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En la región del mundo donde había nacido Elena Karol, el atardecer se anunciaba con una espesa polvareda que giraba lentamente en el aire y luego volvía a posarse en la tierra con el relente nocturno. Una turbia luz rojiza vagaba por la franja inferior celeste. El viento llevaba a la ciudad los aromas de las llanuras ucranianas, un tenue y acre olor a humo y la frescura del agua y los juncos que crecían en las márgenes del Dniéper. El viento procedía de Asia. Pasaba entre los montes Urales y el mar Caspio y levantaba olas de un polvo amarillento que crujía entre los dientes. Áspero y cortante, llenaba el aire de un sordo fragor que se alejaba hacia el oeste. Luego todo volvía a la calma. Apagado y sin fuerzas, el sol poniente se hundía en el río, velado por una nube lívida.
Desde el balcón de los Karol se veía toda la ciudad, desde el Dniéper hasta las lejanas colinas. Las pequeñas y vacilantes llamas de las farolas de gas bosquejaban su forma, mientras en la orilla opuesta brillaban las primeras fogatas de primavera, encendidas sobre la hierba.
El balcón estaba rodeado de tiestos repletos de flores elegidas porque se abrían de noche, flores de tabaco, reseda, nardos… Era tan grande que en él cabía la mesa del comedor, las sillas, un confidente de dril y el sillón del viejo Safronov, el abuelo de Elena.
Sentada alrededor de la mesa, la familia cenaba en silencio. La llama del quinqué abrasaba las pequeñas mariposas nocturnas de alas ocres. Inclinándose hacia delante, Elena veía las acacias del patio iluminadas por la luna. El patio estaba desatendido y sucio, pero lleno de árboles y flores, como un jardín. En las noches de verano, los criados se quedaban allí, hablando y riendo. A veces una enagua blanca se agitaba en la oscuridad y, entre los sones del acordeón, se oía una exclamación ahogada:
—¡Déjame, demonios!
La señora Karol levantaba la cabeza.
—Ahí abajo no se aburren, no… —rezongaba.
Elena se adormilaba en la silla. En esa época del año cenaban tarde. Notaba que aún le temblaban las piernas, tensas tras los correteos por el jardín. El pecho se le alzaba en un jadeo al recordar los agudos grititos que exhalaba involuntariamente mientras corría detrás del aro, como un pájaro que deja escapar sus trinos. Su pequeña mano tocaba con placer la pelota negra, su preferida, que escondida en su bolsillo bajo las enaguas de tarlatana le rozaba la pierna. Tenía ocho años. Llevaba un vestido con bordados ingleses sujeto por encima del talle con un ceñidor de muaré blanco y un nudo de mariposa fijado con dos alfileres. Habían salido los murciélagos y, cada vez que uno pasaba volando muy bajo y silenciosamente sobre sus cabezas, mademoiselle Rose, la institutriz francesa de Elena, soltaba un gritito y reía.
La niña entreabría los ojos con esfuerzo y miraba a su familia, sentada alrededor. Veía el rostro de su padre rodeado por una especie de bruma amarilla que temblaba como un halo: la luz del quinqué parecía vacilar en sus cansados ojos. Pero no, era verdad, el quinqué estaba humeando, y la abuela gritaba a la criada:
—¡Macha! ¡Baja la llama!
Mientras comía, la madre de Elena suspiraba, bostezaba y hojeaba las revistas de modas llegadas de París. Su padre no hablaba y tamborileaba suavemente en la mesa con sus dedos largos y delgados.
Elena no sólo se parecía a él, era su viva imagen. Había heredado el ardor de su mirada, su boca grande, aquel pelo rizado y la tez morena, biliosa, que se tornaba amarillenta si estaba triste o enferma. Observaba a su padre con ternura. Pero él no tenía ojos ni caricias más que para su mujer, que rechazaba su mano con expresión malhumorada y caprichosa.
—Déjame, Boris… Hace calor, déjame…
Y se acercaba al quinqué, mientras los demás quedaban en penumbra. Luego suspiraba con cara de hastío y cansancio, al tiempo que se ensortijaba bucles de pelo en los dedos. Era alta y bien proporcionada, con un «porte de reina» y una tendencia a engordar que contrarrestaba con los corsés en forma de coraza que usaban las mujeres en esa época, los pechos sostenidos por dos copas de satén, como frutas en un cestillo. Tenía unos hermosos brazos blancos y empolvados. Cuando la niña veía de cerca aquella carne nívea, aquellas blancas y ociosas manos con las uñas cortadas en forma de zarpas, experimentaba una sensación extraña, próxima a la repugnancia. Por último, el abuelo de Elena completaba el círculo familiar.
