7

En verano, cuando el calor aflojaba, Elena iba a jugar al parque. El aire, enturbiado por el polvo, olía a estiércol y rosas. En cuanto cruzaba el paseo, los ruidos de la ciudad cesaban. La calle estaba flanqueada por jardines y viejos tilos silvestres. Al final de los caminos de acceso al parque, las casas apenas eran visibles; a veces, entre las ramas se distinguían las paredes rosáceas de una pequeña capilla y un campanario dorado. Jamás pasaban coches, y apenas algunos viandantes. Las hojas caídas amortiguaban las pisadas. Elena corría feliz e impaciente, para volver junto a mademoiselle Rose tras las mil vueltas y revueltas de los niños y los perros que van de paseo. Se sentía libre, contenta, fuerte. Llevaba un vestido blanco con bordados ingleses y tres volantes, adornado con un cinturón de muaré, con dos cintas en forma de frágiles conchas abiertas de par en par, bien sujetas con un par de alfileres a las enaguas de tarlatana almidonada; un sombrero de paja con encaje; el pelo recogido con un lazo blanco, escarpines de charol, y calcetines de seda negra con calados. Pese a ese atuendo, conseguía correr, brincar, subirse a todos los bancos, saltar para aplastar las hojas verdes, mientras mademoiselle Rose le decía:

—Te vas a estropear el vestido, Lena…

Pero ella no le hacía caso. Tenía diez años. Sentía la dura y amarga alegría de estar viva con una especie de embriagadora plenitud.

Frente al parque arrancaba una corta calle en pendiente donde, en las aceras, unas ancianas acuclilladas y descalzas, que se protegían la cabeza del sol con un pañuelo blanco, vendían fresas y rosas recién cortadas, mientras maceraban unas manzanitas verdes en cubos de agua.

A veces, por la calle desfilaban procesiones de peregrinos llegados para visitar los famosos monasterios del Dniéper. Precedidos por un espantoso olor a miseria y pústulas, berreando himnos, avanzaban seguidos por una nube de polvo amarillento. Las pálidas y transparentes flores de los tilos caían sobre sus descubiertas cabezas y se enganchaban en sus enmarañadas barbas. Los obesos prelados, con el pelo largo y lacio, llevaban a pulso los pesados iconos de oro, que resplandecían en un haz de fuego bajo la claridad solar. El polvo, la música militar, los gritos de los peregrinos, las semillas de girasol revoloteando por el aire, creaban una embriagadora y exultante atmósfera festiva que aturdía, encandilaba y repelía vagamente a Elena.

—¡Ven aquí, deprisa! —la urgía mademoiselle Rose agarrándola de la mano y tirando de ella—. Están sucios… Traen consigo todas las enfermedades… ¡He dicho que vengas! Elena…

Todos los años, en la misma época, siguiendo la estela de los peregrinos, las epidemias asolaban la ciudad. Los niños eran los más afectados. El año anterior había fallecido la hija mayor de los Grossmann.

Elena obedecía y corría, pero seguía oyendo largo rato el eco de los cánticos, que llevado por el viento se alejaba hacia el Dniéper.

En el parque sonaba música militar. La banda de metales y tambores tocaba con brío, mientras alrededor los estudiantes rodeaban lentamente el estanque y, de izquierda a derecha, en sentido inverso, las chicas del instituto paseaban cogidas del brazo. Por encima de la muchedumbre, la estatua del zar Nicolás I recibía y repartía generosamente los ardientes rayos del sol.

Los estudiantes y las alumnas de instituto se sonreían y hablaban en voz baja cuando se cruzaban, intercambiaban flores, cartitas, promesas… El amor, los tejemanejes del deseo y la coquetería pasaban de largo junto a Elena, no porque los ignorara, sino porque no sentía curiosidad por «eso», como lo llamaba mental y despectivamente.

«Qué tontos son, con esos guiños, esas risitas y esos grititos…».

Los juegos y las carreras, eso sí le gustaba. ¿Había algo más divertido que correr con la melena azotándote el rostro, las mejillas ardiendo como llamas y el corazón latiéndote desbocado? La respiración jadeante, el loco movimiento del parque girando alrededor, los gritos que uno profería sin darse cuenta… ¿Qué mejor placer que ése?

Más deprisa, cada vez más deprisa… Chocando contra las piernas de los viandantes, resbalando al borde del estanque, yendo a caer en la suave y fría hierba…

Estaba prohibido meterse en los senderos oscuros, donde las parejas se besaban en los bancos a la sombra. Sin embargo, Elena y sus compañeros de juegos siempre acababan allí, arrastrados por la carrera; pero sus indiferentes ojos infantiles miraban sin ver los pálidos rostros pegados uno a otro, unidos por las tiernas y temblorosas bocas.

