5
Helsinki, adonde acabaron llegando los Karol en primavera tras un largo y agotador viaje, era una pequeña ciudad blanca, tranquila y encantadora. En las calles, los arbustos de lilas habían florecido. Era la época del año en que el cielo nunca oscurece y conserva hasta la mañana una luz lechosa, la suave transparencia de un crepúsculo de mayo.
A Elena la hospedaron en casa de la viuda de un pastor finlandés, fru Martens, persona de mérito, cargada de virtudes e hijos. Era una mujer menuda, delgada y ágil, de pelo rubio, piel seca, y cuya nariz rosácea, que un buen día se le había congelado, seguía partida por la mitad y de un tono violáceo. Enseñaba alemán a Elena y le leía Mutter Sorge en voz alta, mientras la joven veía moverse bajo la amarillenta piel del viejo y reseco cuello un huesecillo puntiagudo y prominente como una nuez. Sin escuchar ni una palabra, se sumía a su antojo en sus ensoñaciones.
No era infeliz, pero se aburría mortalmente. No es que echara de menos a Fred; muy al contrario, extrañamente lo había olvidado. Pero añoraba la libertad, los espacios abiertos, el peligro, la vida al límite que había conocido y que no podía borrar de su memoria.
Por la tarde, cuando los pequeños Martens cantaban a coro «O Tannenbaum, o Tannenbaum, wie grün sind deine Blätter!», y ella escuchaba con agrado sus sonoras y dulces voces, al mismo tiempo pensaba: «El estruendo de los cañones… El peligro, ¡lo que sea! Pero ¡vivir, vivir! O, si no, ser como las demás… ¡Tener una madre como las demás! Aunque no, es demasiado tarde… Tengo dieciséis años, pero mi corazón está emponzoñado…».
La luna otoñal derramaba su fría claridad en el pequeño salón, adornado con lustrosas plantas. Elena, de pie junto a la ventana, miraba el golfo, que espejeaba en la oscuridad, y se decía: «Quiero vengarme… ¿Es que voy a morirme sin haberme vengado de ellos? —Porque, desde la noche en que esa idea le había pasado por la mente por primera vez, se alimentaba de ella, la acariciaba sin cesar—: ¡Quitarle a Max! ¡Hacerles pagar a ambos lo que me hicieron sufrir! ¡Yo no pedí nacer! No, preferiría no haber nacido… Pero no pensaron en mí, eso está claro… Me echaron al mundo y me dejaron crecer… ¡Bueno, pues no es suficiente! ¡Es un crimen traer hijos al mundo y no darles una pizca, unas migajas de amor!
»¡Vengarme! ¡Ay, a eso no puedo renunciar! ¡No me lo exijas, Dios mío! Creo que preferiría morir antes que renunciar… Quitarle el amante… ¡Yo, la pequeña Elena!».
Sólo veía a su madre y a Max los domingos, cuando venían de visita, apenas se quedaban un instante y enseguida se marchaban. A veces, Max dejaba unos marcos sobre la mesa.
—Para que te compres caramelos…
Cuando se iban, Elena daba el dinero a los criados y tardaba un buen rato en dominar los temblores de odio que la sacudían de pies a cabeza.
No obstante, había advertido un cambio entre su madre y Max. Aún era sutil e indefinible, pero sus palabras eran diferentes, y sus silencios también. Siempre se habían peleado, pero ahora el tono de sus disputas era más acre y estaba cargado de impaciencia y cólera.
«¡Son como un matrimonio!», se decía.
Estudiaba el rostro de su madre prolongada y cruelmente. Podía observarla cuanto quisiera, pues los duros ojos maternos nunca se posaban en ella. Bella parecía estar continuamente pendiente de Max; espiaba con apasionada atención cada movimiento de sus facciones, mientras que él volvía la cara, como si le costara soportar su mirada.
