4

La Revolución de Febrero vino y se fue, seguida por la de Octubre. La ciudad estaba acobardada, emboscada en la nieve. Era un domingo de otoño. La comida tocaba a su fin. Max se hallaba allí. El denso humo de los cigarros llenaba el comedor. Se oía crujir suavemente los fajos de dólares y libras cosidos en los sillones. Eran las tres; bebían el precioso aguardiente en copa ancha. Todos callaban y escuchaban distraídamente los atenuados y lejanos disparos que resonaban día y noche en las afueras, pero a los que ya nadie hacía caso.

Karol tenía a Elena sentada en las rodillas, aunque hacía rato que se había olvidado de ella; la acariciaba maquinalmente, como quien le hace carantoñas a un perro, y a veces, mientras hablaba, le tiraba con fuerza del pelo y Elena se estremecía de dolor. Sus caricias eran bruscas, pero su hija las soportaba sin quejarse, feliz de irritar a la madre. No obstante, quiso irse, pero su padre la retuvo.

—Espera un poco… Nunca estás conmigo.

—Tengo que aprender unas lecciones, papá —alegó ella besando la morena mano, de largos y delgados dedos, adornada con la gruesa alianza redonda de oro, al antiguo estilo, símbolo de servidumbre.

—Estúdialas aquí.

—Está bien, papá.

—Toma… —Karol le deslizó entre los labios un azucarillo empapado en aguardiente y se olvidó de ella.

Estaban hablando de Shanghái, de Teherán, de Constantinopla… Tenían que marcharse. Pero ¿adónde? El peligro acechaba en cualquier parte, aunque, como era el mismo para todos, se les antojaba todavía leve y pasajero. Elena no prestaba atención, pues el nombre del rincón del mundo a donde iría a parar la traía sin cuidado. Se había levantado y ahora, sentada en el sillón rojo, estudiaba la lección para el día siguiente. Era un libro de «conversación en alemán», y tenía que aprenderse de memoria Die zwanzigste Lektion, que retrataba a una familia muy unida.

—«Eine glückliche Familie… (una familia feliz). Der Vater (el padre) ist ein frommer Mann (es un hombre piadoso)…» —repetía en voz baja.

«¡Qué estúpidos, Dios mío!», se dijo Elena, mirando la imagen que acompañaba el texto. La «familia feliz» estaba reunida en un salón azul. El padre, con levita y una barba rubia y rizada que le llegaba al pecho, leía el periódico en pantuflas junto al fuego; la madre, la Hausfrau, desempolvaba las baratijas de las estanterías, enfundada en un delantal con peto; la hija mayor tocaba el piano; el segundo hijo, estudiante de instituto, aprendía las lecciones bajo la lámpara, y dos niños pequeños, con un perro amarillo y un gato gris, sentados en la alfombra, en el centro del salón, «se entregaban —rezaba el texto— a las inocentes diversiones propias de su edad».

«¡Qué mentira!», pensó. Observó a quienes la rodeaban. Ellos no la veían, pero para ella también eran irreales, seres lejanos medio envueltos en la bruma, vanas e inconsistentes sombras carentes de sangre y sustancia. Vivía lejos de ellos, aparte, en un mundo imaginario del que era dueña y señora. Cogió el lápiz que siempre llevaba en un bolsillo y, tras unos instantes de vacilación, lo acercó al libro muy, muy despacio, como si fuera un arma cargada, y escribió: «El padre piensa en una mujer con quien se ha cruzado en la calle y la madre acaba de estar con su amante. No entienden a sus hijos, y sus hijos no los quieren. La chica piensa en su novio y el chico, en las palabrotas que ha aprendido en el instituto. Sus hermanos pequeños crecerán y serán como ellos. Los libros mienten. En el mundo no existen ni la virtud ni el amor. Todos los hogares son parecidos. En las familias sólo hay codicia, mentiras e incomprensión mutua». Se interrumpió, hizo girar el lápiz en la mano y esbozó una sonrisita tímida pero cruel. Escribir esas cosas la aliviaba. Nadie le prestaba atención, así que podía divertirse como le apeteciera. Reanudó la tarea, apoyando apenas el lápiz, pero con una rapidez extraña, con una ligereza nunca experimentada hasta entonces, una completa agilidad mental, pues pensaba a la vez en lo que escribía y en lo que iba tomando forma en su cabeza, en lo que se fraguaba de repente. Jugaba a aquel juego nuevo como habría contemplado las lágrimas que le resbalaban por la cara y las manos una noche de invierno, cuando el frío las transformaba en flores heladas. «En todas partes pasa lo mismo. Y en nuestra casa también. El marido, la mujer y… —dudó un instante y escribió—: el amante…».

