4

Al día siguiente era domingo. Elena entró en el saloncito y sopló sobre los cristales helados para ver el cielo. Todo parecía extraordinariamente alegre, límpido y tranquilo. Vestidos de blanco, los niños jugaban en el jardín nevado. Lucía el sol. En la casa flotaba el aroma a pasteles recién hechos y a crema, que se mezclaba con el de los suelos de madera acabados de fregar. Se respiraba el ambiente de día festivo y su inocente alegría.

De pie ante el viejo espejo, que resplandecía al sol y le devolvía una imagen lejana, turbia, azulada, como cuando nos inclinamos sobre el agua un día de verano, Elena sonreía y contemplaba su vestido blanco de percal almidonado. Vio entrar a Fred Reuss y, sin volverse, le hizo un gesto con la cabeza, que se reflejó en el espejo.

Estaban solos. La atrajo hacia sí con menos brusquedad que la tarde anterior, pero con una irónica zalamería que Elena no le conocía. Se dejó besar, le tendió ella misma la cara, las manos, los labios, saboreando aquellos estremecimientos de placer, aquellas intensas ondas de felicidad que recorrían su cuerpo.

A Elena le parecía más joven que ella, con una juventud persistente e inalterada, y eso era sin duda lo que a sus ojos le confería mayor atractivo. Era tierno, abandonado, confiado, malicioso, colérico y alegre como un niño. Cuando jugaban juntos en la nieve con sus dos hijos, Elena se daba cuenta de que no subía y bajaba sin fin la pequeña colina por tenerla a su alcance, ni siquiera para poder besarla a escondidas, sino porque, como a ella, nada le gustaba más que el aire puro, el sol, los gritos y las caídas en la suave y blanda nieve. A partir de entonces, pasaban la mayor parte del tiempo juntos. Ella le profesaba la ternura más deliciosa e indulgente, que aumentaba y aun aguzaba el áspero sabor que habían despertado sus besos. Pero lo que más le gustaba era la sensación de orgullo que él le provocaba, la conciencia de su poder femenino. ¡Qué satisfacción ver que Fred dejaba por ella a chicas que la miraban por encima del hombro porque tenían veinte años! A veces se alejaba adrede, disfrutando con la silenciosa rabia que le provocaba cuando, en vez de ir a reunirse con él en el jardín, iba a sentarse con su mujer y se ponía a coser a su lado con aire tímido. Cuando bajaba corriendo a la terraza, Fred la agarraba al vuelo del cabello y le susurraba:

—¡Tan pequeña y tan odiosa ya, como una auténtica mujer!

Y se echaba a reír. Pero Elena no se cansaba de la imperceptible mueca que se dibujaba en la comisura de sus labios, ni del relámpago de deseo que lo hacía palidecer.

—Cuando seas mayor, pensarás en mí con gratitud, porque si hubiera querido… —aseguraba Fred, que no obstante era consciente de su propio poder—. Para empezar, habría podido hacerte sufrir de tal modo que habrías cargado con eso toda tu vida y jamás habrías podido hacer gala de esa soberbia y esa seguridad frente al amor… Y luego… Pero ya lo entenderás más adelante, y me estarás muy agradecida… Dirás: «Era un calavera, un mujeriego, pero conmigo se portó como un caballero…». O tal vez pienses: «¡Menudo imbécil!». Dependerá mucho del marido que tengas…

Entretanto, la primavera se aproximaba. En los troncos de los árboles, negros, húmedos y relucientes, parecía germinar una vida secreta. Bajo la gruesa capa nevada se oía el primer temblor del agua prisionera. Las rodadas que ya no cubría la nieve reciente se veían negras de barro seco. Los cañonazos se oían cada día más nítidos: los blancos, las tropas regulares que más tarde formarían el armazón de la nueva república, descendían del norte.

Por la noche, en las habitaciones, la gente, que había perdido el aplomo y la arrogancia, cosía febrilmente las acciones y divisas dentro de los cinturones y los forros de la ropa. En el aturdimiento general, nadie se fijaba en Elena y Fred Reuss, quienes, en cuanto anochecía, bajaban al salón, cuyos cristales se veían rojos porque los incendios, cada vez más cercanos, rodeaban el pueblo con un círculo palpitante y móvil, y cuando soplaba del este, el viento traía un vago olor a pólvora y humo. Estaban solos, intercambiando largos y silenciosos besos en el pequeño diván de bambú, que vacilaba y crujía suavemente en la oscuridad. Por la puerta abierta les llegaba el rumor de pasos y voces en el pasillo. El petróleo escaseaba; la lámpara difundía una claridad rojiza e intermitente. Elena se olvidaba de la gente; tumbada con la cabeza en las rodillas de él, sentía en la mejilla, fuerte pero irregularmente, los latidos del corazón de su compañero, mientras contemplaba sus grandes ojos, oscuros y risueños, que se cerraban con languidez.

