10
Boris Karol todavía se arrastró algún tiempo por diversas ciudades balnearias; luego viajó a Suiza, pero volvió a París moribundo. Hasta el último instante, intentó poner buena cara, no admitir la derrota. Una sola vez, delante de su hija, cuando se encontraba en una pequeña estación termal de Auvernia donde llovía a cántaros y, a través de las hojas empapadas, se filtraba una siniestra luz verdosa, había dicho:
—Se acabó…
Estaba de pie ante un armario con espejo, sujetando dos cepillos de ébano que se pasaba alternativamente por el fino y cano pelo, alisándolo despacio. De repente, se detuvo y se acercó a la luna; reflejaba la claridad verde del parque, y el pálido y macilento rostro parecía más enfermo, gastado hasta el último límite de la vida. Sentada junto a él, Elena oía llover con tristeza. Boris Karol alzó en el aire un largo dedo, silbó sonriendo melancólico un fragmento de La Traviata y canturreó con suavidad:
—Addio, bella Traviata… —Luego, se volvió hacia Elena, la miró con una especie de severidad, negó con la cabeza y dijo—: Sí, hija mía, es así… Ni tú ni yo podemos evitarlo…
Y salió de la habitación.
Entretanto, el dinero se iba por todos lados, sin razón, igual que había llegado… Karol seguía jugando. Escupiendo sangre, zafándose de su hija y los médicos, corría a encerrarse en los míseros casinos de las estaciones termales, donde jugaba y siempre perdía. Sentía que su vida había entrado en una mala racha, pero no cejaba. También perdía en la Bolsa: tenía participaciones en cada quiebra. «Afortunadamente, todo el dinero está a nombre de Bella. Cuando ya no haya nada, ahí aún quedarán varios millones; pero hay que guardarlos para el final…», pensaba para consolarse.
Un día, en París, escupió más sangre de lo habitual. Su hija estaba sola con él. Karol acababa de recibir una carta que le anunciaba la bancarrota de una sociedad de la que era el accionista mayoritario. Aparentemente, la había leído sin inmutarse.
—Qué mala pata, ¿eh? —se había limitado a decir—. Pero esto se arreglará…
Poco después, la sangre había empezado a manar a borbotones de su anhelante boca. Elena consiguió detenerla como el médico le había enseñado; luego, mientras su padre, pálido y exhausto, descansaba, corrió a buscar a Bella. Estaba en el cuarto de baño, en manos de la masajista; un olor a crema y alcanfor impregnaba el ambiente. Su madre permanecía sentada ante el espejo de cuerpo entero, que tenía los tres paneles desplegados, mientras, de pie junto a ella, una mujer le cubría la cara con un líquido espeso.
—¡Deprisa, deprisa! —gritó Elena entre jadeos—. ¡Ha vuelto a vomitar sangre!
—¡Oh, Dios mío! ¡Qué desgracia! —exclamó muy alterada Bella, haciendo ademán de levantarse—. ¡Corre, vuelve junto a él! Yo no puedo moverme…
—Te repito que está vomitando sangre… ¡Tienes que venir ahora mismo!
—Y yo te repito que no puedo moverme… Es un tratamiento muy delicado; me están quitando piel de la cara, y puedo estropeármela… ¿Qué haces ahí? —gritó colérica—. ¡Llama al médico! Haz algo útil en vez de quedarte como un pasmarote. ¡Voy dentro de cinco minutos!
Cuando regresó junto a su padre, la hemorragia había cesado por completo y Karol estaba tranquilo.
—Vete, cariño —le dijo éste, haciéndole una seña—. Tengo que hablar con tu madre.
El matrimonio permaneció encerrado el resto de la tarde. Un pesado silencio flotaba sobre la casa. Elena se paseó de una ventana a la otra, sintiéndose débil, insignificante y perdida ante el trágico horror de la vida. Por fin, su madre salió de la habitación deshecha en llanto.
—Quiere recuperar el dinero que me había dado… —le explicó muy agitada a su hija—, pero no me queda nada… Apenas cien mil francos… Lo invertí todo, sin decírselo, en el negocio del azúcar en que acaba de perder lo demás… ¡Es culpa suya! Aseguraba que era muy buen negocio… ¡Qué le vamos a hacer! Así es la suerte… De todas formas, el pobre no lo habría disfrutado mucho tiempo…
«Cómo miente; está guardando el dinero para su amante», se dijo la joven.