Borró la última palabra, aunque volvió a escribirla enseguida, disfrutando al verla ante sus ojos. Después la borró de nuevo, tachando cada letra, rodeándola de flechitas y cubriéndola de garabatos, hasta que la palabra, irreconocible, empezó a parecerse a un animal erizado de antenas o una planta llena de espinas. Así tenía un aspecto extrañamente maléfico, un aire tosco y misterioso que le gustaba.

—¿Qué estás escribiendo?

Ante el brusco movimiento, que no pudo evitar, ante la mortal palidez que cubrió su rostro, ante el aspecto de cansancio y envejecimiento precoz que de pronto adquirieron sus facciones, todos la miraron, sorprendidos y recelosos.

—Eso de ahí… ¿Qué estás escribiendo? ¡Trae aquí! —le ordenó Bella.

Con las manos crispadas, Elena empezó a retorcer y rasgar silenciosamente el papel. Su madre se abalanzó sobre ella.

—¡Dámelo!

Elena estrujaba desesperadamente la hoja entre sus temblorosos dedos, pero el grueso libro se resistía; la imagen, estampada sobre papel cuché, crujía sin romperse. Aterrorizada, percibía aquel olor a cola y tintas baratas que jamás olvidaría.

—Pero ¿eres tonta? ¡¿Quieres dármelo ahora mismo?! —gritó Bella fuera de sí y, aferrando el hombro de su hija, le hincó las uñas con rabia.

Elena sintió que las afiladas puntas atravesaban el vestido y se le clavaban en la carne. Pero seguía sujetando el libro sin una lágrima, con los dientes apretados, hasta que, de pronto, se le escapó de las manos y cayó al suelo. Bella se abalanzó sobre la hoja medio arrancada, leyó las frases escritas a lápiz, miró la imagen con estupor y, súbitamente, la sangre se agolpó en aquel rostro tan blanco, tan bien camuflado por el maquillaje que lo cubría.

—¡Está loca! —clamó—. ¡Mocosa desgraciada, mocosa desagradecida, mocosa desvergonzada! ¡Miserable mentirosa! No eres más que una idiota, ¿me oyes? ¡No eres más que una desgraciada idiota! ¡Cuando se piensan, cuando se osa pensar cosas así, tan desvergonzadas y estúpidas, al menos no se escriben, se guardan para una! ¡Atreverse a juzgar a tus padres! ¡Y qué padres! ¡Que se sacrifican por ti, por tu bienestar! ¡Que se desviven por tu salud y tu felicidad! ¡Desagradecida! Pero ¿qué sabrás tú lo que son unos padres? ¡Tendrían que ser sagrados para ti! ¡En el mundo no debería haber nadie más querido!

«Y encima esperan que los quiera», pensó amargamente Elena.

La cara de su madre, crispada por la ira, se acercó a la suya. Vio brillar aquellos ojos que odiaba, dilatados por la cólera y el miedo.

