2

Los años 1914 y 1915 habían pasado con mortal lentitud.

Una tarde, Max entró en el comedor, donde Elena estaba sentada en un gran sillón rojo, medio oculta bajo los periódicos que la rodeaban, aquellos diarios de la guerra, que aparecían con columnas enteras en blanco y que nadie más leía en casa de los Karol, salvo la última página, la de la Bolsa. El joven sonrió. Qué graciosa era aquella chica… Tenía el pecho estrecho y plano, los delgados y frágiles brazos sobresalían de las cortas mangas del vestido de lana azul; un delantal blanco de batista con grandes pliegues, a la moda alemana, le cubría el cuerpo; sus negros cabellos estaban peinados en tupidos bucles alrededor de la cara, que empezaba a adquirir el tono verdoso, cadavérico, de los niños de San Petersburgo, criados sin aire ni luz, sin más ejercicio que una hora de patinaje dominical.

Al verlo, Elena se quitó las gafas con gesto brusco, pues la envejecían y afeaban aún más. Tenía la vista débil, fatigada por el brillo de la luz eléctrica, encendida desde el amanecer.

—¿Llevas gafas? —dijo su primo, sonriendo—. ¡Mira que eres rara, mi pobre niña! ¡Pareces una viejecita!

—Sólo para leer y trabajar —respondió ella, sintiendo que la sangre se le agolpaba en las mejillas.

Max la vio enrojecer con satisfacción burlona y cruel.

—Pero ¡qué coquetería! Pobre chica… —repitió, y la desdeñosa conmiseración de su tono le provocó a Elena un estremecimiento de cólera—. ¿Dónde está tu madre?

Señaló la habitación de al lado con ademán hosco, pero, en ese preciso instante, la puerta se abrió, y Bella, en bata, con ondas de encaje que apenas ocultaban sus pechos, avanzó hacia Max y le tendió la mano para que se la besara. Se miraron en silencio y, poco a poco, lentamente, el joven bajó los párpados mientras apretaba los labios con expresión de ávido deseo. Luego pasaron al salón.

«¿Y se creen que no me doy cuenta? Es inconcebible…», pensó Elena, y reanudó la lectura de la prensa.

La guerra… ¿Quién pensaba en aquella casa en la contienda, aparte de mademoiselle Rose y ella? El dinero abundaba, el vino corría… ¿Quién veía a los heridos, a las mujeres enlutadas? ¿Quién oía las pisadas de los soldados en la calle al amanecer, ese monótono ruido de rebaño camino del matadero?

Miró el reloj. Las ocho y media. Las clases y los deberes se habían sucedido desde la mañana sin un instante de respiro. Pero le gustaban los libros y el estudio, como a otros el vino, porque ayuda a olvidar. ¿Qué otra cosa conocía? Vivía en una casa desierta y silenciosa. El sonido de sus pasos en las habitaciones vacías, la quietud de las gélidas calles tras las ventanas cerradas, la lluvia o la nieve, la temprana oscuridad, una lámpara fija que, encendida frente a ella, iluminaba las largas veladas y que miraba durante horas, hasta que empezaba a balancearse lentamente ante sus cansados ojos… Ése era el escenario de su existencia. Su padre casi nunca estaba en casa; su madre volvía por la noche y se encerraba en el salón con Max; y ella no tenía amigas: en aquellos tiempos, había cosas más importantes que el bienestar de los niños…

Un criado entró para correr las cortinas. En el salón de al lado se oyó la risa ahogada de Max.

«¿Qué harán ahí dentro esos dos? ¡Bah! En el fondo, me da igual, con tal de que me dejen en paz…».

Aspiró el olor a tabaco que se filtraba por debajo de la puerta. Su padre aún no había llegado. Volvería entre las nueve y las diez, y cenarían comida fría o quemada. Traería consigo a invitados a quienes ella sólo conocía por el nombre genérico de «hombres de negocios», febriles, inquietos, de ojos impacientes y manos tensas y ávidas como garras. Cerró los ojos, creyendo oír ya la palabra que siempre tenían en la boca, la única que entendía, que oía resonar, zumbar alrededor, que poblaba sus sueños y vigilias: «Millones… millones… millones…».

El criado se detuvo en el umbral, miró el reloj y negó con la cabeza.

—¿La señorita sabe a qué hora llegará el señor?

—No.

Apartó la cortina y miró la calle, acechando la luz del trineo en la nieve. Poco a poco, todo se borraba en torno a ella. Se sumió voluptuosamente en una vívida ensoñación, como antaño, cuando jugaba a ser Napoleón… Pero ahora la ocupaban otras ensoñaciones, en las que siempre aparecían los mismos sentimientos imperiosos, dominantes… Se imaginaba como reina… como un temido estadista… como la mujer más hermosa del mundo… Esa ensoñación era nueva. La acariciaba con cuidado, como si contuviera un misterioso fuego.

