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Mademoiselle Rose murió esa misma noche en el hospital adonde la habían llevado unos milicianos cuando se derrumbó sin conocimiento en la esquina de una calle. Una carta hallada en el bolsillo de su abrigo, la última misiva de Francia que había recibido, sirvió para identificarla, pues en el sobre figuraba su nombre.
Avisaron a los Karol, que le explicaron a su hija que la institutriz no había sufrido. Su cansado corazón había dejado de latir. Había tenido un ataque de delirio, provocado seguramente por la nostalgia de su país… Debía de estar enferma desde hacía mucho tiempo.
—Pobrecilla… —le dijo Bella—. Te quería tanto… Le habríamos pasado una pequeña renta para que viviese tranquila… No obstante, se habría sentido muy sola, porque vamos a marcharnos y no podíamos llevarla con nosotros. Puede que haya sido lo mejor.
Pero en esa época había tantas muertes que nadie, ni entonces ni después, tuvo tiempo que perder consolando a Elena.
—Pobre niña… —repetían—. Qué miedo debió de pasar… Esperemos que no caiga enferma… Sólo faltaría eso…
El día fue pasando, y Elena se vio sola en la habitación vacía, donde seguían todos los objetos personales de la difunta, la vieja fotografía en que aparecía entre sus hermanas, con veinte años, sus finos cabellos como humo enmarcándole el rostro, la cinta de terciopelo al cuello, la delgada cintura ceñida por un cinturón con hebilla… La miró largo rato. Sin llorar. Le parecía que las lágrimas se le acumulaban en el corazón, duro y pesado como una piedra.
La partida estaba fijada para dos días después. Se iban a Finlandia. Karol las acompañaría y luego volvería, a fin de recoger los lingotes de oro que un amigo le guardaba en Moscú. Max viajaría con Bella y Elena. Su madre y sus hermanas habían huido y estaban en el Cáucaso, pero él no había querido reunirse con ellas. Karol hacía la vista gorda. Elena oía a sus padres contando y cosiéndose a la ropa las joyas de Bella en la habitación de al lado. Le llegaban sus cuchicheos ahogados y el tintineo del dinero, y pensaba: «Si lo hubiera sabido, si hubiera comprendido que la pobre estaba enloqueciendo… Si se lo hubiera dicho a los mayores… la habrían cuidado, se habría curado, aún viviría…».
Pero al instante negaba con la cabeza con una risita seca y amarga. ¿Quién habría tenido tiempo para ocuparse de eso, Dios mío? ¿Qué importaba la salud, la vida de un ser humano, en momentos como aquéllos? ¿Qué más daba que Fulano muriera o Mengano viviera? Por las calles de la ciudad se veía a la gente llevar al cementerio los cadáveres de niños en sacos cosidos, pues eran demasiados y no había dinero para comprar ataúdes. En su recuerdo, Elena se veía unos días antes, entre lección y lección: una niña con delantal, grandes bucles alrededor del cuello y los dedos manchados de tinta, pegada a la ventana, presenciando la ejecución de un hombre con curiosidad, sin pestañear ni llorar y sin más signo visible de emoción que la lividez de los labios. Cinco soldados en fila; ante el paredón, de pie, un hombre ya herido, con la cabeza vendada, ensangrentada, vacilante como la de un borracho. Se había derrumbado y se lo habían llevado, como otro día se habían llevado en una camilla a una mujer desconocida, muerta, envuelta en su negro chal, o al perro famélico que había ido a morir bajo aquella misma ventana, con el escuálido costado abierto y sangrante. Y ella se había dejado caer de nuevo en el pupitre y, a la pálida llama de la vela, había seguido balbuceando:
—«Racine retrata a los hombres como son, y Corneille, como deberían ser…». —O (pues los manuales de Historia todavía no habían cambiado)—: «El padre de nuestro bienamado emperador actual se llamaba Alejandro III y ascendió al trono en…».
La vida y la muerte son tan poca cosa…
Aunque daba pesados cabezazos, lo que más temía era la noche… Dormirse, olvidar y, al despertar, cuando la conciencia de la desgracia aún es vaga y brumosa, buscar en aquella cama vacía el rostro conocido…
Apretaba los dientes y se volvía hacia la oscuridad; pero las sombras resultaban aterradoras, estaban llenas de caras gesticulantes y de remolinos de agua negra, parecía… La niebla pegaba a los cristales sus pálidos vapores, iluminados por la luna. La humedad parecía penetrar por las ventanas cerradas, colarse entre los listones del suelo, arrastrarse hacia ella… Y cuando, horrorizada, se daba la vuelta, veía de nuevo el lecho vacío.
«Sal de aquí —le susurraba una voz interior—. Llama a tus padres, están ahí, comprenderán que sufres, que tienes miedo, te llevarán a dormir a otro sitio, retirarán esa cama, tan lisa y vacía…».
Pero al menos quería mantener su orgullo intacto: «¿Acaso soy una niña pequeña? ¿Me asusta la muerte, la desgracia? ¿Me asusta la soledad? No. No pediré ayuda a nadie, y menos a ellos. No los necesito. ¡Soy más fuerte que los dos juntos! ¡No me verán llorar! ¡No son dignos de ayudarme! Nunca volveré a pronunciar su nombre… ¡No son dignos de oírlo!».
Al día siguiente, ella misma vació los cajones y guardó en una maleta las modestas pertenencias de su institutriz; y también fue ella quien colocó encima de la ropa blanca los libros, las blusas que conocía hasta el último pliegue, hasta el último zurcido, el abrigo, que les habían devuelto, todavía impregnado de olor a humedad… Luego cerró la tapa, echó la llave y jamás volvió a pronunciar delante de sus padres el nombre de mademoiselle Rose.