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En otoño, los Karol ya no vivían en un hotel, sino en un piso amueblado de la rue de la Pompe que había pertenecido a una estadounidense casada con un duque italiano, donde todos los sillones eran de terciopelo con escudos bordados y los respaldos acababan en una corona de madera dorada. A veces, Boris Karol arrancaba distraídamente las perlas de una corona y jugueteaba con ellas. Desde que había vuelto de América, un simulacro de vida familiar reunía de vez en cuando a Elena, sus padres y Max. Con la cabeza apoyada en el cojín adornado con inciertos escudos de armas, Boris miraba sonriendo a su mujer y su hija. Aquellos momentos eran un oasis en su vida, le proporcionaban un dulce y monótono bienestar del que disfrutaba raras veces y durante breves instantes, pero con satisfacción, como quien toma infusiones digestivas cuando tiene el estómago estragado por el vino y la comida picante. Elena conocía esa expresión tan infrecuente en el atormentado rostro paterno y, en su fuero interno, la llamaba: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Bella parecía más pesada y plácida; eran los momentos en que la pasión que ardía sin descanso en su alma se apaciguaba. Max fumaba. Elena, con el cabello iluminado por la lámpara, leía. Bella, para complacer a su marido o porque el amor maternal no era completamente inexistente en ella, sino débil y cobarde, decía a media voz:
—Elena empieza a formarse…
Y no veía posarse en la cabeza inclinada de su hija la intensa mirada de Max, desviada al instante. Sin embargo, cuanto más se suavizaba su madre, con más fuerza sentía Elena agitarse en su corazón un odio aún más vivo y feroz que cuando era niña.
«Entonces habría bastado con tan poco… —pensaba—. Ahora es demasiado tarde. Jamás la perdonaré. Podría perdonarla si me hiciera daño ahora, como soy hoy en día… Sí, creo que la disculparía… Pero no se perdona una infancia destrozada».
De vez en cuando, alzaba la vista y buscaba inconscientemente en las profundidades del espejo su moreno y redondo rostro infantil, su gran boca, sus oscuros bucles… Pero sólo veía a la muchacha que empezaba a formarse, como decía Bella, aunque sobre todo a perder su aire de orgullo e inocencia, cuyo rostro se hundía bajo los pómulos en el lugar preciso donde más tarde aparecerían las primeras arrugas…
Eran veladas en familia en el centro de aquel París extraño, febril y frío, en aquel piso amueblado donde nada les pertenecía, como, por otra parte, nada les había pertenecido jamás en ninguna casa, entre los libros, los retratos, los objetos que compraban por lotes y que lentamente iban cubriéndose de polvo, bajo arañas con las bombillas medio quemadas, que nadie se acordaba de cambiar y que arrojaban con parsimonia una luz amarillenta y escasa… Las rosas, que nadie cuidaba, se marchitaban en los floreros; el piano, cuya tapa nadie levantaba, permanecía arrumbado en un rincón, entre cortinas de encaje a mil francos el metro, desgarradas y agujereadas por brasas de cigarrillos. Las alfombras estaban llenas de ceniza. El criado, despectivo y silencioso, servía el café en una esquina del aparador y desaparecía con la agria sonrisa con que juzgaba severamente a aquellos «extranjeros chiflados». A Elena ni siquiera se le pasaba por la cabeza la idea de intentar poner un poco de orden y armonía en aquella casa. Estaba demasiado acostumbrada a acampar en todas partes para considerar aquellos muebles, aquellos objetos, como suyos. Incluso las colgaduras y los libros que adornaban su habitación le inspiraban esa mezcla de hostilidad y desconfianza. «¿Para qué? Seguro que cuando empezara a sentirme a gusto, pasaría algo y tendríamos que marcharnos…».