«¿Seré hermosa? No, claro —se decía con tristeza—. Ahora estoy en la edad ingrata, no puedo estar guapa… De todos modos, jamás seré hermosa; tengo la boca grande, mal color… Dios mío, haz que todos los hombres se enamoren de mí cuando sea mayor…».

Se estremeció: acababa de entrar su padre, seguido por dos hombres, Slivker, un judío de ojos azabache, que al hablar sacudía el brazo con un movimiento espasmódico, como si aún llevara el lote de alfombras que sin duda había empezado vendiendo por las terrazas de los cafés, y Alexandr Pávlovich Chestov, hijo de uno de los efímeros ministros de la Guerra de la época.

Elena se sentó en su sitio al lado de mademoiselle Rose. El aparador crujía bajo el peso de la vajilla de plata, comprada en una sala de subastas, porque la vieja aristocracia estaba acabando de arruinarse y vendía a peso todas sus pertenencias a los hombres de negocios enriquecidos.

«En esta casa, todo es como en una guarida de ladrones, de segunda mano», pensaba Elena. La pesada plata procedía de diferentes ventas; no se habían tomado la molestia de mandar borrar las iniciales, las coronas, los emblemas que la adornaban. A los Karol sólo les interesaba el peso. En un rincón había porcelanas de Capodimonte todavía envueltas en papel de embalar. Estatuillas de Sèvres y platillos de una delicada pasta rosa decorada con figuras y flores se amontonaban en los estantes. Bella los había comprado la semana anterior en la sala de subastas, pero seguían allí, tristemente, sin usar, en su embalaje de paja y papel de seda. Del mismo modo, la biblioteca se había adquirido por metros pero, salvo Elena, nadie abría los volúmenes de tafilete blasonado que contenía.

«¿Dónde se pueden conseguir retratos de antepasados?», bromeaba Bella.

Lo único nuevo eran las pieles traídas de Siberia. Elena había visto cada armiño, cosido al abrigo de su madre, cada una de aquellas pequeñas y estrechas pieles, despojos de animales muertos, arrojada sobre la mesa, manoseada por manos ávidas.

—Alexandr Pávlovich…

—Salomón Arkádievich…

Al hablar, Chestov entornaba los ojos con desdén y adelantaba con precaución su larga cabeza cubierta de ralos y engominados cabellos rubios, como si le diera miedo respirar un aire nocivo junto a aquellos judíos, mientras Slivker le devolvía una mirada de desprecio, pero atemperada por el temor.

El comedor también estaba atestado de los ramos y ramilletes de flores que recibía Bella Karol. Desde el comienzo de la guerra, Boris Karol era muy rico, y todo el mundo lo halagaba.

Al sentarse a la mesa, Bella cogió una rosa roja y se la puso a Max en el ojal. La bata de encaje se le abrió sobre el pecho, pero ella se la cerró sin prisa, pues tenía un escote bonito.

El maître recorrió la mesa seguido por el joven criado que llevaba el caldo en una sopera de plata con el escudo grabado de los Bezborodko. La cristalería era de Baccarat, y aunque casi todos los vasos estaban ya desportillados, a nadie le importaba; todos parecían presentir que aquella riqueza era pasajera, que se iría como había llegado y, surgida de la nada, se disolvería en sombra y humo.

Mademoiselle Rose se inclinó hacia Elena y, en voz muy baja, le preguntó con ansiedad:

—¿Has leído los periódicos?

—Sí. Todo sigue igual —respondió Elena con tristeza—. Están como matando el tiempo…

—Ustedes no lo entienden —decía en ese momento Slivker—. La guerra es nuestra oportunidad. Hacen malabarismos con papeles que mañana valdrán menos que eso —añadió extendiendo la mano hacia las pequeñas rosas rojas aromáticas que adornaban la mesa—. Lo que se necesita, lo que es importante en la guerra, son las armas, las municiones, las piezas de artillería… Y además es nuestro deber patriótico.

—¿Y si la contienda acaba en un mes? —objetó Chestov con voz aguda y autoritaria—. Nos quedaríamos con las existencias en las manos…

—Si tuviéramos que pensar en mañana… —replicó Slivker sonriendo, y apartó el plato vacío, mientras el hijo del ministro lo observaba con aristocrático desdén a través del monóculo que, tras sacarlo del bolsillo y hacerlo girar entre los dedos lenta y delicadamente, como si fuera una flor, se había colocado en la órbita del ojo, contrayendo bruscamente los músculos faciales.