Bella empezaba a envejecer; los músculos de su rostro se aflojaban; bajo los afeites, su hija veía aparecer las arrugas, que el maquillaje embadurnaba sin enmascarar, y resurgían en forma de finas y profundas líneas en las sienes y en las comisuras de los ojos y los labios. La superficie maquillada se agrietaba, perdía su aspecto terso y cremoso, se volvía grumosa, más basta y áspera. En el cuello, empezaba a aparecer el triple surco de la cuarentena.
Un día se presentaron después de una riña más larga y dolorosa que de costumbre. La joven lo adivinó de inmediato por la expresión dolida e irritada de su madre, por el temblor de sus crispados labios.
—¡Qué calor hace aquí! ¿Estás estudiando bastante, Elena? ¡El año pasado no hiciste nada! ¡Qué mal te peinas! ¡Con el pelo echado atrás pareces cinco años más vieja! No tengo ganas de cargar eternamente con una hija casadera… ¡Por Dios, Max, deja de dar vueltas como un león enjaulado! Pide que nos sirvan té, hija…
—¿A esta hora?
—¿Pues qué hora es?
—Las siete. Os esperaba antes.
—Bien puedes aguardar a tu madre una hora… ¡Oh, la ingratitud de los hijos y de todo el mundo…! ¡Ni un alma que te quiera, que tenga compasión de ti! Nadie…
—¿Tanto hay que compadecerte? —le preguntó Elena con suavidad.
—Me muero de sed —dijo Bella, que cogió un vaso de agua y bebió con avidez.
Tenía los ojos empañados. Cuando volvió a dejar el vaso, su hija vio que se pasaba un dedo por las cejas disimuladamente y se miraba en el espejo con ansiedad, pues las lágrimas le habían estropeado el maquillaje.
—¡Esto empieza a resultar insoportable! —murmuró Max entre dientes con dificultad.
—¿Ah, sí? ¿Eso crees? Y la noche que pasé esperándote, mientras tú, con tus amigos y esas mujeres…
—Pero ¿qué mujeres? —suspiró el joven, exasperado—. ¡Querrías encerrarme bajo siete llaves y que no viera, que no oyera, que no te respirara más que a ti!
—En otros tiempos…
—¡Sí, exacto, eran otros tiempos! ¿Es que no lo comprendes? Sólo se es joven e insensato una vez… Se puede arrojar todo por la ventana, la familia, el pasado, el futuro, una vez, sólo una… ¡A los veinticuatro años! Pero la vida pasa, las personas cambian, se hacen mayores, más sabias… Pero ¿tú? ¿Tú? Eres tirana, egoísta, exigente… Te vuelves odiosa para los demás y para ti misma… Estos días soy infeliz, ya lo ves, estoy triste, cansado, irritado… No tienes piedad de mí… ¡Y sólo te pido una cosa! ¡Déjame solo! ¡No me arrastres detrás de ti como acostumbras, como a un perro atraillado! Déjame respirar…
—Pero ¿se puede saber qué te pasa? ¿No te parece increíble, Elena? No recibe cartas de su madre, cartas de su querida mamá… ¿Y acaso es culpa mía? Dime, ¿es culpa mía?
Max, nervioso, dio un puñetazo en la mesa.
—¿Le importa eso a la niña? ¡Oh, basta, basta de lágrimas! ¡Te lo juro, Bella, si empiezas de nuevo a llorar, me voy y no vuelves a verme en la vida! ¡Al menos, antes eras tan dura contigo misma como con los demás! Eso tenía una especie de atractivo… —añadió, bajando el tono—. En mi corazón, te llamaba Medea… Ahora…
«Sí —pensaba Elena, callada e invisible en la penumbra—, estás envejeciendo… Cada día que pasa te arrebata un arma y me la entrega a mí. Yo soy joven, tengo dieciséis años, te lo quitaré, te robaré a tu amiguito, y para ello no hará falta ni mucho tiempo ni mucha astucia, ¡ay, ni mucho esfuerzo!… Y cuando te haya hecho sufrir bastante, lo mandaré a paseo, porque para mí siempre será el odiado Max de mi infancia, el enemigo de mi pobre institutriz muerta… ¡Oh, qué bien voy a vengarla! Pero todavía he de esperar…».