—¡Tu mujer! ¡Cuidado! —exclamó de pronto sin moverse.

Pero él, sin hacer caso, bebió lentamente el aliento de los labios entreabiertos.

—¡Bah! ¡Estate tranquila! Con esta oscuridad nadie nos verá… ¡Además, me da igual! —murmuró al fin—. ¡Todo me da igual!

—Pero ¡qué silenciosa está la casa esta noche! —dijo Elena más tarde, apartándose de él.

Fred encendió un cigarrillo y se sentó en el alféizar de una ventana. La oscuridad era densa, opaca, sin un resplandor. Lágrimas de hielo relucían en los cristales. Los viejos abetos crujían débilmente; sus ramas se movían con un ruido ahogado, como un suspiro humano. De pronto, entre los árboles brilló un farol.

—¿Qué es? —preguntó ella distraídamente.

Reuss no respondió. Pegado a la ventana, seguía las luces con la mirada, porque ahora eran numerosas; habían surgido por doquier, vacilaban, se apagaban, reaparecían, se cruzaban como figuras de ballet…

—No lo entiendo… —murmuró, encogiéndose de hombros—. Veo uno, dos, tres mantos de mujer… Pero ¿qué pueden estar haciendo ahí fuera? Parecen buscar algo en la nieve —añadió, mientras contaba una a una las lucecitas que rodeaban la casa—. Pero poco a poco van alejándose.

Volvió junto a Elena, que no se había movido. Ésta sonrió alzando los párpados con esfuerzo: del amanecer a la noche, los trineos, los esquís, las carreras por el campo y aquellos besos agotadores… Cuando anochecía, no pensaba más que en su cama, en el largo y delicioso sueño hasta el día siguiente.

Fred se sentó a su lado y empezó a besarla de nuevo sin preocuparse de la puerta abierta. Ella disfrutaba con delectación e intensidad de aquellos lentos y silenciosos besos, de la claridad rojiza de la lámpara, que chisporroteaba y humeaba, de aquel absoluto abandono, de aquella felicidad, del sentimiento de que el mundo entero podía hundirse y nada lograría compararse jamás al sabor de aquellos labios húmedos, que retenía en la lengua, ni a las caricias de sus manos ágiles y fuertes. A veces lo rechazaba, apartándolo con ambos brazos.

—¿Qué ocurre? ¿Te doy miedo? —le preguntaba Fred.

—No, ¿por qué? —inquiría ella a su vez.

Y aquella inocencia de niña que se dejaba besar como una mujer no hacía más que aguzar el deseo de él.

—Elena… —murmuró.

—¿Sí?

Fred susurraba; un misterioso arrebato le trababa la lengua. Su palidez, su pelo revuelto, sus temblorosos labios, la asustaban, pero la dominaba un placer orgulloso y salvaje.

—¿Me quieres?

—No —respondió ella sonriendo, decidida a que jamás oyera de sus labios una palabra tierna, una confesión de amor. «Él no me quiere, sólo se lo pasa bien conmigo; y si aún me busca, si no lo aburro, es porque no me muestro como una niñita tonta, enamorada y dócil», pensaba, y se sentía tan sabia, tan madura, tan mujer…—. No te quiero, pero me gustas.

Reuss la rechazó enfadado.

—¡Eres ya una vieja! ¡Vete! ¡Te odio!

En ese momento entró la señora Haas.

—¿Han visto? —preguntó muy agitada.

—No. ¿Qué pasa?

Por toda respuesta, la anciana cogió la lámpara y la acercó a la ventana, de modo que la llama fundió el hielo que recubría los cristales.

—Estoy segura de haber visto irse a las criadas hará una hora. Corrían en dirección al bosque, y no han vuelto. —Pegó la cara al cristal, pero la oscuridad era muy densa. Entreabrió la ventana y el viento hizo revolotear los grises mechones de su cabello—. ¿Adónde iban? Ya no se ve nada. ¡Oh, esto acabará mal! ¡Los blancos están cada día más cerca! ¿Creen que vendrán a avisarnos cuando decidan apoderarse del pueblo? Pero ¿quién hace caso a una vieja? Aunque ¡ya verán, ya verán! ¡Quiera Dios que me equivoque, pero presiento una desgracia! —exclamó con tono agudo y quejumbroso, negando con la cabeza como una vieja Casandra.

