6
Los Manassé, cuyos hijos eran amigos de Elena, vivían en una casa de madera rodeada por un jardín, en un barrio poco frecuentado de la ciudad. El otoño ya estaba avanzado. A los niños los encerraban en su habitación al reparo del viento, al que los rusos temían como a la peste. Así que ese año, los domingos en que Elena iba a ver a los pequeños Manassé, el gran juego, la gran diversión, consistía en salir por la ventana de la sala de estudios, cruzar a gatas el balcón del salón, saltar al jardín, donde ya habían caído las primeras nieves, y allí, vestidos con viejas pellizas, que en su imaginación eran atuendos románticos y guerreros, y armados de ramas, espadas de madera y fustas, jugar a los soldados o a los ladrones, o a lanzarse a la cara blandas bolas de nieve que aún no habían tenido tiempo de helarse y conservaban un regusto acre a tierra putrefacta, un olor a lluvia y otoño.
Los dos pequeños Manassé eran niños gordos, pálidos, rubios, macilentos, apáticos y dóciles. Elena los mandaba a construir una cabaña de ramas y hojas secas en un rincón del cobertizo y se quedaba resguardada en la sombra proyectada por el balcón, observando desde fuera, atenta y silenciosa, las palabras y los movimientos de los Manassé y sus amigos. Jugaban tranquilamente a las cartas bajo la lámpara, pero en su imaginación formaban el alto mando austríaco y ruso el día anterior a la batalla de Austerlitz. Los pequeños Manassé eran el lejano, majestuoso, indistinto ejército de Napoleón; la cabaña que construían, una fortaleza cuya toma decidiría la victoria. El matrimonio Manassé, sentado alrededor de una mesa verde, conformaba la imagen perfecta del Estado Mayor austríaco inclinado sobre mapas y planos, y ella, envuelta por la oscuridad, la nieve y el viento, la del joven y valeroso capitán que, jugándose la vida, ha cruzado las líneas y penetrado en el campo enemigo.
En aquella tranquila ciudad, donde periódicos y libros aparecían censurados, donde la gente ni siquiera se atrevía a mencionar en las conversaciones los asuntos públicos, mientras que los privados eran tan apacibles y seguros como un manso río que fluía serenamente desde una honesta mediocridad hasta un honesto bienestar, donde los adulterios tipificados, consagrados por la opinión y el tiempo, se transformaban en un segundo y decente matrimonio respetado por todos, incluido el marido, las pasiones humanas habían buscado refugio en las cartas, en pequeñas ganancias ávidamente disputadas. Los días eran cortos y las noches largas. Así que la gente pasaba el tiempo, hoy en casa de uno y mañana en la de otro, jugando al whist, al whint, a la preferencia…
La gruesa señora Manassé se hallaba sentada en un sillón de orejas, con su rostro color harina coronado por un andamiaje de cabellos teñidos de dorado. Los abundantes pechos le caían sobre el vientre, que a su vez descansaba sobre las rodillas; los gruesos mofletes le temblaban como gelatina. El marido, con gafas y de manos blancas y frías, y el amante, consagrado por un largo usufructo, más viejo, más calvo y más alto que el marido, la flanqueaban. Frente a la ventana estaba sentada una joven con el pelo negro recogido sobre la frente en forma de larga morcilla, que fumaba sin parar y hablaba muy locuaz, dejando escapar por las fosas nasales, como la pitonisa de Delfos cuando estaba en trance, un fino hilo de aromático humo. Fue ella quien, al alzar la vista, descubrió la pálida carita de Elena pegada a los cristales.
La señora Manassé negó con la cabeza.
—¿Cuántas veces hemos prohibido a los niños salir con este tiempo? —dijo en tono de reproche, y entreabrió la ventana.
Elena se deslizó por la abertura y saltó al interior del salón.
—No riña a sus hijos, señora. No han querido desobedecerla. Se han quedado en su habitación —dijo, alzando hacia la señora Manassé unos ojos relucientes de inocencia—. Y yo voy bien abrigada y no le tengo miedo al frío.
—¡Estos niños! —exclamó la mujer. Pero, como los suyos estaban resguardados, se limitó a sonreír, y su mano, perfumada con jabón de almendras, acarició los rizos de Elena—. ¡Qué pelo tan bonito! —Sin embargo, como realmente resultaba demasiado difícil conceder algo así a la hija de Bella Karol, añadió frunciendo los labios, de los que de ese modo sólo salió un suave silbido, como el sonido de una flauta—: No se riza de forma natural, ¿verdad? —«Víbora», pensó Elena—. ¿Ahora tu padre va a vivir en San Petersburgo?
—Je ne sais pas, madame.
—¡Qué bien habla francés! —elogió la señora Manassé, que seguía acariciándole los rizos con suavidad. Tenía las manos blancas y gordezuelas y, cuando se las apretaban, parecían fundirse entre los dedos. A veces las alzaba y agitaba ligeramente para que la sangre bajara a lo largo de las venas y así preservar la blancura de la piel. Apartó los cabellos que ocultaban las orejas de Elena, y tras comprobar con un suspiro de decepción que eran pequeñas y estaban bien torneadas, volvió a ordenarle cuidadosamente los rizos sobre las sienes—. ¿No les parece admirable la pureza de su acento? Mademoiselle Rose es de París y eso se nota. Tiene un gusto, unas manos… de hada. Tu mamá es muy afortunada al contar con ella. Entonces, ¿no sabías que tu padre va a vivir en San Petersburgo? Y vosotros también, claro… ¿Acaso no te lo ha dicho tu mamá?
