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El mismo día que Pedro recibió el mensaje de la abogada, cogimos los coches y nos fuimos todos para Valencia: mis hijos, mi yerno, mi nuera y mis nietos. Todos. Recuerdo aquel viaje con una zozobra… Parecía que no íbamos a llegar nunca. Mi Charito y mi Camilo venían conmigo en un coche. Detrás iba Pedro con mis nietos pequeños y con mi nuera. Y mis nietos mayores iban en otro, porque el mayor ya se había sacado el carné. Tuvimos que parar varias veces porque los niños se mareaban. ¡Angelitos! No sabían adónde íbamos y no paraban de preguntar si ya habíamos llegado. Los demás me miraban conteniendo la respiración, como yo, que no me atrevía a respirar por si acaso estaba dentro de un sueño y me despertaba.
Cuando me llamó por teléfono, la abogada me dijo que mi hijo se llamaba Carlos. Sólo con eso, ya me eché a llorar descompuesta. Pero no crea que lloraba de pena, señor juez. Parecerá una minucia, pero usted no puede figurarse la alegría que me dio. Por lo menos había conservado algo mío, la «c» que le había bordado en su canastilla. Porque yo le había llevado toda la vida en el corazón, y él, sin saberlo, me había llevado a mí en su nombre, aunque fuese sólo un poquito.
Luego de haber hablado conmigo, la abogada le mandó a mi yerno una foto por Internet, y ahí ya sí que nos volvimos todos locos en mi casa. Era igualito que yo y que Camilo, igualito, igualito. Yo siempre me lo había imaginado parecido al pobre de mi Zósimo, con sus mismos ojos verdes y azules y, ¡ya ve usted qué tontería!, también con su gorra, con aquella manera de mirar por debajo de la visera, medio escondidos los ojos, tan alto y tan guapo. Y es que, verá… no sé cómo explicárselo… yo seguía pensando que tenía que ser suyo y de nadie más. Por mucha mancha de nacimiento en la mano que tuviese. Por mucho que no pudiera ser de ninguna de las maneras, yo soñaba que algo de mi Zósimo tenía que haberse quedado en mi cuerpo para que él lo heredase. ¡Ay, señor! Era una forma de consolarme como cualquier otra, pero a mí me servía. Y cuando vi su foto supe que algo así había pasado. De algún modo, por muy imposible que fuese, yo vi a mi Zósimo en los ojos que me miraban desde el ordenador de mi yerno. Ya sé que no tiene ni pies ni cabeza, pero a mí nadie me quita la idea de que la primera vez que sentí a mi niño dentro de mí fue en el majuelo de mi abuela Mila, cuando Zósimo desapareció de mi vista montado en el mulo, después de haberme pedido que me casara con él, y yo me quedé mirando las viñas como si no las hubiera visto antes, y el verde me parecía más verde y las piedras más piedras.
Y así fue como hice el camino a Valencia, pensando en mi Zósimo y en la alegría que no pude darle.
Cuando llegamos al hospital ya era de anochecida. La abogada me dijo que era mejor que entrase yo sola. Los demás le vieron después. Ya se puede usted figurar la que se formó en aquella habitación: él se rio de encontrarse con tantos pelirrojos juntos y les gastó una broma a los mellizos y a la niña; y Charito y Camilo empezaron a contarle cosas de la familia sin dejarle tiempo a hacerse una idea de quién era cada quién.
Lo que no se puede usted imaginar, ni nadie en el mundo, es lo que yo sentí cuando le tuve delante, cuando nos quedamos los dos callados, mirándonos, y él alargó la mano para que yo se la cogiese, y me la apretó muy fuerte, muy fuerte. No. No se lo puede imaginar. Tendría que vivirlo en sus carnes para entenderlo. Pero eso no se lo deseo, ni a usted ni a nadie, porque entonces también tendría que haber vivido todo lo que a mí me pasó.
Por eso estamos hoy aquí, para que usted decida qué se hace o se deja de hacer. Mi hijo y yo hemos cumplido ya nuestra parte. Ahora le toca a usted. En sus manos lo dejo, señor juez.