Cuando había ganado en el Círculo, Boris Karol, contento y travieso como un niño, contaba recuerdos de su infancia, libre y miserable. Elena escuchaba como si su sangre reconociera aquellas historias. Cerraba los ojos y le parecía que también ella había vivido en aquellas calles negras de hollín, jugado en el polvo o el barro, dormido en el fondo de una de aquellas casuchas bajas de las que hablaba su padre, donde en invierno encendían una vela junto a la ventana para fundir el hielo.
Bella, demasiado nerviosa para permanecer inactiva, pero cuyas manos nunca se habían ocupado de una tarea útil, descosía vestidos. Se los habían entregado por la mañana, procedentes de Chanel o Patou; por la noche, ya no eran más que un revoltijo de telas y bordados deshechos.
No reparaba en la mirada de Max posada en su hija. Tampoco oía su voz insegura, no la inquietaba la extraña suavidad que transfiguraba su rostro, el leve estremecimiento que agitaba sus manos cuando rozaba sin querer el brazo desnudo de Elena. Para ella, la joven seguiría siendo una niña mientras viviera.
«Es el reino del sucedáneo —pensaba Elena—. Papá juega con papeles e imagina que es dinero. Reciben a todos los rastacueros de París, y llaman a eso la “buena sociedad”. No me dejan cortarme el pelo, que me llega a la espalda, y ella cree que eso basta, que tendré doce años eternamente y Max nunca se dará cuenta de que soy una mujer… Espera, amiga mía, espera…».
Un día, cuando Karol se fue al Círculo, al que acudía todas las noches en cuanto daban las once, Bella le hizo una seña a Max.
—Salgamos… Hace tan buen tiempo… Vayamos al Bois.
Era una hermosa noche de primavera. Max aceptó. Bella abandonó la sala para ponerse el sombrero. De pronto, Elena cogió la mano del joven.
—No quiero que salgas —le dijo.
—¿Por qué? —murmuró Max.
—No quiero —repitió ella en tono de caprichosa súplica.
Durante largos instantes se miraron, y entre ellos se produjo el silencioso consentimiento que une a un hombre y una mujer cuando, sin haber intercambiado una palabra ni dado o recibido un beso, todo está dicho, decidido, consumado irremediablemente.
No obstante, Max aún sentía en su fuero interno el peso de su amor por Bella. Su carácter dominante, sus caprichos, su locura, cuanto había despertado en él un sentimiento sensual, pesado e intenso de amor, de deseo, refluía lentamente y, como la ola que se retira y deja al descubierto la playa, que una ola más fuerte vuelve a abrazar y cubrir, en el lugar que ocupó el antiguo amor surgía otro que se parecía a aquél como a un hermano y traía consigo los mismos celos, la misma tiranía, la misma ternura, torturante y cruel.
—¿Por qué? —repitió él sin mirarla, mientras la sangre se agolpaba tumultuosa en su rostro, extendiéndose hasta las hundidas sienes.
—Es que me aburro… ¡Oh, Max, me aburrí tanto en mi infancia por tu culpa…! ¿No podrías concederme ahora ese pequeño capricho? —pidió en voz baja.
Él le lanzó una mirada implacable, que desvió al instante.
—Está bien, pero tú también me concederás un capricho cuando yo quiera…
—¿Cómo?
Max la vio retroceder y, esforzándose en reír, murmuró:
—Estaba bromeando, por supuesto…
Esa noche, cuando Bella reapareció, Max le anunció que no saldría y la pasó fumando nerviosamente, apagando uno tras otro los cigarrillos apenas empezados. Parecía extraviado, pálido, ansioso. Al final, se marchó. Elena oyó el ruido de la puerta cochera cuando se cerró a sus espaldas en la calle desierta. Bella seguía sentada e inmóvil, mirando el vacío con ojos humedecidos.
La joven cruzó la habitación y se asomó a la ventana. La luna iluminaba la acera. Un árbol mecía sus ramas, flexibles y todavía frágiles, en las que brotaban las primeras hojas. Miró la torre Eiffel, por la que se deslizaban unas letras luminosas: «Citroën, Citroën…».
