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La frontera aún no estaba cerrada, pero cada tren que la cruzaba parecía ser el último. Cualquier viaje a San Petersburgo era una hazaña, una prueba de locura y heroísmo. Sin embargo, Bella Karol y Max regresaban todas las semanas con diversos pretextos, porque en ningún sitio estaban tan tranquilos como en la casa vacía de la capital: Boris, bloqueado en Moscú, no conseguía abandonarlo. Los Safronov habían dejado el Cáucaso, pero Max ignoraba si habían logrado llegar a Persia o Constantinopla. A principios de diciembre, recibió una carta de su madre en la que le suplicaba que se reuniera con ella, alegando que estaba mayor, sola y enferma y quejándose de que la hubiera abandonado «por esa mujer miserable». «Ten cuidado —escribía—. Será tu perdición. Moriré sin volver a verte. Tú me quieres, Max. No te perdonarás haber desoído mis ruegos. Ven, haz todo lo posible por venir».

Sin embargo, su hijo retrasó la partida hasta el momento en que fue imposible atravesar el sur de Rusia, en poder de los blancos. El día que lo supo, se presentó delante de Bella y, haciendo caso omiso a la presencia de Elena, le dijo:

—Presiento que no volveré a ver a los míos. Ahora no tengo a nadie más que a usted en el mundo.

Cuando se marchaban a San Petersburgo, Elena se quedaba sola, vagamente confiada a la solicitud de los huéspedes del hotel, en especial a la de Xénia Reuss, la mujer a la que vio la primera noche, y a la de una anciana llamada señora Haas, que decía refiriéndose a Bella: «¿Ésa, una madre? ¡La caricatura de una madre, más bien!».

En Finlandia vivían en armonía, unidos como viajeros una noche de tormenta, fraternizando sin distinción de fortuna o clase, los rusos, los judíos «de buena familia» (que hablaban inglés entre sí y cumplían con orgullosa humildad los preceptos de su religión) y los nuevos ricos, escépticos, librepensadores y podridos de dinero.

Por la noche se instalaban en el destartalado saloncito. Los jugadores se sentaban alrededor de una mesa de bridge, siempre los mismos: el grueso Salomón Levy, barrigudo y con el cuello encarnado, y el barón y la baronesa Lennart, rusos de origen sueco, ambos altos, delgados, pálidos y envueltos en el humo de sus cigarrillos. El barón tenía una voz suave y opaca y la risa fácil y afectada de una jovencita, mientras que su mujer hablaba con el rudo acento de un granadero, contaba escabrosas historias y se bebía un frasco de coñac durante la velada, mientras no dejaba de persignarse, de forma mecánica y sin interrumpirse, si se pronunciaba el nombre del Señor.

También acudía el viejo señor Haas, enfermo del corazón, con una manta sobre los hombros y las hinchadas y oscuras ojeras que delatan el lento trabajo de la muerte corroyendo los tejidos. Él jugaba y su mujer, sentada a su lado, no dejaba de mirarlo con la expresión de ansiedad, esperanza y mal humor propia de quienes están al cuidado de un enfermo incurable y amado. Sólo de vez en cuando se volvía, erguía vigorosamente la cabeza entrecana sobre el alto «collar de perro» de perlas finas y disparaba el rayo de sus anteojos sobre quienes atravesaban su campo visual. Las criadas encendían los quinqués. Las mujeres jóvenes, sentadas en los incómodos divancitos de bambú, ligeros y crujientes, clavaban la aguja en tapetes bordados. La señora Reuss formaba parte del grupo. Refiriéndose a ella, las mujeres admitían:

—Es guapa. —Y tras un breve silencio, añadían—: Tiene un marido encantador… —Luego, meneando suavemente la cabeza, con un suspiro indulgente que apenas les rozaba la comisura de los labios y ese aire hipócrita, escandalizado, orgulloso y enigmático de la mujer que, si quisiera, podría hablar más, sentenciaban—: Ese Fred… menudo bribón…

Fred Reuss tenía treinta años y un aspecto extraordinariamente juvenil, ojos negros, alegres y relucientes, de mirada viva y maliciosa, y dientes blancos. Como los niños, jamás se estaba quieto; siempre a punto para brincar o patinar, incapaz de rodear una silla si era posible saltarla, corría y jugaba en la nieve con sus hijos, mientras su mujer, tranquila, un poco pesada y de hermosas facciones, lo contemplaba sonriendo con ternura maternal. Fred Reuss sólo se ponía serio cuando miraba a su hijo mayor, su preferido. Se zafaba de todas las preocupaciones, todas las responsabilidades, todos los sufrimientos, con una broma, una carcajada, una pirueta. Su risa manaba y estallaba, contagiosa como la de los niños, aguda y burlona. Con las mujeres, y sobre todo con la suya, jugaba al niño mimado; caía en gracia incluso a la anciana señora Haas. La alegría brotaba a su paso. Era uno de esos hombres cuya juventud parece inextinguible y que no saben madurar, pero, de pronto, envejecen y se vuelven malhumorados, malévolos, tiránicos. Sin embargo, Fred aún era joven…

La noche avanzaba. Las niñeras subían a acostar a los pequeños, colgados de sus brazos y sus delantales. Poco a poco, las ventanas heladas se cubrían de un vapor húmedo. La lámpara humeaba y chisporroteaba.