Un día, en el verano de sus diez años, saltó al sendero, rasgándose los volantes de encaje en las lanzas de la verja, y se escondió en la hierba. En un banco, enfrente de ella, unos enamorados se acariciaban. El estruendo de feria que colmaba el parque al atardecer empezaba a apaciguarse; ya no se oía más que un lejano y delicioso murmullo, el sonido de los surtidores de agua, los trinos de los pájaros, palabras sofocadas… Los rayos del sol no penetraban bajo la bóveda de los robles y tilos; tumbada boca arriba sobre la hierba, Elena veía palpitar la luz de las seis de la tarde en los árboles. El viento le secaba el sudor que le resbalaba por la cara, dejándole en la piel un frescor delicioso. Que los chicos la buscaran… En realidad la aburrían… Posándose en las altas hierbas, los insectos revoloteaban, dorados y transparentes. Cuando se quedaban quietos, Elena se divertía soplando con suavidad sobre sus alas, que parecían despegarse con dificultad, hincharse y, de pronto, desaparecer contra el cielo azul. Imaginaba que así los ayudaba a alzar el vuelo. Rodó voluptuosamente por la hierba, aplastándola con sus pequeñas palmas, frotando con languidez la mejilla contra el oloroso suelo. A través de la verja divisaba la ancha calle vacía. Un perro se lamía las heridas tumbado sobre unas piedras, quejándose con sonoros gañidos. Las campanas repicaban suave y perezosamente. Al rato pasó un grupo de peregrinos, cansados y sin cantar, arrastrando en silencio los pies descalzos por el polvo, mientras las cintas del icono que encabezaba la comitiva ondulaban apenas en el aire apacible.

En el banco, una chica ataviada como las estudiantes de instituto de la ciudad —uniforme marrón, delantal negro y el cabello recogido en un moñito redondo bajo el canotier de paja— y Posnanski, el hijo de un abogado polaco, se besaban.

«Idiota…», pensó Elena.

Miró irónicamente la mejilla rosa, escarlata, encendida bajo la onda de pelo negro. Con aire triunfal, el chico se echó atrás la gorra gris de estudiante, adornada con el águila imperial.

—Tiene usted unos prejuicios tontos, Tania, permítame decírselo —murmuró él con la desigual voz ronca del chico que está mudándola, pero que a veces recupera las suaves inflexiones femeninas del niño—. Si usted quisiera, esta noche iríamos a orillas del río, con el claro de luna… Si supiera qué bien se está allí… Encenderíamos una hoguera en la hierba y nos tumbaríamos. Se está tan cómodo como en una cama, y se oye cantar a los ruiseñores…

—¡Oh, calle! —murmuró la chiquilla, enrojeciendo y rechazando débilmente las dos manos que le desabrochaban el vestido—. Pues claro que no iré… Si se enteraran en mi casa… Y tengo miedo, no quiero que usted me desprecie… Ustedes son todos iguales…

—¡Querida! —exclamó el chico, y atrajo el rostro de la muchacha hacia el suyo.

«Pobre tonta —pensó Elena—. ¿Qué gusto, qué satisfacción puede encontrar, digo yo, en restregar la mejilla contra esos duros botones de metal, en sentir en el pecho esa basta tela de uniforme y esa boca, seguro que húmeda, sobre la suya? ¡Puaj! ¿Y a eso lo llaman amor?».

La impaciente mano del chico tiró con tanta brusquedad de la hombrera del delantal negro que la tela cedió. Elena vio surgir dos pequeños pechos apenas formados, blancos y delicados, que los ávidos dedos del enamorado acariciaron.

—¡Uf! ¡Qué horror! —murmuró.

Volvió la cabeza y la hundió en la hierba, que se mecía suavemente, porque con el atardecer se había levantado viento. Olía al cercano río y los juncos, a las cañas que lo rodeaban. Por unos instantes, se imaginó el lento cauce bajo la luna y las hogueras encendidas en sus orillas. El año en que había contraído la tos ferina, como el médico había aconsejado un cambio de aires, su padre la había paseado en barca, a veces al atardecer, después del trabajo. Por la noche, se paraban en uno de los pequeños monasterios blancos que se alzaban de trecho en trecho en los islotes. Hacía tanto tiempo de eso… Pensó vagamente que en esa época la casa parecía diferente, más semejante a las de otras personas, más «natural»… Buscó en vano otra palabra y repitió mentalmente: «Más natural… Se peleaban, pero… no era lo mismo. Todo el mundo se pelea. Ahora, ella nunca está… ¿Dónde se meterá, digo yo, durante noches enteras?».

Pero, mientras se lo preguntaba, recordó de pronto que a veces su madre hablaba del Dniéper a horas nocturnas y del canto de los ruiseñores posados en los viejos tilos de la orilla…

Se puso a silbar por lo bajo, cogió una rama caída en la hierba y empezó a quitarle la corteza.

—El Dniéper a la luz de la luna, la noche… El amor, los enamorados, el amor… —murmuró. Tras una leve vacilación, pronunció en voz baja la palabra de las romanzas francesas que hacía suspirar a su madre—: Amante… Un amante, así lo llaman…

Pero aún rebuscaba con malestar en el fondo de su memoria… Ya era hora de volver; los primeros chorros del aspersor rociaban las lilas, cuyo dulce y penetrante aroma impregnaba el aire. Se levantó y avanzó hacia el banco, mirando a otra parte.

