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El vendaval de la revolución, que desperdigó a su capricho a los hombres por la faz de la Tierra, mandó a los Karol a Francia en julio de 1919.
Meses antes, Boris había cruzado Finlandia, perdido cinco millones de coronas suecas con el cambio, recuperado dos y partido hacia Francia, donde su mujer, su hija y Max debían reunirse con él.
El barco avistó la costa de Inglaterra al día siguiente de la firma de la paz. La noche era tan fría y brumosa como en otoño; las estrellas brillaban y se ocultaban con intermitencia. La tierra estaba iluminada; guirnaldas de farolillos unían una a otra las pequeñas ciudades costeras, que, por su parte, formaban un solo bloque de temblorosa luz amarillenta y difusa rodeada por un halo que titilaba tenuemente en la húmeda niebla marina. Los fuegos artificiales se elevaban en el cielo, unos, deslumbrantes, y otros, sin dejar tras de sí más que una humareda cobriza. El viento llevaba hasta el barco retazos de música militar, pero las heroicas fanfarrias no conseguían atenuar la solemne melancolía de aquella noche: la embriaguez del armisticio se había disipado rápidamente, dando paso a un pesado y torpe esfuerzo hacia la alegría. Un práctico inglés subió a bordo. Estaba tan borracho que se tambaleaba y, con acento cockney y voz pastosa y enternecida, repetía:
—Every man on land is married tonight, ladies…
Para evitarlo, Elena fue a refugiarse a su lugar favorito, la proa del barco, donde el bulldog de pelaje beige del capitán roía los cordajes emitiendo leves gruñidos. Durante largo rato contempló la costa francesa, que flotaba suavemente ante sus ojos en la oscuridad. La miraba con ternura. Jamás su corazón había latido con tanta alegría cuando volvía a ver Rusia. Parecían festejarla con sus iluminadas orillas y los cohetes que volaban sobre el mar. A medida que se acercaba, creía reconocer el olor que el viento llevaba. Cerró los ojos. Cinco años sin ver aquella dulce tierra, la más hermosa del mundo… Ese lapso, en el fondo breve, le parecía una eternidad: había visto tantas cosas… La niña se había transformado en joven mujer. Un mundo se había desmoronado, arrastrando a innumerables personas a la muerte, pero de eso Elena no se acordaba, o más bien un feroz egoísmo lo velaba en su interior: rechazaba los recuerdos fúnebres con la implacable dureza de la juventud; sólo le quedaba la conciencia de su fuerza, su edad, su poder embriagador. Una salvaje exaltación fue apoderándose de ella. Se subió a los cordajes para recibir de lleno el soplo de la brisa. Iluminado por las luces del barco, el mar rielaba débilmente. Tendió los labios despacio, como si quisiera besar al vuelo el aire marino. Se sentía ligera y exultante de alegría, como llevada en volandas por una fuerza más poderosa que ella.
«Es la juventud —se dijo sonriendo—. ¡Ah, no hay nada mejor en el mundo!».
Vio venir a Max; reconoció sus andares y la brasa de la pequeña pipa que fumaba.
—¿Estás aquí? —le preguntó él con voz cansada; se acercó, se acodó en la borda a su lado y se puso a contemplar el mar en silencio. Un farol lo iluminaba. Cuánto había cambiado… Era uno de esos hombres a quienes la primera juventud hace parecer más finos y guapos de lo que en realidad son; aún no había cumplido los treinta y su lampiño rostro, tenso en las comisuras de los labios, más lleno y pesado, empezaba a ajarse y afearse. Ya no tenía las pestañas largas y sedosas, ni aquel pliegue desdeñoso en el extremo de la hermosa boca, que ahora se le hundía con una expresión de cansancio e irritación. En su mandíbula relucía el oro—. ¡Vamos, Svea! —exclamó, silbándole suavemente al bulldog—. ¡Déjame tu sitio! Apártate un poco, Elena…
Max saltó junto a ella y se sentó, con el bulldog en las rodillas.
—Esas luces de la derecha tienen que ser El Havre —comentó Elena a media voz—. Cómo brilla… Creo que reconozco el perfil de la Côte de Grâce… ¡Sí, es Francia, Francia!
—¿Estás contenta? —le preguntó Max, soltando un suspiro.
—Sí. ¿Por qué no iba a estarlo? Amo este país, y esas luces me parecen un buen augurio.
—Presuntuosa juventud… —rezongó él—. Los fuegos artificiales, la música, los gritos… En tu imaginación, todo eso no es en honor de un acontecimiento tan insignificante como la firma de la paz, sino por ti. Qué boba puede llegar a ser una niña…
—¡Vamos, vamos! —exclamó ella cogiéndole la mano—. Ya te gustaría estar en mi lugar… Mírate… Aburrido, enfadado… ¿Por qué? Yo estoy contenta, me siento ligera, alegre… ¡Y es porque tengo diecisiete años, mi querido Max, y es una edad feliz!
Se llevó lentamente el brazo desnudo a los labios y deslizó la punta de la lengua por la lisa y atezada piel, que tras diez días en el mar sabía a sal. Max bajó los ojos hacia ella con curiosidad.
—¿Puedo decirte una cosa? —preguntó él tras unos instantes de reflexión—. Espero que no te moleste… No has crecido, ni envejecido, como pretendes hacerme creer; sencillamente, has rejuvenecido. A los quince años eras una viejecita… Ahora por fin tienes la edad que te corresponde.
—¡Vaya! ¿Te has fijado en eso? —murmuró ella.
Max inclinó la cabeza.
—Yo me fijo en todo, querida, me doy cuenta de todo. Y cuando no lo hago es porque no quiero.