—Pero ¿qué te falta, desagradecida? ¡Mírate! ¡Tienes libros, vestidos, joyas! ¡Mira! —gritó Bella, tirando del pequeño medallón de esmalte azul, que, arrancado de su cadena, rodó por el suelo. La mujer lo aplastó con el talón y lo pisoteó con rabia—. ¡Miradla, mirad su cara! ¡Ni una palabra de arrepentimiento! ¡Ni una lágrima! ¡No te preocupes, hija mía, ya te enseñaré! ¡Todo esto es culpa de tu institutriz! ¡Te pone en contra de tus padres! ¡Te enseña a despreciarlos! ¡Bueno, pues ya puede empezar a preparar el equipaje! ¿Me oyes? ¡Ya puedes despedirte de tu mademoiselle Rose! ¡No volverás a verla! ¡Ah! Eso sí, eso sí te hace llorar, ¿eh? ¡Mírala, Boris! ¡Mira a tu hija! ¡Ni por mí, su madre, ni por ti, derrama una lágrima! Pero en cuanto le tocan a mademoiselle Rose, ¡mira qué mansa! ¡Ah! ¿Ya te dignas hablar? ¿Y qué vas a decir? ¡A ver! ¡A ver!

—¡No es ella, mamá! ¡Es culpa mía!

—¡Cállate!

—¡Perdón, mamá, perdón! —gritó Elena. Le parecía que su humillación era la única ofrenda lo bastante valiosa para aplacar la cólera del destino. «¡Que me hagan todo lo que quieran!», pensó. «¡Que me pegue, que me mate, pero eso no!»—. ¡Perdóname, mamá, no volveré a hacerlo! —gimió, buscando las palabras que más le costase pronunciar a su orgullo, palabras de niño castigado—. ¡Te suplico que me perdones!

Pero Bella, al no encontrar ya resistencia, se dejó llevar por la ira. ¿O acaso con los gritos y las lágrimas quería confundir a su marido y apartar del pensamiento de Boris a Max? Corrió hacia la puerta, la abrió y llamó:

—¡Mademoiselle! ¡Venga inmediatamente!

La institutriz, temblorosa, acudió. No había oído nada. Miró a Elena con terror.

—¿Qué pasa?

—¡¿Que qué pasa?! —gritó Bella—. ¡Pasa que esta… esta niña es una desagradecida y una mentirosa! ¡Y la ha educado usted! ¡La felicito! Pero ¡hasta aquí hemos llegado! ¡Lo he aguantado todo, pero esto pasa de la raya! Usted se va, ¿me oye? ¡Ya le enseñaré quién es la dueña de esta casa!

Mademoiselle Rose la escuchaba sin replicar. Ni siquiera había palidecido: era imposible que su transparente rostro palideciera aún más. Cuando Bella dejó de gritar, ella parecía seguir escuchando… Las airadas palabras daban la impresión de despertar un eco que sólo ella oyera.

—Bien, señora —dijo al fin con tono azorado y suave.

Max, que aún no había abierto la boca, dijo encogiéndose de hombros:

—Pero… vamos, Bella, déjelas… ¡Está haciendo una montaña de un grano de arena!

—¡Vete! —gritó Bella a su hija, y abofeteó su inmóvil y mudo rostro, donde quedaron las marcas rojas de sus uñas.

Elena soltó un débil grito y, sin una lágrima, se volvió hacia su padre, que aún sostenía el libro cubierto de frases. Estaba de pie, callado, pero lo que ablandó a su hija, lo que la llenó de remordimientos, fue aquel gesto, que ella reconocía como suyo, de retroceder y pegarse a la pared, como si quisiera desaparecer, hundirse en la oscuridad.

Se acercó a él y suavemente, con los labios apretados, le susurró:

—Papá, ¿quieres que te diga cuál era la palabra, la palabra tachada?

—¡No! —respondió Karol también en voz baja y apartándola con brusquedad. Y a continuación, suavemente y con los labios apretados, como ella (Elena se dio cuenta de que su padre no deseaba saber nada, que quería seguir amando a aquella mujer y aquella caricatura de hogar, y conservar la única ilusión que le quedaba en la vida), añadió—: ¡Vete! ¡Eres una mala hija!