche, al acostarse, cuando se sentía especialmente cansado de su vieja amante y de la vida. Antes de dormirse, le gustaba cerrar los ojos para ver mejor el rostro de la joven. No estaba enamorado… ¡Qué estupidez! «¡Estoy bien escarmentado! —se decía—. El amor… ¡Qué ridiculez! El amor… ¡Qué cruz! Cómo voy a amar a Elena si es una niña…». Recordaba que un día de otoño en San Petersburgo, en las islas, mientras paseaba con Bella, había visto en un sendero a la pequeña Elena, arrastrando los botines por el barro con expresión hosca… ¡Cómo la detestaba! Su presencia bastaba para irritarlo. Todas las miradas de la niña parecían espiarlo. Cuántas veces le había pedido a Bella: «Pero ¿por qué no la metes interna y que nos deje tranquilos?». Aquella niña… ¿Y ahora? No, claro que no la amaba… sólo era un juego de su imaginación, un capricho… Le gustaba verla, nada más… Y era la única persona en el mundo con quien podía hablar sencilla y amistosamente. Le parecía volver a ver su moreno y delgado cuello, su cara, tan joven… Joven: eso era lo que lo seducía. Él tenía treinta años y Bella… De las mujeres más jóvenes, su amante decía: «Son muñecas de madera, inertes y frías… Y eso no es difícil de encontrar…». No, era cierto; pero aquellas criaturas pesadas y ardientes, aquellas mujeres maduras y enamoradas, ¿acaso escaseaban? A veces, en sus sueños, un capricho mezclaba ambas caras femeninas. En ocasiones, abrazaba a Elena y le decía: «Bella, mi querida Bella…».

Despertaba temblando, entre asqueado y avergonzado, y se repetía: «No la amo. Juego con el amor. Juego conmigo mismo. Esto acabará cuando yo quiera».

Pero el tiempo fue pasando, y Max dejó de engañarse. Ahora pensaba con terror y remordimiento: «Es la hija de mi amante…».

¿Y qué? Tampoco era tan raro.

«¡Es casi inevitable! —se decía—. Es… clásico… Bella no me lo perdonará jamás. No es madre; es única, ferozmente mujer… ¡Bien, pues que no me lo perdone! Me trae sin cuidado… Después de todo, le di los mejores años de mi vida… ¿No basta con eso? Por ella sacrifiqué a mi madre, a mi familia, mi juventud…».

Cuánto había amado a aquella mujer, que ya entonces no era ni joven ni hermosa… pero sabía seducir… Max se acordaba de las escenas de su madre, de las lágrimas de sus hermanas… Lo habían intentado todo (¡con cuánta torpeza!) para apartarlo de «aquella mujer»… Todavía recordaba el tono materno al decirle: «No te quiere. Ha decidido vengarse de mí, arrebatarme a mi hijo… Mi pobre hijo… Ella, que no era nada, a mere nobody —recalcaba con amargura, hallando consuelo para su desdicha en poder expresarla en inglés, con naturalidad, no como Bella, que sin duda había aprendido el idioma de algún amante—. Ahora ha triunfado, ha conseguido quitarme a mi hijo; la muchacha a quien me negaba a recibir, no porque fuera pobre, pues, gracias a Dios, estoy por encima de eso, sino porque se comportaba como una cualquiera… ¡Víbora! ¡Haberme robado a mi hijo! ¿Imaginas que se trata de otro sentimiento el que la lleva a actuar así? Créeme, hijo, no se ama a un hombre por sí mismo, sino contra otra mujer…».

«Sí —pensaba Max—. Mi madre tenía razón».

Sin embargo, era lo bastante mayor para saber que el amor rara vez es puro e inocente en sus comienzos. Al principio, Bella había querido vengarse de la anciana señora Safronov, pero luego lo había amado tan fielmente como una mujer de su carácter podía amar… Lo que él ignoraba era que su juventud, su impetuosa pasión, satisfacía la necesidad voluptuosa de Bella de un amor lleno de peligros, que un desconocido despertó antaño en su corazón…

«Quería que únicamente viviera y respirara para ella. Y ahora estoy solo en el mundo con Bella… —Le parecía sentir la angustia de esa soledad y como una sensación de ahogo casi físico—. No tengo ningún amigo, aparte de Elena… Para Bella, las relaciones simplemente humanas, de familia, amistad, camaradería, no existen. Un amigo, una familia, un hogar… carezco de todo eso y seguiré careciendo mientras permanezca a su lado…».

