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Aunque todavía no había estallado la revolución, se presentía su llegada. Hasta el aire que se respiraba parecía espeso y cargado de una especie de amenaza, como el amanecer de un día de tormenta. Las noticias del frente no interesaban a nadie; la guerra parecía haber retrocedido a un pasado remoto. La gente miraba a los heridos con indiferencia y a los soldados con huraña hostilidad. Lo único que enardecía a los hombres que rodeaban a Elena era el dinero. Todos se enriquecían. El oro fluía. Aquel Pactolo tenía un curso tan caprichoso, impetuoso y turbulento que asustaba a quienes vivían en sus orillas y bebían en él. Todo llegaba demasiado deprisa, con excesiva facilidad… Se compraba una acción en Bolsa y subía como la espuma. Acababan de gritar cifras con júbilo alrededor de Elena, pero ahora mismo susurraban. Ya ni siquiera oía hablar de «millones», sino de «millardos», con tono inseguro, bajo y jadeante. Alrededor, no veía más que miradas ávidas y asustadas. Al mismo tiempo, todo se compraba, en todas partes. Mañana y tarde, llegaban hombres que sacaban paquetes de los bolsillos; tras las puertas cerradas, oía cifras y discusiones acres y rápidas en susurros. Se compraban pieles brutas, sin coser ni limpiar, atadas con cuerdas y sujetas a un bastón, como las había vendido el mercader de Asia en algún lejano bazar. Pieles de armiño y marta, lotes de chinchilla que, presentados de aquel modo, parecían de rata; joyas, collares y brazaletes antiguos, cuyo valor se calculaba al peso, y esmeraldas enormes pero turbias, porque la prisa y la codicia podían con la prudencia. Se compraba oro en barras y en lingotes, pero sobre todo acciones, paquetes de papeles en lotes, en montones, que representaban bancos, barcos cisterna, oleoductos, diamantes todavía sepultados en la tierra… Esos papeles atestaban los muebles, rellenaban las paredes y los colchones… Se ocultaban en las habitaciones de los criados, en la sala de estudio, en el fondo de los armarios, en las estufas en cuanto llegaba la primavera… Se cosían paquetes de acciones a la tela de los sillones, y la gente que visitaba a los Karol se sentaba encima por turnos y los incubaba con su calor corporal, como quien empolla huevos de oro. En el salón, la alfombra de la Savonnerie adornada con una guirnalda de rosas estaba enrollada en un rincón y contenía gruesos fajos de papeles que crujían con la corriente de aire. A veces, distraídamente, Elena se entretenía haciéndolos sonar bajo el pie, como quien en otoño aplasta hojas secas con el zapato. El piano blanco, cerrado, relucía tenuemente en la penumbra; en las paredes se cubrían de polvo los motivos dorados, caramillos, cornamusas, sombreros Luis XV, cayados, cintas y ramos de flores. Sus padres, los «hombres de negocios» y Max pasaban las veladas en un pequeño despacho sin ventilación, un tabuco con un teléfono y una máquina de escribir; allí dentro se amontonaban, sin importarles respirar el cargado humo de los cigarros, oír crujir el parquet desnudo a su paso y ver las gruesas paredes vacías, que ahogaban sus conversaciones. Allí, sentados codo con codo, aprovechando las apreturas y la escasa luz de una bombilla suspendida de un cordón, Max y Bella restregaban un costado contra otro, un cuerpo caliente contra otro. Karol no veía nada, pero a veces apretaba afectuosamente en la penumbra el brazo desnudo de su mujer. Ahora ella lo admiraba y temía, porque le proporcionaba lujo y bienestar, pero no se sentía más a gusto que su hija en aquella casa. A veces volvía a embargarla la nostalgia de las habitaciones de hotel, de las dos maletas en un rincón y las aventuras fugaces a la vuelta de la esquina. Se las arreglaba para obtener en pasión, en celos, en arranques de furia, el máximo de lo que podía darle el rebelde Max, tan joven, con su hermoso e infatigable cuerpo. Elena volvía a respirar el ambiente de peleas, palabras hirientes y discusiones que había conocido en su primera infancia, pero ahora las cosas sucedían entre su madre y Max, y con una profunda y áspera fogosidad que la irritaba y que no lograba entender. Por lo demás, procuraba fastidiarlos cuanto podía. Tenía una manera socarrona de mirar a su primo que lo exasperaba; ella nunca le dirigía la palabra. Él estaba empezando a odiarla; sólo tenía veinticuatro años, de modo que aún le quedaba suficiente infancia como para detestar a una niña.