Elena se levantó y fue a abrir la puerta de la cocina. Entonces vieron que el hogar estaba encendido y seguía ardiendo en la habitación vacía, iluminando la mesa puesta y la cena servida, pero en la enorme cocina, donde habitualmente resonaban voces y pasos, no se veía a nadie. La vecina lavandería también se hallaba desierta, pero las tablas de planchar seguían cubiertas de ropa húmeda cuidadosamente ordenada. Alguien debía de haber ido a buscar a las criadas, que sin duda habían huido al instante.

Elena se dirigió a la escalera de la entrada y llamó, pero no obtuvo respuesta.

—¡Se han llevado los perros! —anunció, volviendo dentro y sacudiéndose la nieve de la cabeza descubierta—. No se los oye, aunque conocen bien mi voz…

De pronto, apareció una mujer.

—¡Los blancos tienen rodeado el pueblo! —gritó.

Empezaron a abrirse puertas. Todos iban con velas, porque era la única iluminación disponible en los dormitorios, y las vacilantes llamitas corrían de habitación en habitación. Los niños se habían despertado y lloraban.

Elena volvió al salón, que entretanto se había llenado de gente. Apretujadas ante la ventana, las mujeres hablaban en voz baja:

—Pero… es imposible, los habríamos oído…

—¿Por qué? ¿Acaso cree que mandan correos? —replicó la señora Haas con sarcasmo.

—¡Uf! —resopló Reuss junto a Elena—. ¡Llévatela y que no oiga más a ese pájaro de mal agüero, o le retorceré el cuello!

—¡Escuchen! —gritó la joven de pronto.

En el silencio, la puerta de la cocina golpeó contra la pared. Todos callaron.

Una de las criadas, la vieja cocinera rusa, cuyo hijo era guardia rojo, apareció en el umbral envuelta en un mantón negro cubierto de nieve, con el miedo dibujado en el cansado rostro y el pelo cano revuelto y caído sobre la frente. La anciana miró a las mujeres que la rodeaban y se santiguó lentamente.

—Recen por las almas de Hjalmar, Iván, Olaf y Erik —murmuró—. Esta noche, ellos y otros chicos del pueblo han caído en manos de los blancos. Los han fusilado y luego han arrojado su cuerpo en el bosque, de cualquier manera. Las mujeres hemos ido a buscar los cadáveres para enterrarlos, pero el cura se ha negado a dejarnos entrar en el cementerio, asegurando que unos perros comunistas no necesitan sepultura en tierra consagrada. Vamos a enterrarlos nosotras mismas en la espesura. ¡Que Dios nos ayude!

La vieja volvió a cerrar la puerta y se fue despacio. Elena abrió la ventana y vio desaparecer a las criadas en la oscuridad, cada una con una pala y un farol, que iluminaba el manto nevado.

—Pero ¿y nosotros? ¿Y nosotros? —gritó el grueso Levy—. ¿Qué va a ser de nosotros en medio de todo esto?

Detrás de Elena se alzó un rumor de voces confusas:

—No tenemos nada que temer de los blancos, es cierto, pero nos hallamos en pleno campo de batalla… ¡Lo mejor sería irnos esta misma noche!

—¡Ya lo decía yo! —respondió la anciana señora Haas visiblemente satisfecha.

—¡Fred! ¿Hay que despertar a los niños? —preguntó Xénia Reuss.

—¡Por supuesto! Y, sobre todo, ponerles ropa de abrigo. ¿Quién me acompaña a buscar caballos?

—Espere hasta el amanecer —aconsejó el viejo Haas—. Está demasiado oscuro. Se arriesga a que lo alcance una bala perdida. Además, ¿adónde vamos a ir en plena noche y con este frío, con las mujeres y los niños?

Las madres iban apareciendo con sus hijos en brazos. Los niños no lloraban, pero abrían los ojos con asombro. Reuss propuso jugar a las cartas para matar el tiempo y, como todas las noches, se prepararon mesas de bridge. Elena miró alrededor; todos los niños, mayores y pequeños, estaban sentados junto a sus madres, que posaban una mano temblorosa en el hombro o la cabeza inclinada de sus hijos, como si aquella débil mano pudiera detener las balas.