—¿Ah, sí? —respondió la joven, mientras pensaba: «Entonces, ya va siendo hora de que empecemos… Veremos quién es más fuerte…». Temblando de socarrona y cruel excitación, pensó a la vez con sincera tristeza: «En el fondo, no soy mejor que ellos». En el recuerdo, vio a una niña pequeña infeliz y con el corazón rebosante de amor; contempló detenidamente esa imagen de sí misma y le dijo: «Paciencia, ya verás…».
Navegaban entre las dos costas iluminadas y, de una orilla a la otra, de Francia a Inglaterra, las fanfarrias y los fuegos artificiales se respondían, mientras, ante el barco, los engalanados y deslumbrantes puertos flotaban suavemente en la rojiza bruma marina.
—Venía aquí cuando era pequeña —comentó Elena, juntando las temblorosas manos en un olvidado gesto infantil—. Es el único sitio del mundo donde he sido feliz —añadió en voz baja, esperando la seca risita sarcástica que tan bien conocía.
Pero Max no dijo nada y, cuando lo hizo, usó un tono diferente, ahora amable y vacilante:
—Sé que no fuiste una niña feliz… Ya ves, Elena, a veces hacemos daño sin darnos cuenta… No siempre organizamos nuestra vida como queremos… Estás en la edad… —Se interrumpió—. Me pregunto si comprendes lo que significa la palabra «pasión»… —añadió, y por unos instantes fumó en silencio mirando las estrellas—. Apenas brillan… Las luces de la tierra las eclipsan… ¿Qué estaba diciendo? Sí, la pasión… Mira a tu padre, por ejemplo… Es un apasionado del juego, tiene una ceguera terrible e invencible… Tú, mi pobre prima, perteneces a la raza de los apasionados, que se entregan por entero y sin enmienda, contra todo deber, contra toda moral… Son así. No los cambiarás. Yo no soy como ellos… Pero hay lazos que ya no se aflojan, que te aprisionan, que te ahogan… Tal vez hice daño, pero al menos me arrepiento, no puedo relegar al olvido determinadas cosas… No comprendo esa avidez, esa crueldad… Creí entenderlas… —Max volvió el rostro y se pasó la mano por los ojos, despacio y avergonzado, sin duda para borrar la huella de una lágrima—. No sé qué me ocurre… —dijo al fin—. Desde que murió mi madre estoy abatido… ¡Oh, no sabes cuánto! La quería tanto… A los demás les parecía seca y fría… pero era tan cariñosa conmigo… Cuando me acercaba a ella, veía que la expresión le cambiaba, se iluminaba, no con una sonrisa, sino con una especie de luz interior que sólo aparecía para mí…
Su prima lo escuchaba asombrada, pues para ella el amor de un niño hacia su madre era el sentimiento más extraordinario del mundo, el más difícil de comprender, pero enseguida pensó que Max se regodeaba en su pena, la alimentaba con toda la cólera que le inspiraban Bella y su tiránico y asfixiante amor.
Max, entretanto, recordaba con malestar unas palabras lanzadas por su madre durante una pelea, hacía de eso mucho tiempo: «Y un buen día te casarás con Elena… Estas cosas siempre acaban así…». Entonces él se había reído… Ahora todavía sonrió… Pero cuando quien las pronuncia ya no está, algunas palabras insignificantes cobran un valor nuevo, profético y amenazador… Trató de alejar ese recuerdo.
—Si tú quisieras… —dijo Elena suavemente—. Podríamos ser… buenos amigos…
—Claro que sí —suspiró Max—. No tengo muchos. No tengo ni uno solo. —Y le estrechó la mano—. ¿Sabes? Si hubieras querido, habríamos sido amigos desde hace mucho… Pero eras insoportable…
—Vamos, no te esfuerces —respondió ella riendo—. Esta noche, también nosotros hemos firmado nuestro tratado de paz. —Saltó a cubierta—. Me voy a dormir.
—¿Dónde está tu madre?
—Acostada. No soporta el balanceo.
—¡Ah! —murmuró Max distraídamente—. Buenas noches.
El mercante transportaba de Norköping a El Havre un cargamento de decorados de teatro, paradójica carga… La mar estaba tan gruesa que no pudieron desembarcar en El Havre, y el barco siguió el estuario del Sena hasta Ruán. Al amanecer, el campo rebosaba de fruta. Elena, incapaz de moverse, miraba, petrificada por la sorpresa, aquella apacible tierra. Manzanos… Le parecía tan extraordinario como ver crecer cocoteros, ceibas, árboles del pan… Luego apareció Ruán, y esa misma tarde París…
En la capital los esperaba Boris Karol. Estaba más delgado; la ropa le hacía feos pliegues en los hombros encorvados; bajo su delgado, ajado y marchito rostro, el dibujo del cráneo aparecía tan nítidamente que se podía apreciar el juego de los huesos en la poderosa mandíbula. Tenía marcadas ojeras violáceas. Todos sus gestos eran nerviosos y entrecortados. Parecía consumido por un fuego interior.
Besó a su hija a toda prisa, le dio una palmada a Max en el hombro y luego se volvió, cogió a Bella del brazo afectuosamente y la apretó contra él.
—¡Ah, querida mía, mi querida mujer!
Pero, al instante, un torrente de cifras y palabras incomprensibles pasó sobre la cabeza de Elena.
París estaba triste, desierto, iluminado tan sólo por escasas luces y la claridad de las estrellas. La joven iba reconociendo las calles una tras otra.
Cruzaron la plaza Vendôme, oscura y vacía.
—¿Esto es París? —exclamó Bella con una mueca—. ¡Cómo ha cambiado, Dios mío!
—Se gana dinero a espuertas —murmuró Karol—. Se nada en dinero.