Los judíos hablaban de negocios y, para distraerse o para no perder la costumbre, se vendían unos a otros terrenos, minas y casas que, por lo demás, los bolcheviques habían confiscado hacía meses. Pero considerar esa forma de gobierno como duradera habría sido señal de rebelión. Le concedían dos o tres meses de existencia… Los pesimistas incluso el invierno. También especulaban con el cambio del rublo, el marco finlandés o la corona sueca. La cotización era tan caprichosa que, de una semana a otra, se hacían y deshacían fortunas en aquel mísero saloncito con muebles de felpa y bambú, mientras fuera nevaba.

Los rusos escuchaban, al principio altivos y recelosos, pero luego curiosos e interesados. Poco a poco, iban acercando sus sillas. Al final de la velada se los veía cogiendo afectuosamente del brazo a los que ahora llamaban «israelitas».

—Realmente, los calumnian. Los hay encantadores… —comentaban incluso entre ellos.

—No son tan tontos como se dice —aseguraban los judíos—. El príncipe habría sido un magnífico corredor de Bolsa si hubiera necesitado ganarse la vida.

Así confraternizaban aquellas dos razas irreconciliables; obligadas a convivir por las turbulencias de la época y unidas por el roce, el interés y la adversidad, formaban los elementos de una pequeña sociedad unida y feliz.

El humo de los gruesos cigarros se elevaba lentamente en el aire; fajos de billetes cuyo valor disminuía a diario caían al suelo, pero a nadie se le ocurría recogerlos, y a menudo acababan destrozados por los perros. A veces salían a la terraza, cubierta de una crujiente capa de nieve, y veían un débil resplandor en el horizonte.

—Terrioki está ardiendo —comentaban con indiferencia, y volvían dentro, sacudiéndose la espesa nieve que, en unos segundos, les había cubierto la espalda y los hombros.

Mientras tanto, el pequeño piano sonaba bajo los dedos de una chica desgarbada y flaca, una tísica frágil y asustadiza de un cabello rubio casi blanco, que se pasaba el día en la terraza, inmóvil en su abrigo de pieles, y al caer la tarde, atraída como un pájaro nocturno y al tiempo asustada por las luces del saloncito, lo cruzaba sin detenerse ni responder a las amistosas preguntas que le formulaban, se sentaba en el pequeño taburete de felpa verde y tocaba sin descanso, pasando de un nocturno de Chopin a un rondó de Händel, y luego a la canción Ta-ra-ra-boom-de-ay, mientras su rostro ardía con la fiebre nocturna.

Las jóvenes enseñaban a coser y bordar a Elena, que, sosegada y feliz, recuperaba la salud y la vitalidad de la infancia. La nieve, el viento y las caminatas por el bosque le habían teñido las mejillas de un rosa intenso, y lanzaba a hurtadillas tímidas y sonrientes miradas al espejo para verlo.

—¡Cómo ha cambiado esta niña! —exclamaban las mujeres, mirándola afectuosamente—. ¡Qué buena cara tiene!

De momento, ella prefería ante todo a aquel grupo de juiciosas matronas que escuchaban con los labios fruncidos las historias de la baronesa Lennart, hablaban entre sí de sus hijos e intercambiaban recetas para preparar la mermelada. Mientras en los cristales se agrandaba el resplandor de un lejano incendio, inclinaban la cabeza bajo la lámpara y, con sus tijeritas de oro, llenaban de diminutos agujeros los tapetes de hilo…

Los sábados por la tarde, iban al pueblo para ver bailar a los guardias rojos y las criadas. Montaban en los grandes trineos de los campesinos, con los asientos rellenos de heno o pieles de oveja. Dado que era imposible sentarse en ellos, iban tumbadas, apoyadas en un codo, y con cada sacudida salían lanzadas unas sobre otras.