Elena deambulaba melancólicamente por las habitaciones, esperando la hora de cenar. Las lecciones estaban aprendidas; mademoiselle Rose le quitaba el libro de las manos.
—Vas a estropearte la vista, Lena…
Era cierto que, a veces, el exceso de lectura actuaba sobre ella como una pesada embriaguez. Pero quedarse en la sala de estudio sin nada que hacer, enfrente de la institutriz, que movía lenta y silenciosamente la cabeza, era superior a sus fuerzas… Con paciencia, seguía por unos instantes las ajadas y ágiles manos, siempre ocupadas en alguna labor de costura; pero luego, poco a poco, un desesperado deseo de movimiento, de cambio, la hacía salir de la estancia. Cuánto había envejecido mademoiselle Rose desde el comienzo de la guerra… Hacía tres años que no recibía noticias de los suyos, y su hermano, al que llamaba «el pequeño», «el pequeño Marcel», porque había nacido del segundo matrimonio de su padre, había desaparecido en los Vosgos a principios de 1914. En San Petersburgo no tenía amigas; seguía sin entender el idioma del país, pese a llevar casi quince años en él. Todo la hería. Su vida entera dependía del bienestar de Elena, pero ésta había crecido… Ahora necesitaba otros cuidados, y mademoiselle Rose, que la había conocido cuando era muy pequeña, tenía demasiada reserva innata, demasiado pudor maternal para solicitar la confianza que, por otra parte, Elena no habría concedido a nadie en esa época, pues era muy celosa de su vida interior; la ocultaba con ferocidad a todas las miradas, incluso a la de la persona a quien más quería en el mundo. Sobre todo, las unía el miedo, que ninguna de las dos se habría atrevido a expresar, a que despidieran a mademoiselle Rose. Todo era posible. Sus vidas dependían de un capricho de Bella, de uno de sus ataques de mal humor o de un sarcasmo de Max. Durante esos mortales años, Elena no había respirado tranquila ni un solo instante, no se había dormido serena y confiada una sola noche. De día, la institutriz la llevaba a misa, a los oficios de Notre-Dame-de-France. Ante unos cuantos niños nacidos en tierra extraña, el sacerdote francés hablaba de Francia y de la guerra, y rezaba «por los agonizantes, por los viajeros, por los soldados caídos en el campo de batalla…».
«Aquí se está bien», pensaba Elena mirando los dos míseros cirios que ardían bajo la estatua de la Virgen y oyendo, en los intervalos de los rezos, el dulce crepitar de las lágrimas de cera, que resbalaban, resbalaban con lentitud y caían en las losas. Cerraba los ojos.
—Ahora tu mademoiselle se nos ha vuelto beata… No nos faltaba más que eso… —decía Bella en casa, encogiéndose de hombros.
En la iglesia, Elena no temía nada, no pensaba en nada, se dejaba mecer por un sueño tranquilizador; pero en cuanto salía por la puerta, cuando volvía a pisar la oscura calle, mientras pasaba de nuevo junto al turbio y fétido canal, una angustia mortal le oprimía el pecho.
A veces, mademoiselle Rose miraba alrededor con asombro, como si acabara de despertar de un sueño. En ocasiones, murmuraba una frase ininteligible y, cuando Elena perdía la paciencia y le soltaba un «pero ¿se puede saber qué dice?», la institutriz se estremecía, sus grandes y hundidos ojos se volvían despacio hacia ella y respondía con suavidad: «Nada, querida, nada».
Pero la compasión que henchía el corazón de Elena no la suavizaba; soportaba a su institutriz con cólera, como a un fardo. «Ya estoy volviéndome mala, como los demás», se decía.