—Además, no entiendo lo que dice tu padre —continuó Bella—. ¡Vamos! Es imposible que no le quede nada…
—¿Por qué imposible? —preguntó Elena con frialdad.
—Porque tenía una fortuna enorme…
—Bueno, pues se ha esfumado deprisa. Eso es todo.
—¡Qué le vamos a hacer! —repitió Bella encogiéndose de hombros—. Es espantoso.
Y se echó a llorar de nuevo.
Antaño tomaba cuanto le apetecía de un modo brusco, arbitrario, despótico; pero era innegable que la edad la había derrotado. Los hombres ya no la querían ni la obedecían como antes. Retomaba costumbres de la infancia, que regresaban del fondo del pasado, cuando era una chica gorda malcriada por la admiración de su pusilánime madre: los lloriqueos, los caprichos, los ataques de nervios, las lágrimas fáciles y abundantes, las exclamaciones quejumbrosas:
«¡Qué desgraciada soy! ¿Qué he hecho, Dios mío, para merecer este castigo?».
Al oírla, su marido entró en la habitación caminando con dificultad.
—No llores más, cariño… —le pidió, acariciándole el cabello con suavidad—. Las cosas se arreglarán… Me curaré, todo irá bien… Es una mala racha, un mal momento que superaremos… —repetía con voz débil y jadeante. Cuando su mujer salió, se volvió hacia su hija—. Pobre Bella, no debería haberle confiado ese dinero…
—Está mintiendo, papá —masculló Elena.
—¡Cállate! —gritó su padre en un arranque de cólera, volviéndose hacia ella—. ¿Cómo te atreves a hablar así de tu madre? —Su hija lo miró entristecida y no replicó—. Y aunque fuera verdad… tiene razón… Lo perdería todo… La suerte me ha abandonado… Aunque fuera cierto… —repitió de forma mecánica tras una vacilación.
Y calló. Pero Elena intuyó lo que estaba pensando: «Aunque fuera cierto, prefiero no saberlo».
Porque el ser humano, para vivir, necesita un mínimo de aire respirable, cierta dosis de oxígeno e ilusión. Boris seguía viendo en su mujer a la muchacha orgullosa que lo había conquistado antaño, la hija de Safronov, la joven en traje de noche, la mujer que lucía batas de encaje, se perfumaba la larga cabellera y era para él la imagen del refinamiento y de una vida excitante y lujosa. Con el tiempo, había conocido a mujeres más jóvenes y hermosas, pero continuaba sintiendo por la suya la misma admiración e idéntica ternura. Y quizá fuera demasiado orgulloso para admitir la derrota, incluso en su vida familiar… ¡Cómo había refutado siempre la verdad! Elena se acordó de la escena de San Petersburgo, cuando aún era una niña y escribía a escondidas en los libros de clase cosas más que evidentes, más que sinceras.
—Ven conmigo —le pidió su padre pasándose la mano por los ojos lentamente—. Me gustaría revisar unos documentos…
Ella lo siguió hasta su despacho. Karol le señaló una llave.
—Cógela. Abre la caja fuerte —indicó con voz débil y jadeante. Contenía una caja de cigarros, una botella de aguardiente añejo y varias fichas de cien francos en un bolso gastado, recuerdo del primer viaje a Montecarlo… Karol las acarició y jugueteó con ellas—. Coge la hoja que hay dentro de ese sobre amarillo y lee lo que pone, pero despacio, cariño, con voz muy clara…
—Diecisiete mil acciones de la Brazilian Match Corporation… —leyó Elena.
Su padre se había llevado las manos a la cara y respondía en tono bajo, monótono y ahogado:
—En quiebra…
—Las acerías de Bélgica… Veintidós mil acciones…
—Liquidación judicial…
—Las termas de Santa Bárbara… Doce mil acciones…
—Quiebra…
—El casino de Bellevue… Cinco mil acciones…
A eso ni siquiera respondió, sino que se limitó a encogerse de hombros y a esbozar una sonrisita de hastío. La joven prosiguió con la lectura. Su padre respondía a cada nombre con la misma voz apagada:
—Por el momento, nada que hacer…
—Es todo, papá —dijo al fin Elena, doblando la lista lentamente.