Sin embargo, cuando llegó al final del sendero, con una oscura sensación de asco, vergüenza y atracción, no pudo evitar echar una ojeada furtiva a los enamorados, que permanecían inmóviles. Su silencioso beso era tan dulce y profundo que, por un segundo, una dolorosa ternura penetró en el corazón de Elena como una flecha. Luego se encogió de hombros y, con indulgencia, como una vieja, se dijo: «¡Bah! Si tanto les gusta, que sigan».

Saltó la verja, arañándose de lo lindo las desnudas pantorrillas con las zarzas, y, dando un largo rodeo, volvió al sendero donde mademoiselle Rose bordaba dos puntillas de Irlanda para el cuello de su vestido.

Regresaron a casa, la niña silenciosa, con la cabeza gacha junto a la institutriz. En el ocaso, aún se distinguía claramente la estatua de Nicolás I sobre su pedestal, con aquella cara alelada, amenazando a la ciudad dormida, pero las calles ya no eran más que tinieblas, olores, murmullos, el último piar adormilado de los pájaros, las rápidas sombras de los murciélagos sobre la luna, una hermosa luna redonda y sonrosada…

A esas horas, su hogar se hallaba vacío… Su madre estaría Dios sabe dónde. El abuelo, tomándose un helado en la terraza del café François y acordándose de Tortoni entre suspiros. El aromático helado se derretía con el calor, en el verde atardecer. Leía los periódicos franceses, que restallaban alegremente en sus astas al suave viento. Aunque su nieta no lo sabía, el viejo Safronov pensaba en ella con afecto y ternura. No quería a nadie más en el mundo… Bella era una egoísta, una mala madre…

«En cuanto a su conducta, gracias a Dios ya no es asunto mío… Además, tiene razón, pues lo único bueno del mundo es el amor. Pero la pequeña… Es tan inteligente… que sufrirá mucho… Ya comprende, presiente…». ¡Bah! ¿Qué podía hacer él? Odiaba las discusiones, los sermones, las peleas…

A su edad, se merecía que lo dejaran tranquilo. Y estaba el dinero, el dichoso dinero… Aunque el dinero no era de Bella, ésta siempre sabía darle a entender hábilmente que gracias a ella y su marido podían vivir… Y del mismo modo no dejaba de recordarle la fortuna dilapidada… Su querida hija… Sin embargo, Bella lo quería; estaba orgullosa de él, de su eterna juventud, de su elegante ropa, de su perfecto acento francés… La convivencia era bastante fácil, no se molestaban ni se vigilaban. Más adelante todo se arreglaría… Bella envejecería. Sería como las otras, y entonces se entretendría con chismes, con cartas, y quizá se le despertara una tardía ternura por su hija…

Todo era posible… Nada tenía demasiada importancia. Pidió otro helado de pistacho y lo saboreó lentamente contemplando las estrellas.

En casa, la abuela iba de una ventana a otra, suspirando:

«Oh, Elena… Mi nieta todavía no ha vuelto… Esta mañana ha llovido… pero mademoiselle Rose la educa a la francesa… ¡A la francesa, Dios mío! —pensaba con inquina—. Mira que exponer a la niña a esas corrientes de aire, con esas ventanas abiertas…».

¡Oh, cómo detestaba a esa institutriz! Un odio tímido pero profundo le henchía el corazón, aunque se mentía a sí misma cuando se limitaba a decir: «Esas institutrices, esas extranjeras, no pueden querer a la niña como nosotras…».

La niña caminaba en silencio. Tenía sed. Pensaba con avidez en el sabor de la leche fría que la esperaba, vertida en un viejo cuenco azul en el rincón del lavabo, en su habitación. Bebería con la cabeza echada hacia atrás; sentiría deslizarse por sus labios, por su garganta, la leche helada y dulce… Como si aquella luz fría aumentara la deliciosa sensación de la sed saciada, hasta imaginaba la resplandeciente luna tras los cristales. Y de pronto, bruscamente, en el umbral mismo de la puerta, se acordó de la camisa que había descubierto en la habitación de su madre, la camisa desgarrada como el delantal de aquella colegiala… Soltó un débil gemido de sorpresa, al tiempo que experimentaba la satisfacción intelectual del descubrimiento. Cogió la mano de mademoiselle Rose y, sonriendo mientras clavaba en ella sus maliciosos y brillantes ojos negros, dijo:

—Ya lo sé. Ella tiene amantes, ¿verdad?

—Calla, calla, Elena… —murmuró la institutriz.

«Me ha entendido a la primera», pensó la niña.

Soltó un leve y alegre chillido de pájaro y saltó sobre el viejo mojón canturreando:

—¡Un amante…! ¡Un amante…! ¡Tiene un amante…! ¡Oh, qué sed! —añadió de pronto con languidez, al ver encenderse la lámpara de su habitación—. ¡Oh, mademoiselle Rose, querida mademoiselle Rose! ¿Por qué no me dejan comer helados?

Pero la institutriz, absorta en sus pensamientos, no respondió.