«Pero ¿por qué no la dejo?», se preguntaba a veces. Mas vivir sin los Karol se le antojaba imposible. Sólo los tenía a ellos. Se sentía maniatado tanto por la servidumbre de los sentidos como por la mera costumbre. Experimentaba el miedo a una soledad aún más amarga, irremediable… A veces, pasaba varios días sin responder a las llamadas telefónicas ni a los mensajes de Bella. Pero se aburría demasiado en aquella tierra extraña, sin amigos ni oficio. Se había llevado de Rusia una fortuna que no era suficiente para permitirle diversiones gravosas, aunque tampoco tan modesta como para obligarlo a ganarse la vida. Deseaba volver a ver a Elena. Entonces regresaba. La veía ir, venir y correr con el paso ligero, saltarín y alado de la extrema juventud, que apenas parece rozar el suelo. Y con asombro, con amargura, con envidiosa desesperación, susurraba:

—¡Qué joven eres, Dios mío, qué joven!

Le cogía la mano con suavidad y, a hurtadillas, se la apoyaba en la mejilla con un tímido y casto gesto.

Un día de junio, los Karol comieron en casa de Max; después, tenían previsto ir todos juntos en dirección a Biarritz. Max vivía en un modesto y silencioso pisito situado en una calle muy tranquila, casi campesina, de Passy. La tormenta gravitaba sobre París; el cielo estaba cubierto de tenues nubes que iban cerrándose poco a poco, formando lentamente un pesado vaho rosa que, de vez en cuando, se entreabría y dejaba pasar un blanco y deslumbrante rayo.

Después de comer, Max, que no tenía maleta, salió a comprar una. Elena cogió un libro. Boris Karol, con la mirada nostálgica fija en un punto invisible en el vacío, meneaba los dedos y los hacía crujir con fuerza regularmente, como si fueran castañuelas. Su hija se dio cuenta de que se veía sentado a la mesa del Círculo. Su padre acabó levantándose con un suspiro.

—No me ha dado tiempo a afeitarme. Vuelvo dentro de media hora.

—¡Boris! —gritó su mujer—. Pero ¡si nos iremos en cuanto vuelva Max! Seguro que desaparecerás hasta la noche…

—¡Qué ocurrencia! —respondió su marido, y su rostro se iluminó con una de aquellas sonrisas burlonas que a Elena tanto le gustaban—. ¡Toma, cariño! Tendrás el tiempo justo de comprarte ese sombrero nuevo que querías —propuso, deslizando unos billetes en la mano de su mujer.

—Bajo contigo —dijo Bella, suavizando el tono.

Elena se quedó sola. Un débil soplo de brisa meció las ramas de un árbol cercano; el sol asomó en el encapotado cielo e iluminó el envés de las hojas. Las nubes volvieron a cerrarse, y el rayo desapareció; el árbol gimió y el viento arrancó las hojas de junio, tan jóvenes y verdes todavía…

La llave giró en la cerradura y Max entró. No le sorprendió encontrar la casa vacía, pues conocía a los Karol. Aguardó. Hacia las cuatro apareció Boris, al que nadie esperaba ver antes del anochecer.

—¿No está mi mujer? —preguntó, abriendo con brusquedad—. Le había dicho que me esperara en el coche, ¡pero al salir no había nadie! ¡Muy propio de ella! ¡Hacerme prometer que no estaría en el Círculo más de media hora y, justo cuando la suerte empezaba a cambiar, desaparece!

—Pero, querido amigo… —respondió Max con voz cansada—. Son más de las cuatro. Tendría que haberlo esperado dos horas y media… Convendrá conmigo en…

Pero Karol no lo escuchaba; temblaba de impaciencia, de cara hacia la puerta. Le brillaban los ojos, pero con un resplandor triste, apagado y febril.

—¡Oh, Dios mío, qué lástima! Mi suerte empezaba a cambiar… —Comenzó a deambular por la habitación y, de pronto, esforzándose en reír, anunció—: Me vuelvo allí. Sólo será un momento…

—¡Va a llover! —le advirtió Elena—. No llevas gabán, papá. Espera, coge un paraguas; ayer no parabas de toser…

—¡Déjame en paz! —exclamó Boris alegremente—. ¡No es para tanto!

—Y ahora, ¿dónde está la otra? —inquirió Max, tan nervioso que temblaba—. Van a dar las cinco.

—Querido Max… ¿todavía no te has acostumbrado? —dijo Elena, echándose a reír—. Nos iremos esta tarde, o esta noche, o mañana, o la próxima semana… ¿Qué importa? ¿Nos espera allí algo mejor o diferente de lo de aquí?

Él no respondió. Estaban solos. Se oía el tictac del reloj. Muy lejos, un trueno resonó en el cielo con un fragor suave y profundo como un ronroneo.

Sonó el teléfono. Max descolgó.

—¿Diga? Sí, soy yo… —Elena reconoció el eco de la voz de su madre—. Ha venido y ha vuelto a irse… No —respondió con voz vacilante—, la niña tampoco está. Yo voy a salir. Veo que el viaje se ha ido al traste. Vayámonos mañana.