La luna derramaba su serena claridad sobre la copa de los tilos. Al otro lado de las colinas cantaban los ruiseñores. El Dniéper deslizaba una deslumbrante blancura. El resplandor lunar hacía brillar la nuca de la señora Karol, que tenía la blanca, dura e impenetrable consistencia del mármol, los plateados cabellos de Boris Karol y la corta y afilada barba del anciano Safronov, e iluminaba débilmente el pequeño, anguloso y arrugado rostro de la abuela, tan vieja, tan cansada, a pesar de sus cincuenta años escasos… El silencio de aquella aletargada ciudad de provincias perdida en lo profundo de Rusia era pesado, hondo, de una tristeza aplastante, sólo roto ocasionalmente por algún coche que botaba por los resonantes adoquines del paseo: un horrendo estrépito de latigazos, golpes de ruedas y maldiciones, y luego el trueno se alejaba… Nada. El silencio. Un roce de alas en los árboles. Una canción lejana en un camino campestre, interrumpida de golpe por una pelea, gritos, pisadas de botas de guardia, por alaridos de mujer borracha a la que arrastran a comisaría… De nuevo el silencio. Elena se pellizcaba suavemente los brazos para no dormirse. Le ardía la cara. Los negros rizos le daban calor en el cuello, así que se pasaba la mano por debajo y los alzaba. Le daba rabia que el pelo largo fuera lo único que permitía a los chicos ganarle en las carreras, cuando se lo cogían al vuelo. Sonriendo con orgullo, recordó que se había mantenido en equilibrio en el resbaladizo borde del estanque. Un delicioso y torturador cansancio le atenazaba las extremidades. A escondidas, se acariciaba las doloridas rodillas, siempre llenas de morados y arañazos. En el interior de su cuerpo, la sangre caliente latía sordamente. Sus impacientes puntapiés martilleaban las patas de la mesa y, a veces, las piernas de su abuela, que se callaba para que no la riñeran.
—Las manos sobre la mesa —le ordenaba la señora Karol con tono desabrido.
Luego volvía a coger la revista de modas y, suspirando con languidez, daba forma a las palabras entre sus labios y murmuraba: «Vestido de cóctel de surá amarillo limón, con dieciocho nudos de terciopelo naranja cerrando el cuerpo…». Sujetaba un mechoncito de negro y lustroso pelo ensortijado con el que se acariciaba las mejillas soñadoramente. Se aburría: no le gustaba reunirse para jugar a las cartas y fumar, como a las mujeres de la ciudad cuando alcanzaban la treintena. El cuidado de la casa y de su hija la horrorizaba. Sólo era feliz en el hotel, en una habitación sin más muebles que una cama y una maleta, en París…
«¡Ah, París!», soñó despierta cerrando los ojos. Comer en la barra del Rendez-vous des Chauffers et des Cochers, pasar noches enteras en un tren si hacía falta, en los duros asientos de tercera, pero ¡estar sola, ser libre! Allí, en cada ventana, unos ojos de mujer clavaban la mirada en ella, sus vestidos parisinos, sus mejillas maquilladas, el hombre que la acompañaba… Allí, todas las mujeres casadas tenían un amante, al que sus hijos llamaban «tío» y con quien su marido jugaba a las cartas. «Pero entonces, ¿para qué tener un amante?», se decía, y volvía a ver a aquellos desconocidos que la seguían por las calles de París. Eso al menos era apasionante, peligroso, excitante… Estrechar en sus brazos a un hombre del que no sabía ni el nombre ni la procedencia, que nunca volvería a verla: era lo único que le provocaba aquel intenso estremecimiento al que aspiraba. «¡Ay! —se lamentaba—. Yo no he nacido para ser una burguesa tranquila y satisfecha, entre un marido y una hija».
Entretanto, la cena había acabado. Boris apartó el plato y colocó en la mesa la ruleta que había comprado el año anterior en Niza. Todos se le acercaron. Lanzaba la bolita de marfil con un deje de rabia, pero a veces, cuando el acordeón resonaba más fuerte en el patio, alzaba en el aire un largo dedo y, sin dejar de jugar, tarareaba la melodía con extraordinaria precisión, y luego seguía silbándola quedamente.
—¿Te acuerdas de Niza, Elena? —preguntó la señora Karol. La niña se acordaba—. ¿Y de París? No te habrás olvidado de París, ¿verdad?
A Elena la embargaba la emoción al recordar París, las Tullerías… (Los árboles de hierro bruñido bajo el suave cielo invernal, el delicado olor de la lluvia y aquella luna amarilla que, en el brumoso y pesado crepúsculo, se alzaba poco a poco sobre la columna Vendôme…).
Karol se había olvidado de quienes lo rodeaban. Tamborileaba nervioso con los dedos en la mesa y observaba la bolita de marfil, que giraba y saltaba locamente.
—El negro, el rojo, el dos, el ocho… ¡Ay! Habría ganado… Cuarenta y cuatro veces la apuesta. Con un solo luis de oro.