—Bien. Gracias, hija… Ahora, vete a dormir, es tarde… ¡Qué le vamos a hacer! No es culpa mía; nunca imaginé que acabaría tan rápido… La vida pasa muy deprisa…
Elena lo dejó a solas. Desde el comienzo de la enfermedad, dormía solo en otra ala de la casa y, por la noche, nunca cruzaba el salón, en el que, por indicación del médico, siempre se dejaban abiertas las ventanas para renovar el aire. La joven se dirigió a su dormitorio. En el de su madre había luz y, mientras cruzaba el cuarto de aseo que separaba ambas habitaciones del fondo, echó un vistazo a través de la puerta acristalada, porque creyó reconocer el peculiar sonido de unas tijeras al cortar papeles gruesos. Bella estaba sentada en la cama, semidesnuda, con la cara preparada para la noche, cubierta con una mascarilla de crema y con la barbilla sujeta con una cinta de goma. Sobre las rodillas tenía un montón de papeles cuidadosamente doblados, en los que su hija logró leer: «Deuda del Estado». Estaba cortando los cupones con las tijeras y guardándolos en un sobre.
«Un regalito para su amante», se dijo Elena, que con el rostro pegado al cristal observaba ansiosamente conteniendo la respiración. Le daba la sensación de no haber visto nunca a su madre con tanta claridad, con una mirada tan lúcida y serena. Seguía teniendo un cuerpo espléndido, unos hombros y unos brazos admirables, «un porte de reina», mantenido a base de cuidados, masajes, ejercicios de gimnasia… Pero, sobre sus hermosos hombros, redondeados y blancos, se alzaba un cuello de arpía, como si a un cuerpo decapitado se le hubiera pegado la cabeza de otra mujer. A eso había llevado el adelgazamiento forzado: a un cuello que era una sucesión de pliegues y michelines de grasa, entre los que se perdía el collar de perlas. La cara mostraba la huella de todos los tratamientos de belleza que deberían haberla alisado y rejuvenecido, y sólo habían conseguido transformarla en un laboratorio, en un campo de experimentación. Y lo que, sobre todo, ningún cosmético podía disimular era el alma de aquella mujer, a la que Elena había conocido egoísta, dura, imperfecta, pero humana, capaz de mostrarse tierna, aunque sólo fuera con Max, y a quien la vejez había petrificado, convertido en un monstruo. Aquellos ojos fríos, muy abiertos entre las tiesas pestañas maquilladas que parecían palitos, traslucían dureza e irritación; los marchitos labios, vicio; y la cara en su conjunto, macilenta, tensa e inmóvil bajo la máscara de cremas, mentira, falsedad, crueldad y astucia.
Se alejó con sigilo, pensando: «Papá tiene que ver esto. Ha de recuperar su dinero…».
Pero cuando, al llegar al salón, descubrió a Karol dormido, con los ojos cerrados en el demacrado rostro y una mueca de cansancio en los labios, comprendió que su padre no tardaría en liberarse de aquello y que le quedaba muy poco. Se inclinó hacia él y le rozó la frente con los labios.
—¿Eres tú, Bella? —murmuró y, sin alzar los párpados, soltó un débil suspiro de satisfacción y siguió durmiendo.
Murió algún tiempo después. Pasaba los días tranquilo, dormitando a todas horas. Estaba acostado, con la cabeza fuera de la cama, pues ya no tenía ánimo para levantarla, igual que si un peso invisible la atrajera hacia el suelo. El largo cabello plateado se le desparramaba sobre el cuello. Era un día de junio, pero húmedo y fresco. Apartaba la ropa con impaciencia, y sus pies, desnudos, lívidos y helados, descansaban encima de las sábanas. Su hija cogió entre las manos uno de aquellos frágiles y fríos pies e intentó en vano calentarlo. Su padre agitó la mano y le señaló la cartera, que estaba sobre la mesa. Le hizo señas para que la abriera. Contenía cinco billetes de mil francos.
—Para ti… —murmuró—. Sólo para ti… Es todo lo que tengo…
Luego gimió y miró la ventana. La enfermera corrió las cortinas.
—¿Vas a dormir, papá? —le preguntó Elena.
Boris suspiró y repitió en tono apagado:
—Dormir…
Se puso la mano bajo la cabeza y, en el instante de la muerte, recobró la amplia y confiada sonrisa de niño, cerró los cansados ojos, se quedó rígido y no volvió a despertar en este mundo.