—No, señora… Todavía no…
—Estará contenta de volver a ver a papá después de tanto tiempo… ¡Ah, cuánto la alegrará! Si yo tuviera que vivir separada de mi querido marido… No quiero ni pensarlo —afirmó la señora Manassé con mucho sentimiento—. Pero, por fortuna, todas las personas no somos iguales… Dos años, ¿verdad? ¿Hace dos años que se fue tu padre?
—Sí, señora.
—Dos años… Aún te acuerdas de él, imagino…
—¡Claro que sí, señora!
¿Se acordaba de su padre? «Por supuesto», se respondió. Su corazón se ensanchó al pensar en él, al volver a verlo tal como era cuando entraba en su habitación a veces, por la noche… «Sin embargo, es la primera vez que pienso en él desde que se marchó», se dijo con el corazón enternecido y un súbito remordimiento.
—Mamá no se aburre, ¿verdad? —le preguntó la mujer.
Elena contempló con frialdad los rostros que la rodeaban, crispados por una curiosidad ávida. Las aletas nasales de la joven, de las que el humo salía en anillos azules, temblaban. Los hombres reían por lo bajo y se miraban con un gran despliegue de «hum», tamborileos en la mesa con los delgados y nudosos dedos, miradas de lástima e ironía a Elena, suspiros, encogimientos de hombros…
—No, no se aburre.
—¡Ya, ya! —intervino uno de los hombres, riendo—. Como suele decirse, de la boca de los niños sale la verdad. Conocí a tu madre cuando no era mayor que tú, jovencita.
—¿Conoció al viejo Safronov en sus buenos tiempos? —inquirió la señora Manassé—. Cuando vine a vivir aquí, ya era viejo.
—Lo conocí. Dilapidó tres fortunas, la de su madre, la de su mujer y la de su hija, que había heredado del padre de la señora Safronov. Tres fortunas…
—Sin contar la suya, supongo…
—Nunca tuvo un céntimo, lo que no le ha impedido vivir estupendamente, se lo aseguro. En cuanto a Bella, cuando la conocí era una colegiala…
Elena vio mentalmente el retrato infantil de su madre, una niña regordeta de cara redonda y el pelo recogido con una peineta. Pero alejó la imagen de sí: pensar que su temida y odiada madre había sido una niña como todas las demás e incluso que también tenía derecho a reprocharles algo a sus padres, introducía demasiados matices en el sumario y radical retrato que Elena había ido esbozando laboriosamente en su fuero interno.
—Tiene unos bonitos ojos —opinó la señora Manassé.
—Se parece al padre, no se puede negar —terció una voz en tono pesaroso.
—¡Oh, pobrecita!
—¡Bueno! Son cosas que pasan. Pero conozco a uno que siempre ha tenido suerte…
—¡Iván Ivánich, mala lengua, cállese de una vez! —exclamó la señora Manassé con una carcajada y una mirada de soslayo a Elena que significaba: «La niña va a entenderle. Ella no tiene culpa de nada»—. ¿Cuántos años tienes, querida?
—Diez… señora.
—Eres ya mayor… Pronto su madre tendrá que pensar en casarla.
—No le resultará difícil. Tal como le van las cosas, Karol no tardará en convertirse en millonario.
—¡Tampoco hay que exagerar! —respondió la señora Manassé, que de pronto parecía pronunciar las palabras con dificultad, como si le despellejaran la boca al formarlas—. Dicen que ha ganado mucho dinero. Unos aseguran que encontró una nueva mina, lo que, dicho sea de paso, me parece un poco extraño; otros, que mejoró la explotación de la vieja. Es posible. Yo no lo sé. Hay tantas maneras de hacer fortuna para un hombre… hábil. De todas formas, el dinero que se gana deprisa se gasta deprisa, queridos amigos. Correr mundo no siempre es el mejor modo de amasar una fortuna. Por lo demás, Dios sabe que le deseo toda la suerte del mundo a ese pobre hombre…
—Ya sabe lo que se dice: «Afortunado en…».
—Vamos, vamos, cállese… Son ustedes más chismosos que las viejas. No juzguen y no serán juzgados —sentenció la mujer, atrayendo a la niña hacia su pecho y abrazándola.
Elena sintió con asco cómo se hundía entre aquellos pechos calientes, pesados y temblorosos.
—¿Puedo irme a jugar, señora?
—Claro que sí, claro que sí… Corre a jugar, mi pequeña Elena. Diviértete cuanto puedas mientras estás aquí. Ve, mi pobre niña. Qué bien hace la reverencia… Es una niña encantadora.
Elena volvió corriendo al jardín, donde los chicos la recibieron con esos gritos, esos movimientos caóticos, esas muecas con que los niños dan salida al exceso de alegría y cansancio al final de los días festivos.
—¡Adelante! —se limitó a decir ella—. ¡Alineación a la derecha, ar!
Con un palo apoyado en el hombro, la larga pelliza flotándoles a la espalda y la nieve de otoño cubriéndolos con su tenue y seco polvillo blanco, arrastró a los dos lentos, quejumbrosos y jadeantes hermanos en la temprana noche por roderas y arbustos, disfrutando con deleite del viento y el aire acre y húmedo.
Pero el corazón le pesaba, presa de un extraño, complejo e inexplicable dolor.