Pero la ruleta iba casi demasiado rápida. No daba tiempo a saborear la incertidumbre y el peligro, a desesperarse por la derrota o exaltarse por la victoria. El bacará, sí… Mas era demasiado insignificante, demasiado pobre todavía. Quién sabe, puede que un día…
—¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Señor! —suspiraba maquinalmente la anciana señora Safronov. Cojeaba un poco de una pierna. Las lágrimas habían borrado, desleído sus rasgos, como en una fotografía muy antigua. Su amarillento y apergaminado cuello sobresalía de la camisola blanca de escote encañonado. Se llevaba sin cesar la mano al liso corpiño, como si el corazón le diera un vuelco a cada palabra que se pronunciaba, siempre triste, quejumbrosa, temerosa. Para ella, todo era motivo de suspiros y lamentos—. ¡Ay! —exclamaba—. Qué mala es la vida… Qué terrible es Dios… Qué duros son los hombres… —Y le decía a su hija—: Sí, tienes mucha razón, Bella. Disfruta de la existencia mientras tengas salud. Come… ¿Quieres esto? ¿Quieres aquello? ¿Quieres mi sitio, mi cuchillo, mi pan, mi parte? Toma… Tomad, Boris, y tú, Bella, y tú, Gueorgui, y tú, mi querida Elena… —«Tomad mi tiempo, mis cuidados, mi sangre, mi carne», parecía decir contemplándolos con sus dulces y apagados ojos. Pero todos la rechazaban. Entonces, negaba con la cabeza con suavidad esforzándose por sonreír—. Bueno, bueno, me callo, no digo nada…
Entretanto, Gueorgui Safronov, irguiendo el alto y enjuto cuerpo y la desnuda cabeza, se miraba las uñas con atención. Se las limaba dos veces al día, durante toda la mañana y antes de la cena. Se desentendía de la conversación de las mujeres. Consideraba a Boris Karol un patán. «Qué afortunado se siente de haberse casado con mi hija…». Safronov abrió el periódico. Elena leyó: «La guerra…».
—¿Va a haber guerra, abuelo? —preguntó.
—¿Qué? —Cuando la niña abría la boca, todo el mundo se quedaba mirándola unos instantes antes de responder, primero, para saber la opinión de su madre sobre lo que había dicho y, luego, sin duda, porque estaba tan lejos y era tan pequeña que desde la región en que ellos se encontraban había que hacer un verdadero viaje para llegar hasta ella—. ¿Guerra? ¿Y dónde has oído tú hablar de…? ¡Oh! Tal vez, no se sabe…
—¡Ojalá que no! —exclamó la niña, pensando que era eso lo que debía decir.
Pero todos la miraban burlones. Su padre sonrió con una expresión tierna, melancólica y divertida.
—Tú sí que eres inteligente —dijo Bella negando con la cabeza—. Si estalla la guerra, los tejidos se encarecerán. ¿Acaso no sabes que papá tiene una fábrica de tejidos? —Y rió, pero sin abrir la boca: sus finos labios, que formaban una línea cortante y dura, siempre estaban fruncidos, ya fuera para hacer que la boca pareciera más pequeña, ya porque quería disimular una muela de oro, ya para parecer distinguida. Levantó la cabeza y miró la hora—. Y ahora, ve a acostarte.
Cuando Elena pasó junto a su abuela, ésta la retuvo por el brazo. Los ansiosos ojos y la cara agotada se tensaron.
—Vamos, dale un beso a tu abuela…
Y cuando la niña, impaciente, ingrata, sordamente irritada, se dejó sujetar un instante por aquella descarnada garra, la anciana la estrujó contra su pecho con todas sus fuerzas.
Los únicos besos que Elena aceptaba y devolvía con gusto eran los paternos. Su sangre y su alma, su fuerza y su debilidad, sólo se sentían fraternas y cercanas con él, que inclinaba hacia la niña su pelo gris plateado con reflejos verdosos por la luz de la luna, su rostro todavía joven pero arrugado, fruncido por la atención, sus ojos, tan pronto profundos y tristes como iluminados por el brillo de un malicioso regocijo…
—Buenas noches, mi pequeña Lena… —le dijo sonriendo, tirándole de los rizos.
En cuanto dejaba a sus familiares, la serenidad, la alegría, la ternura pura y sin tacha colmaban de nuevo el corazón de la pequeña, que iba cogida de la mano de mademoiselle Rose. Se acostaba y dormía. La institutriz francesa cosía bajo el haz dorado de la lámpara; la luz atravesaba su pequeña mano, delgada y desnuda, sin anillos. Un rayo de luna se filtraba por el estor blanco con grandes bullones fruncidos. «Elena necesita vestidos, delantales, calcetines… —pensaba mademoiselle Rose—. Crece muy deprisa. —A veces, un ruido, un resplandor, un grito, la sombra de un murciélago, una cucaracha en la blanca estufa, le provocaban un estremecimiento. Suspiraba—. Nunca, jamás me acostumbraré a este país…».