Se acordaba vagamente de aquellas tardes de su infancia, al regreso del parque, cuando caminaba muerta de sed bajo la bóveda de tilos, aspirando su aroma y soñando con la leche fría que la esperaba en un cuenco azul, y de cómo avivaba aquella sed: entornaba los ojos e imaginaba la sensación suave, fría, líquida, de la lecha helada en la garganta. Luego, en su habitación, seguía exacerbando aquel deseo: sostenía el cuenco entre las manos largo rato, acercaba la cara y se mojaba los labios, antes de beber a grandes tragos.
En ese momento, sonó el teléfono. Elena levantó el auricular. Era una llamada para Max.
—Es para ti —le dijo—. Noticias de Constantinopla. Llaman de tu hotel.
Max le arrancó el auricular de las manos. Elena vio que su rostro se demudaba. El joven escuchó unos instantes sin decir nada, luego colgó y se volvió hacia Bella.
—Bueno… —dijo en voz baja—, ya puedes estar contenta… Ya me tienes para ti sola. ¡No me queda nada, nada aparte de ti! Mi madre ha muerto… sola, como ella misma había predicho… ¡Oh, seré castigado, seré castigado terriblemente! Así que el peso que me ahogaba era eso… Murió en el hospital, en Constantinopla; quienes me acaban de anunciar su muerte son unos desconocidos… Estaba sola… ¿Y mis hermanas? ¿Qué habrá sido de ellas durante ese viaje en el que yo no estaba a su lado para protegerlas, para acudir en su ayuda, mientras permanecía contigo, contigo y los tuyos? ¡Ah, jamás te lo perdonaré!
—Pero ¡te has vuelto loco! —gritó Bella deshecha en lágrimas, tendiendo hacia él el crispado rostro, en que el maquillaje se estropeaba—. ¿Es culpa mía? No seas cruel… ¡No me rechaces! ¡Me castigas por tus propios errores! ¿Te parece justo? ¡Sí, no quise perderte, quise retenerte! ¿Acaso alguna mujer habría actuado de otro modo? ¿Es culpa mía?
—¡Todo es culpa tuya! —gritó Max, rechazando con violencia a Bella, que se agarraba a su ropa—. ¡Oh, basta, basta! —exclamó con odio—. ¡No estamos en el quinto acto del ambigú! ¡Déjame! —Y abrió la puerta.
—¡No me abandonarás! —chilló aún Bella—. ¡No tienes derecho a abandonarme! ¡Perdón, Max, perdón! ¡Ah, soy más fuerte de lo que crees! ¡Tengo más poder sobre ti de lo que imaginas! No podrás abandonarme…
Elena oyó el portazo en la calle desierta.
—Cállate, por favor —dijo, con la voz temblándole de cólera—. No estamos en nuestra casa.
Bella se retorcía las manos, fuera de sí.
—¿Eso es cuanto se te ocurre decir? ¡Me ves desesperada, y ni una palabra de compasión, ni una caricia…! ¿Es que no has visto cómo me trata? ¡Su madre ha muerto de un cáncer de pecho! ¿Acaso es culpa mía?
—No es asunto mío.
—Tienes dieciséis años. Ya sabes cómo es la vida. Lo sabes perfectamente.
—No quiero saberlo…
—¡Maldita mocosa egoísta, corazón de piedra!… ¡Después de todo, eres hija mía! Ni una palabra de afecto… ¡Ni un beso!
Fru Martens entreabrió la puerta.
—¡La cena está servida! ¡A la mesa, Yelenchen!
Elena tendió la frente hacia los labios maternos, que la rehusaron, y fue a reunirse con fru Martens, quien, ya ante la humeante sopera, daba gracias a Dios por el pan de cada día. El odio y la cólera palpitaban en el corazón de la joven.
«¡Ah, realmente sería demasiado fácil!», pensaba.