Reuss se acercó a su mujer y le cogió el brazo con ternura.

—No tengas miedo, cariño… No hay nada que temer, estamos juntos… —le susurró, y Elena sintió que una mano invisible le estrujaba el corazón.

«Cuánto la quiere… Pero cómo no va a quererla si es su mujer —pensó con sorda cólera—. ¿Qué me pasa? De todas formas, qué sola estoy… —Se alejó, se sentó en el alféizar de la ventana y observó nevar con aire distraído—. Cómo la mira, cómo coge de la mano a sus hijos, cómo los ama… —se decía, torturada por un sufrimiento cuyo nombre mismo ignoraba—. Qué poco le importo yo ahora, aunque sólo hace cinco minutos estaba acariciándome y besándome con tanta ternura… ¡Cuánto me alegro de no haberle dicho que le quería! Pero ¿lo amo? No lo sé; sufro, es injusto, no debería sufrir de este modo, soy demasiado joven… —Miró a su madre y a Max con ira—. Por culpa de ellos… ¡Lo odio! ¡Me gustaría matarlo! —se dijo, observando a su primo, pero mientras los insultos, débiles e infantiles, acudían a sus labios, por primera vez pensó—: ¡Qué tonta soy! La venganza está en mi mano… Si supe atraer a Fred Reuss, detrás del cual iban todas las mujeres… Max no es más que un hombre… Si yo quisiera… ¡Oh, Dios mío, aleja de mí esa tentación! Sin embargo… ella se lo merece… Mi pobre mademoiselle Rose… cómo la hicieron sufrir… ¿Perdonar? ¿Por qué? ¿A santo de qué? Sí, ya lo sé, Dios dijo: “Mía es la venganza”. ¡Me da igual, no soy una santa, no puedo perdonarla! ¡Espera, espera un poco y verás! Te haré llorar como me hiciste llorar a mí… Nunca me enseñaste a ser buena, a perdonar… Es muy sencillo: no me enseñaste más que a temerte y comportarme en la mesa. ¡Qué odioso es todo! ¡Cuánto dolor! ¡Qué malo es el mundo! ¡Espera, amiga mía, espera!».

La lámpara vaciló y se apagó. Maldiciendo, los hombres agitaron los cigarrillos encendidos.

—¡Bueno, cómo no! ¡No queda ni gota de petróleo, y la cocina está vacía…!

—Sé dónde están las velas —dijo Elena.

Encontró dos. Pusieron una entre los jugadores y la otra sobre el piano, para iluminar aquel mísero saloncito que la joven no volvería a ver.

Los niños dormían. De vez en cuando, un hombre comentaba:

—En el fondo, lo mejor sería que nos fuéramos a dormir tranquilamente. Quedarse aquí es ridículo… ¿Qué hacemos aquí?

—No nos separemos, nos sentimos mejor estando juntos… —repetían las mujeres, angustiadas.

Cerca de la medianoche sonaron los primeros disparos.

—Esta vez… —dijeron, palideciendo y soltando las cartas.

Las madres atrajeron a sus hijos hacia sí y los escondieron entre los pliegues de las faldas. El tiroteo tan pronto se acercaba como se alejaba.

—¡Apaguen las luces! —gritó una voz angustiada.

Se abalanzaron sobre las velas y soplaron. En la oscuridad, Elena oía una respiración entrecortada, suspiros:

—Dios mío, Dios mío, Señor…

Rió entre dientes. El silbido de las balas le gustaba. Una exaltación salvaje la hacía estremecerse y temblar de alegría.

«Qué miedo tienen, qué desgraciados se sienten… ¡Yo no tengo miedo! ¡No temo por nadie! Me divierto, me divierto», pensaba, y la batalla, el peligro, el riesgo, se transformaban para ella en un juego terrible y excitante.

De pronto experimentó una energía y un júbilo burlón que no volvería a sentir en toda su vida. Por una especie de premonición, se apresuraba a disfrutarlos, como si adivinara ya que en el futuro cada ser querido, cada amado hijo le robaría un poco de aquella fuerza, de aquella seguridad, de aquel frío coraje, y la haría parecida a los demás, al rebaño, donde cada cual se pegaba a los suyos, a los de su sangre, en la oscuridad. Todos callaban. Las madres cubrían a sus hijos con la bata para protegerlos del frío nocturno, pese a estar convencidas de que ninguno de ellos vería la luz del día. En la negrura se oía el crujido del dinero cosido a los cinturones. Un niño lloraba quedamente. El chal del señor Haas se deslizó al suelo, y el anciano empezó a quejarse y suspirar con tono lastimero.