—Me parece que nuestra conversación no es muy interesante para la señora —dijo amablemente en francés, inclinándose hacia Bella.

—Está acostumbrada —aseguró Slivker.

—No es prudente comerciar con lo que usted propone —terció Karol—. Es un tema que afecta a la defensa nacional. No, lo que se precisa son pertrechos para soldados: uniformes, botas, comida…

El esturión a la gelatina, servido sobre un lecho de hierbas entrelazadas con las bolas doradas de los huevos mimosa, apareció sostenido por los brazos estirados del maître, al que seguía la salsera de plata, adornada con cornamusas y pastorcillos en relieve.

Por unos instantes, comieron en silencio.

—… El negocio está en los cañones… —oyó decir Elena al levantar la cabeza—. En España quedan algunos que datan de 1860, todavía excelentes, por otra parte. Parece que disparan mejor que los de aquí —añadió Slivker, que acababa de comerse el pescado en dos bocados y estaba escogiendo al azar uno de los vinos servidos en las copas que tenía delante. Se decantó por el Barsac dulce que en casa de los Karol se servía con el pescado. Tras beber un trago, esbozó una leve mueca de asco. Era abstemio, no fumaba y no habría tocado a una mujer, una carta ni una costilla de cerdo si las circunstancias no lo hubieran obligado a girar en torno a los miembros del gobierno, que no concebían las conversaciones de negocios más que alrededor de una mesa servida o en compañía de zíngaras. «Vive con los perros, pero no como ellos», solía decirle a Karol, que sí era aficionado al juego, los buenos vinos y las mujeres. «Te perderán»—. Un buen negocio, y grande… —prosiguió—. Podríamos hablarlo si les interesa… Unos cañones estupendos —aseguró, dejándose llevar al fin por su carácter y poniendo por las nubes aquellas armas desconocidas, como si estuviera vendiendo medias de puerta en puerta.

—Perdone, pero si son de 1860…

—¿Y por qué iban a ser peores que los de ahora? ¿Cree usted que nuestros padres no eran tan listos como usted y como yo? ¿Por qué? ¿En qué se basa para afirmarlo?

—Perdone —repitió Chestov, eligiendo una copa con cuidado. Bebió lentamente con una sonrisita, los labios fruncidos y una mirada desdeñosa—. Usted…

—¡No, perdone usted! No confundamos las responsabilidades de cada uno… Después de todo, no soy quién para dictaminar si esos cañones son buenos o malos. No soy ingeniero, y tampoco artillero. Soy un especulador, un hombre de negocios. Ésa es mi tarea —dijo Slivker, dándole la espalda a Chestov para servirse las perdices a la crema que le ofrecían y olisquear y rechazar con cara de asco la lechuga, porque esa hortaliza no le inspiraba la menor confianza—. Yo voy al Ministerio de la Guerra y digo: «Miren. Me ofrecen esto o aquello. ¿Lo quieren? Estudien si les interesa». Como comprenderá, no cargo con semejante responsabilidad. ¿Que ustedes lo quieren? Vale tanto. ¿Que no lo quieren? Adiós y tan amigos. Naturalmente, sería conveniente que comprendieran… que todo el mundo —dijo, recalcando las palabras y clavando en Chestov su penetrante e irónica mirada—, que todo el mundo comprendiera cuál es su interés.

—El interés de Rusia —replicó Chestov con severidad y lanzando inquisitivas miradas, como si quisiera recordarles que era el representante del gobierno y se reservaba el derecho de sondear sus corazones y riñones en nombre del emperador.

—Claro, claro —le respondieron al instante—. Por cierto, ¿quién ha leído los periódicos?

—Tráigalos —ordenó Bella al criado.

Se los pasaron de mano en mano echando un rápido vistazo a los titulares, analizaron con atención la página de la Bolsa y a continuación los dejaron caer al suelo, de donde el joven criado los recogió hechos un rebujo, arrugados por manos impacientes, para ponerlos en la bandeja de plata sobredorada con cepillo a juego, ambos marcados con el escudo de los condes Petscherski.

—Nada nuevo. Otra guerra de cien años —sentenció Max, y miró a Bella con languidez y deseo—. Qué aroma tan delicioso tienen esas rosas…

—Son las suyas —aclaró ella, sonriendo y mostrando el cestillo de filigrana de plata en que las flores se abrían al calor de la mesa.

—En lo tocante a esos cañones —proseguía entretanto Chestov—, no comparto su entusiasmo, mi querido… —Fingió tratar de recordar un nombre—. Hum… Salomón Salomónovich…

Slivker percibió la intención sutil, pero se encogió de hombros, como si pensara: «Llámame cerdo si quieres, pero haz lo que te digo».