Xénia Reuss se quedaba en la casa con el menor de sus hijos, pero su marido no se habría perdido el «baile» por nada del mundo. Se llevaba al hijo mayor, su Gueorgui, que confiaba a la anciana señora Haas, y luego volvía a tumbarse en el trineo junto a Elena. Sonriendo, buscaba su mano en la oscuridad; apartaba con suavidad el grueso guante de áspera lana y apretaba entre los suyos los delgados dedos, que temblaban imperceptiblemente. Con el corazón palpitante, Elena contemplaba aquel rostro inclinado hacia ella, iluminado por la luna y la llama humeante, turbia e intermitente del farol sujeto al costado del trineo. Por los labios de Fred, por aquella boca casi femenina, sensible y trémula, vagaba una tenue mueca irónica y tierna, mientras la nieve iba cubriéndole de lentejuelas, brillantes y duras estrellitas el gorro de piel. Elena cerraba los ojos, cansada tras haber pasado la jornada entera corriendo y jugando en la nieve. Cuando no había trineos pequeños, desde lo alto de la colina lanzaban a toda velocidad uno grande desenganchado, que no tardaba en topar con una piedra helada, de manera que toda su carga salía despedida a la profunda rodada, al suave y espeso manto nevado que cubría la maleza… La afición por los juegos peligrosos, la brutalidad, la rudeza hombruna… Elena también se había reencontrado con todo eso.

El baile del sábado se celebraba en un cobertizo cuyo techo de tablas mal ensambladas, como un portal de Belén, permitía ver el negro cielo, apenas iluminado por el tenue titilar de las estrellas. Los músicos de la ruidosa fanfarria, tambores y trompetas, se sentaban a horcajadas en los bancos. Los chicos bailaban fusil al hombro, haciendo bambolearse en su cintura el ancho cuchillo para la caza del oso, con la hoja plana enastada en una pezuña de ciervo, y pateando con las botas el suelo, del que a veces se elevaba una olorosa nube de partículas de heno, pues debajo estaba el granero. Las chicas llevaban un delantal rojo y, exagerando la lealtad al gobierno, cintas escarlata en el rubio pelo y enaguas rojas bajo el vestido, que se les levantaba al bailar.

De vez en cuando, la puerta se abría y un soplo helado inundaba el cobertizo. Iluminados por la luna, los abetos se recortaban en el umbral; tiesas, inmóviles, plateadas, las heladas ramas, duras y relucientes como el acero, brillaban en la noche. La estufa crepitaba; le arrojaban trozos de troncos frescos, todavía mojados y blancos de nieve. En el cobertizo flotaba una espesa humareda, que se mezclaba con el vaho de la respiración de los bailarines y el vapor que se elevaba de las hopalandas y los gorros de piel. Elena estaba sentada sobre una mesa de madera, con los pies colgando. Fred Reuss, de pie y pegado a ella, le acariciaba la pierna. La joven retrocedía, pero detrás había una pareja besándose, inclinada, medio tumbada en la mesa. Volvía hacia él; se embebía en silencio de aquella alegría nueva, aquella paz, el calor que, del cuerpo de Fred, de la acariciante mano que le cogía con suavidad el tobillo, le subía hasta el corazón. Saboreaba el turbio y desconocido placer de inclinar el rostro para que la luz le diera en la mejilla, porque sabía que era mate y pura, sonrosada por una sangre joven, viva y ardiente; dejaba pender su pequeña mano, delgada y morena, que Fred apretaba, apoyada entre su cuerpo y la mesa. Los quinqués colgados del techo estaban llenos de un líquido amarillento que oscilaba pesadamente cuando se reanudaba el baile, una especie de gavota que arrancaba gemidos y crujidos a las tablas del suelo y acababa en un alocado torbellino. Entre los brazos de Reuss, Elena giraba y saltaba, pálida y con los labios apretados, sintiendo que un suave y dulcísimo vértigo se apoderaba de su alma. Alrededor volaban las cintas y las largas trenzas de las chicas, azotándoles las mejillas y azotando como correas la cara de Elena cuando el baile lanzaba a las parejas unas contra otras.

Cuando los hombres habían bailado suficiente y bebido licor de contrabando hasta la saciedad, cogían el máuser y acribillaban el techo. De pie sobre la mesa, con las manos apoyadas en los hombros de Reuss, clavándole las uñas sin darse cuenta en su excitación, Elena asistía a aquel divertimento aspirando el olor a pólvora, que tan bien conocía ya. El primogénito de Reuss, con la cabeza monda como el césped en primavera y el pequeño abrigo de pieles entreabierto sobre la camisa de dril, saltaba alegremente. Cuando se acababan los cartuchos, empezaban las peleas.

—Vamos, ahora hay que irse —decía Reuss con pesar—. ¿Qué va a decir mi mujer? Son casi las doce… Vamos, dese prisa…

Salían; fuera, los caballos esperaban olisqueando el suelo helado, sacudiendo de vez en cuando las cabezas cubiertas de nieve. Las campanillas que llevaban al cuello se agitaban, y su dulce y misterioso tintineo atravesaba el bosque y el río, atrapado bajo un caparazón helado. Medio dormidos, Elena y Reuss se balanceaban suavemente al trote de los caballos, que subían la pendiente. Con las mejillas ardiendo y los ojos irritados por el sueño, el cansancio y el humo, la joven buscaba perezosamente con la mirada la rosácea luna, que ascendía despacio en el cielo invernal.