En los espejos del salón, a la luz que se filtraba por debajo de la puerta del cercano despacho, contemplaba largo rato su imagen, su vestido oscuro, que ponía un borrón negro en la pared revestida de delicada madera blanca; su delgado y moreno cuello salía de la estrecha abertura cuadrada del vestido; una cadenilla de oro y un medallón de esmalte azul eran sus únicos «signos exteriores» de riqueza. Cuánto se aburría. Se sentía desgraciada porque la vestían como a una niña pequeña, con gruesos rizos y faldas cortas, cuando en Rusia a los catorce años ya se es mujer… Por lo demás, pensaba: «¿De qué me quejo? Todo el mundo es como yo. Ciertamente, todas las casas están habitadas por mujeres adúlteras, niños infelices y hombres atareados que sólo piensan en el dinero. Dicen que con dinero todos te halagan, todo te sonríe y se arregla. Yo tengo dinero y salud… pero me aburro».
Una noche, Chestov la encontró delante del espejo y se acercó a ella. Estaba borracho.
—Bonitos ojos… —dijo, contemplando sonriente el delgado rostro que se alzaba hacia él.
Ella sabía que estaba bebido, peor aún, que era un hombre despreciable, que vendía su país al mejor postor. Pero se trataba del primer hombre que la miraba de una manera… no podía explicar cómo… Era la primera mirada de hombre que sentía pesar sobre ella, que había descendido de la cara al pecho y se había detenido allí, en sus incipientes senos, pudorosos bajo el vestido. Los ojos de Chestov buscaron el delicado sitio en que el hombro, pequeño y anguloso todavía, se arquea. Luego le cogió la mano, se la besó y se fue. Esa noche, por primera vez en su vida, Elena permanecería despierta, avergonzada, sintiéndose desgraciada, confusa hasta el dolor y orgullosa, percibiendo aún sobre ella, en la oscuridad, aquella pesada e insolente mirada masculina. A partir de entonces, Chestov le inspiró un miedo aún mayor, e hizo lo posible por evitarlo.
Otra noche vio el primer tropel de mujeres que recorrían la ciudad pidiendo pan. Avanzaban detrás de un jirón de tela que el viento agitaba, y lo que se elevaba de aquella muchedumbre no era un clamor, sino una tímida y sorda queja:
—Pan, pan, queremos pan…
A su paso, todas las puertas se cerraban.
—… Comprar… —oyó que decían en la habitación de al lado—. Vender…
—Dicen que…
—Dicen que…
—Desórdenes, levantamientos, la revolución…
Pero en el fondo no se lo tomaban en serio. Reflexionaban tan poco como hombres arrastrados por un torrente.
—Siempre habrá dinero…
—Sólo se puede hacer una cosa: comprar… comprar…
—Comprar lo que sea… Bombillas, cepillos de dientes, latas de conserva… Hace un momento me han hablado de un Rembrandt que se puede conseguir por un mendrugo…
¿Los desórdenes? Se desentendían de ellos con un gesto de la mano, aunque no los olvidaban ni menospreciaban, ya que el ademán significaba: «Pues claro. Claro que sabemos que esto no puede durar. Pues claro. Claro que sentimos, como vosotros, que esto se va a acabar, que va a explotar. Además, estamos acostumbrados. La estabilidad nos angustia y asusta. Lo sabemos, lo sabemos perfectamente, pero lo que nos estimula, lo que nos gusta, es jugar con los signos, con los símbolos de la riqueza, con diamantes que serán confiscados, con acciones que mañana valdrán su peso en papel, con cuadros que serán quemados…».
—Se rumorea que han matado a Rasputín —susurraba alguien—. Que ha sido asesinado a manos de…
Y se oía un murmullo confuso: a sus ojos, el emperador y su familia aún tenían un halo de respeto y terror.
—¿Es posible?
Tras un instante de estupor, acabaron desechando también esa información. Sí, sí, ya se vería. De momento, dejadnos jugar, embriagarnos, acumular oro, joyas… Ni siquiera eso: hablar de dinero, soñar con dinero, tocar con manos amorosas lingotes, piedras, rublos, que mañana valdrán… ¿Qué valdrán? ¡Bah! ¡Eso será mañana! ¿Para qué pensar en mañana? Hay que vender, vender, vender… Hay que comprar, comprar, comprar…
—Dios mío, protege a papá… —Y omitiendo mentalmente a su madre—: Dios mío, protege a mademoiselle Rose… Perdona mis pecados. Haz que los franceses ganen la guerra…