«Qué feliz soy… —pensó con asombro—. Sin embargo, tampoco es para tanto…».
Tintabel, el gato negro que Max le había regalado, el ser al que más quería en el mundo después de a su padre y el único al que podía acariciar, cuidar y tener a su lado, estaba en la barandilla del balcón. A veces, Elena lo apretaba contra su pecho y le decía: «A ti sí que te quiero… Estás caliente, estás vivo, te adoro…». Y el animal alzaba el morro hacia la luna.
«Soy feliz porque he logrado mis fines, porque Max me ama… —se dijo, pues sabía perfectamente que la quería, pero la facilidad de aquella conquista la decepcionaba y humillaba—. No, no es eso… Es todo junto, es sin duda porque soy joven», pensó, saboreando la alegría de los dieciocho años, que en ella no se manifestaba con el arrebato y el aturdimiento de la juventud, sino con una especie de bienestar, la sensación de tener un cuerpo ágil y fuerte, una sangre joven que corría tranquila y alegremente por sus venas.
Alzó en el aire sus hermosos brazos, finos y bien torneados, sus delgadas y ágiles manos. Miraba regocijada el pálido reflejo de su rostro en el cristal. El gato se acercó ronroneando para restregar contra ella su negra y suave cabeza.
Elena silbó de un modo especial que el felino reconocía y que lo hacía maullar suavemente con una especie de acariciante alegría.
—Tintabel…
Dejó que sus largos cabellos pendieran en la oscuridad. Le gustaba contemplar así la ciudad dormida, con sus temblorosas lucecitas, y aspirar la oscura y perfumada brisa que soplaba débilmente desde el Bois de Boulogne.
En un banco, frente a ella, un hombre y una mujer se besaban. Los miró con curiosidad y desdén.
«Qué feo y tonto es el amor… ¿Y Fred? ¡Bah, aquello fue sólo un divertimento!».
—Tintabel… —le dijo al minino—: Qué sabio se vuelve uno cuando envejece…
Se inclinaba sobre la barandilla balanceándose maquinalmente, saboreando el peligroso placer de estar así, medio suspendida en el vacío, y le parecía oír una voz querida, ahora silenciosa: «No lo hagas, Lena… No se debe coquetear con juegos peligrosos; en eso no radica el auténtico valor…».
Pero esas palabras tenían un significado que la joven no quería entender. «¿El auténtico valor? Sí, claro: humillarse, perdonar… Pero no, no… ¡No se me puede pedir eso, no se me puede pedir semejante cosa! Para empezar, cuando vea que el juego ha llegado demasiado lejos, me retiraré… Pero no antes de haberla hecho sufrir, al menos un poco. Nunca será tanto como yo sufrí por su culpa… Sólo un poco…».
Se volvió, miró a su madre detenida y cruelmente, entornando los ojos, y dijo:
—¡Qué noche tan hermosa! ¡Qué alegría tener dieciocho años! ¡Oh, no me gustaría ser vieja, mamá, mi pobre mamá!
Bella se estremeció. Elena vio que las odiadas manos, tan blancas y con aquellas uñas afiladas que habían perdido su reluciente dureza con la edad, temblaban.
—También tú envejecerás como los demás, hija mía —respondió en tono débil y monótono—. Entonces verás lo divertido que es…
—¡Bueno, pero aún me queda mucho, mucho tiempo! —canturreó la joven.
Su madre se levantó y salió dando un portazo. Una vez sola, Elena notó que los ojos se le empañaban.
«Pero bueno, ¿qué me pasa? —pensó, encogiéndose de hombros—. ¿Acaso me da pena? ¡No, y además tampoco tengo la culpa de que envejezca! Le bastaba con no buscarse un gigoló quince años más joven que ella. Pero yo… no soy mejor que ellos…».