—Arkádievich, amigo mío, Arkádievich, no se preocupe… ¿Decía usted?

—Esos cañones… ¿No le parece que podían servir para otra cosa? Se me ocurre que podría aprovecharse la chatarra. Naturalmente, en estas cuestiones sólo soy un profano, pero creo que hace falta chatarra.

Llegados a ese punto, Slivker se permitió resoplar. Eligió los espárragos sin prisa y no respondió hasta pasado un rato.

—¿Quiere comentárselo a su padre?

—Por Dios, eso no compromete a nada… Naturalmente, no comprará a ciegas…

—Pero no está solo en la Comisión…

—Bueno, los otros… Es cuestión de persuasión, ¿sabe?

—De dinero —puntualizó Karol, que solía llamar a las cosas por su nombre.

—¡Pues sí!

—¡Pobre país! —exclamó Slivker, que, una vez conseguido lo que quería, estaba dispuesto a halagar a Chestov.

—Cuando, como en este caso, se trata de un negocio altamente patriótico, el mal no es tanto, pero si ustedes supieran… Sin embargo, no puedo traicionar los secretos de los dioses —dijo Chestov.

—Sé de un negocio mejor que el de sus cañones españoles —aseguró Karol—. Una fábrica confiscada al comienzo de la guerra a un grupo austríaco y que va a ser explotada. Lo sé de buena tinta. Hay que comprar el paquete de acciones. Están a cinco. Dentro de dos meses estarán a quinientos. No entiendo por qué no se hacen más negocios limpios.

—Porque cuando se empieza un negocio —repuso Slivker con agresividad— nunca se sabe si será limpio.

—Como demuestra su negocio de galletas para los soldados —replicó Karol, sonriendo con malicia.

—Bueno, ¿y qué?

—Estuvo calentándonos la cabeza durante seis meses. Resultado: kilos de pan podrido.

—La harina era de primera calidad —respondió Slivker con aire ofendido—. Tenía apalabrados a los mejores minoristas. Por desgracia, se pensó en construir los hornos para rebajar los gastos y, como nadie sabía las dimensiones exactas que debían tener, el pan se coció mal y se estropeó.

—Y los soldados murieron de disentería —recalcó Chestov.

—¿Eso cree? Rechazaron la mercancía y sanseacabó. Fue una pena, pero hubo que tirar el pan. Yo mismo insistí en ello ante quien correspondía. No tengo una sola muerte sobre la conciencia —aseguró Slivker.

Karol rió como un niño, contrayendo los rasgos en una mueca maliciosa. Luego extendió la mano por encima de la mesa y le dio un suave tirón de pelo a su hija, que cogiendo al vuelo la delgada y morena mano la besó. Le gustaba el brillo de los ojos paternos, su pelo cano y su sonrisa, que tan triste y burlona podía ser a veces.

«Pero cuando mira a esta mujer se derrite —pensó con rencor—. ¿Es posible que no vea cómo flirtean? Es feliz, feliz en esta casa absurda, entre estos muebles nuevos y esta vajilla marcada con iniciales que no son las suyas, traicionado, engañado… Ni siquiera puede decirse que no se dé cuenta de nada… No, lo aparta con la mano, pasa de largo… En el fondo, en el mundo sólo hay una pasión que le corroe lentamente el alma: el juego, en la Bolsa o con las cartas. Eso es todo».

Se comieron la carlota de manzanas, bañada en una salsa de chocolate muy caliente. Como le encantaba el chocolate, Elena dejó por el momento de «interesarse por la conversación de los mayores», como le reprochaba su madre, que a veces le decía: «A Max también le parece que te interesas demasiado por las conversaciones de negocios. ¿Es que acaso tienen algo que ver contigo? Céntrate en tus clases…».

Pero ella, por pura perversidad, ponía todo su empeño en escuchar y entender lo que oía.

Sin embargo, ahora estaba cansada. Ya sólo le llegaba un rumor confuso:

—Los barcos…

—El petróleo…

—Los oleoductos…

—Las botas…

—Los sacos de dormir…

—El paquete de acciones…

—Millones… millones… millones…

Esta última palabra reaparecía a intervalos regulares, salpicando las frases como el estribillo de una canción.

«Una vieja canción», pensó Elena con hastío.

La cena había acabado. Se levantó de la mesa, hizo una leve y tímida reverencia que nadie advirtió, y se fue a dormir. El olor a tabaco y aguardiente fino, que flotó en la casa hasta el día siguiente, se filtró por debajo de su puerta y la persiguió en sueños. Un fragor lejano estremeció el empedrado cuando los destacamentos de artillería pasaron por la calle.