—¡Dios mío! ¡Qué cargante eres a veces, mi pobre marido! —exclamó su mujer, con lágrimas de irritación y una mezcla de cólera y amor, pensando que la emoción y la noche helada acabarían con el corazón del anciano.

Max y Fred Reuss habían ido al pueblo en busca de caballos. Las horas pasaban y no aparecían.

—¿Alguien tiene licor? —preguntó la señora Reuss—. Cuando vuelvan, deberían beber. La noche es muy fría.

Lo dijo con tono suave y tranquilo, como si se tratara de un apacible paseo por la llanura. «Pobre mujer… ¿Acaso no comprende que podrían no volver?», pensó Elena, encogiéndose de hombros.

Sacudiendo las llaves que llevaba colgadas a la cintura, la señora Haas subió a su habitación y, poco después, reapareció con un frasco de licor. Xénia Reuss le dio las gracias y le cogió la botella de las manos. Entonces, a la llama de un mechero que alguien encendió, Elena reparó en que la joven estaba mortalmente pálida.

«Lo quiere demasiado como para desesperar —pensó, mientras notaba aflorar en ella un tardío remordimiento—. Sin duda, cuando se ama de ese modo, nunca puede admitirse la muerte. Se cree que el amor protege. Incluso si no vuelve, si se extravía en la nieve o lo alcanza una bala perdida, lo esperará… Fielmente. ¿Es posible que no se haya dado cuenta de nada? ¡Oh, no, todo lo contrario! Lo sabe desde hace mucho, pero debe de estar acostumbrada… Y calla. Tiene razón. Fred es sólo suyo…».

Miró a su madre, que temblaba y buscaba ansiosamente una luz en la oscuridad exterior, mientras la señora Haas le decía con una vocecilla pérfida:

—Pero ¿por qué se preocupa, mi querida señora? Su hija está a su lado…

Elena tenía la sensación de que cada uno de aquellos seres reunidos allí le abría involuntariamente el corazón. Sentada en el alféizar, balanceaba las piernas ante aquella masa indistinta que se apiñaba en la noche, mientras oía el estruendo de los disparos, incesante, sordo y grave…

Al cabo de un rato, todos abandonaron el saloncito y se escalonaron en los peldaños de la escalera, pues temían que alguna bala perdida impactara contra las ventanas. Ella se quedó sola con la chica tísica, que había entrado sin hacer ruido, se había sentado al piano y había empezado a tocar a tientas, dejando a las familias con su calor, su ternura de animales en el establo. Elena abrió una contraventana, y la luz de la luna se derramó sobre el teclado y las delgadas manos, que interpretaban una música apasionada y maliciosa.

—¡Mozart! —dijo la chica.

Y siguieron calladas. Nunca habían cruzado una palabra; no volverían a verse… Con la cara entre las manos, Elena escuchaba la tierna, irónica y socarrona melodía, aquellos límpidos y alegres acordes, aquella risa que se burlaba de las tinieblas y la muerte, y sentía hasta el vértigo la orgullosa embriaguez de ser ella misma, Elena Karol, «más fuerte, más libre que todos ellos juntos».

Por la mañana, la llamaron: habían llegado los caballos.

—Puede que no haya sitio para todo el mundo —advirtió Reuss—. Las mujeres y los niños primero.

—No. Todos juntos —replicaron al unísono los demás.

—Todos juntos… —dijo Bella, cogiendo de las manos a Max. Sólo entonces se acordó de la existencia de su hija—. ¿Tienes el abrigo? ¿Y un chal? —añadió atropelladamente—. A tu edad, todavía tengo que ser yo la que piense en todo…

Elena se acercó a Fred.

—¿Adónde van ustedes? ¿No podríamos ir juntos?

—No. Tendremos que separarnos en el linde del bosque para no llamar la atención, y cada cual irá con los suyos.

—Comprendo —murmuró la joven.

Los coches esperaban en fila ante la escalinata, como cuando iba a ver bailar a los guardias rojos, ahora muertos y enterrados.

Incendios lejanos iluminaban el horizonte, y los abetos nevados parecían rosáceos bajo el suave gris del cielo del amanecer.

—¡Adiós! —se despidió Fred, y, tras posar furtivamente los labios en la fría mejilla de Elena, repitió—: ¡Adiós, mi pobre niña!

Luego, se separaron.