Colgó el auricular y se quedó de pie, sombrío y silencioso. Elena lo miró sonriendo.

—¿Mentiras, mi pequeño Max?

—¡Oh, Dios mío, que nos dejen en paz de una vez por todas! —exclamó.

Las primeras gotas de lluvia, gruesas y pesadas, repiqueteaban en los cristales. La tarde se oscureció. Elena se estremeció.

—¡Qué frío de pronto, para estar en junio! Debe de ser granizo…

—Cerremos las contraventanas —propuso Max.

Una vez cerrados los postigos, corridas las cortinas y encendida la lámpara, la pequeña habitación resultaba tranquila y acogedora.

—Ven, vamos a merendar…

Calentaron agua. Elena puso cubiertos y se acercó a un florero rosa con claveles.

—Max, pobrecillo, ni siquiera quitaste los alambres de la floristería… El óxido acabará con tus claveles… —Cortó los tallos y cambió el agua, disfrutando maliciosamente de la expresión de gozo que iluminó la cara de su primo—. Aquí hace falta una mujer —añadió con inocencia.

Fuera llovía a cántaros. Las persianas de la habitación de al lado seguían subidas, y se veía el viento persiguiendo rápidos y relucientes haces de agua por el empedrado.

Max fue a cerrar la puerta. Ahora todo estaba en silencio. Se sentó a los pies de la joven.

—Espera, no te muevas, déjame ayudarte, permite que te sirva. ¿Quieres té? Queda un pastel de la comida… para ti. Por favor.

Humilde y solícito, la veía comer, con los amorosos ojos posados en los blancos dientes de Elena, que brillaban entre sus labios. El profundo silencio los unía en una especie de dulce y mudo encantamiento. Al fin, temblando y en voz tan baja que Elena necesitó oírlo dos veces para entenderlo, Max dijo:

—Cómo me gustas…

«Por fin —pensó ella, burlándose de sí misma tanto como de él—. Bueno, ha llegado el momento tan esperado…».

¿Cómo había ocurrido? Evocó las colinas de Finlandia, desde cuya cima se empujaba con un poco de esfuerzo el trineo, que enseguida adquiría velocidad y volaba cuesta abajo. El empujón definitivo lo había dado al sonreírle por primera vez en el barco, al hablarle sin mostrarle odio; pero luego su constante presencia había actuado tan rápida y suavemente, esa oscura embriaguez que nace entre un hombre y una mujer cercanos uno del otro, sin ser de la misma sangre…

Con suavidad, Elena le tocó la mejilla. Max le inspiraba una vaga y amistosa compasión; se sentía tan fuerte, tan serena, tan segura de su poder… Pero enseguida apartó la mano, frunció el ceño, y por el placer de verlo estremecerse y alzar los ojos hacia ella con expresión sumisa y asustada, se limitó a decir:

—Déjame…

—Elena… —respondió él con voz ronca—. Te quiero, me gustaría casarme contigo, te quiero, mi pequeña Elena…

—¿Qué? —exclamó con estupor y una especie de odio, de rencor, que a ella misma la sorprendió—. Eso jamás —murmuró—. Jamás.

—¿Por qué? —preguntó el joven, con un brillo colérico en los ojos que hizo surgir de nuevo ante ella al Max odiado, al enemigo de su infancia.

Encogiéndose de hombros, quiso responder: «Porque no te quiero. —Pero rectificó—: ¡Ah, no! Si le digo eso, nunca me perdonará, se habrá acabado, el juego habrá terminado… ¿Casarme con él? ¡Oh, no, no soy tan idiota! El deseo de vengarme no es lo bastante fuerte para arriesgar de ese modo toda mi felicidad… No lo quiero…». Y se limitó a negar con la cabeza en silencio.

Max creyó comprender y le palidecieron hasta los labios. La rodeó con los brazos.

—Perdóname, perdóname, ¿cómo iba a saberlo? Te quiero, eres muy joven todavía, me querrás… Es imposible que no me ames —dijo, besando con apasionada desolación la mejilla que ella le abandonaba y también sus labios.

Fuera, el estrépito de la lluvia se apaciguaba. Se oía con mayor claridad el leve y musical sonido de las goteantes hojas. Max la estrechaba contra su pecho y ella sentía temblar la boca que la besaba y le mordía con suavidad el hombro a través del fino vestido.

—No, no… —dijo, rechazándolo débilmente. Él quiso besarla en la boca, pero Elena apartó la tierna y ávida cara con las manos crispadas—. ¡Déjame! ¡Oigo pasos, oigo a mi madre! —exclamó aterrorizada.

Max la dejó. Elena se recostó en el diván, pálida y exangüe. Sin embargo, se trataba del chófer, que había ido a solicitar instrucciones. Mientras Max hablaba con él, ella se deslizó fuera de la habitación y salió huyendo.