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Mi santo no podía entender lo que me pasaba. Yo me despertaba al punto del día empapadita en sudor, gritando que me quitasen aquella angustia que se me había agarrado al cuerpo, porque sabía que la del alma no me la podría quitar nada ni nadie. El pobre de Santiago se pensó que me había vuelto loca. Y estaba cargado de razón. Loca me volví, señor juez. Él se murió creyendo que era porque mi hijo no quería conocerme. Y yo le dejé que lo creyese para que no ocurriera otra desgracia.
Me pasaba el día y la noche en la cama llorando, porque también lloraba dormida, ¿sabe usted?, y cuando se me secaron los ojos, decidí levantarme y tirarme a la calle para buscar a quien tenía que buscar. Ya no estábamos en los tiempos de antes, cuando no se podía hablar ni protestar. De modo y manera que me eché la manta a la cabeza sin decírselo a Santiago ni a mis hijos ni a nadie, y me puse a buscarle. No le voy a cansar con los detalles, sabía por dónde tenía que empezar. Y lo encontré. Mi marido me había regalado un Seat Ibiza que yo casi no utilizaba, pues no me gusta mucho conducir. Pero el día en que mi hijo cumplía los veintiocho me pasé toda la mañana barruntando. Tenía que hacer algo, no podía dejar que pasara un día más sin que yo me encarase con el culpable de todo. Así que, después de comer, cogí el coche y me fui a buscarlo.
Sabía que no me atrevería a denunciarle, porque entonces tendría que ir a declarar y por nada del mundo quería revivir lo que me había pasado. Usted ya me entiende. Ni revivirlo ni que se enterasen los míos.
Pero quería verle la cara cuando le dijese que lo sabía todo, aunque delante de él no tuviera más remedio que volver a sentir la vergüenza y el asco.
Hacía tiempo que había enviudado y que se había retirado como coronel. Vivía a las afueras de Salamanca, en una finca ganadera cuajadita de encinas. Yo me planté allí sin avisar, porque sabía que estaba en una silla de ruedas y sólo salía de casa para ir a la misa de nueve del pueblo de al lado.
Por el camino, me preparé unas cuantas retahílas para decírselas a quien me abriese la puerta, por si acaso no me dejaban pasar. Pero no me hizo falta.
Me abrió una sirvienta con uniforme. Yo estaba a punto de preguntarle por el dueño cuando apareció él en su silla, empujando las ruedas con las manos. Nada más verme, me dijo que entrase para dentro y que le siguiera al salón.
Yo le seguí sin poder apartar la vista de su muñeca derecha, odiando con todas mis fuerzas su mancha de nacimiento, acordándome de Zósimo, de su cara ensangrentada, de sus ojos de espanto, de su boca. Y del niño que creí que me había salvado la vida, porque tenía que protegerlo por encima de todo lo que me estaban haciendo.
Cuando paró la silla de ruedas, me señaló un sofá para que me sentase y le ordenó a la criada que cerrara la puerta del salón. Ni que decir tiene que no me senté. No estaba allí de visita.
Él se quedó mirándome de arriba abajo sin decir nada. Estaba tan tranquilo que daba la impresión de que me estaba esperando y no le hacía falta preguntarme qué quería.
Pero a mí sí me hacía falta preguntarle lo que le había ido a preguntar:
—¿Por qué me lo quitaste?
Entonces me dedicó una sonrisa con una maldad… Parecía el mismo diablo venido del infierno.
—Porque era mío.
Eso fue lo que me contestó, porque era mío, y soltó una carcajada que le salió de lo más negro del alma, como si hubiera estado esperando ese momento.
—Así que lo has encontrado. Por eso estás aquí, evidentemente.
Luego me dijo que me había visto muy guapa en la tele y siguió atormentándome con la misma tranquilidad.
—Yo me lo habría quedado, pero no pudo ser. A mi mujer no le gustó que saliera pelirrojo. ¡Entiéndela! Habría sido la comidilla del pueblo. ¡No iba a hacerla pasar por algo tan desagradable! Ella quería un morenito como yo.
No me esperaba paños calientes de él, desde luego que no. La gente mala no cambia, al revés: se envenena con su propia ponzoña y, cuando le llega el final, se muere podrida por dentro y por fuera. Pero lo que no me podía figurar era la puntilla que iba a clavarme acto seguido, con una saña que le salía sin tener que pensarlo:
—¿No te dijo nada tu abuela?
Yo me había estado sujetando la rabia desde que había cruzado la puerta de la finca. No quería darle el gusto de hacerle saber que seguía sufriendo. Pero cuando me dijo lo de mi abuela me debió de cambiar tanto la cara que él aprovechó para rematarme con su sonrisa de demonio:
—¡No! ¡Claro que no! ¡Qué preguntas hago! Si te lo hubiera contado habrías venido antes. Tendrías que haberle visto la cara cuando supo que mi señora se había quedado embarazada al mismo tiempo que tú. Yo creo que se lo imaginó desde el principio, porque sabía que mi señora no podía tener hijos. ¡Ya sabes cómo son los pueblos! Pero la ciencia avanza muy deprisa, y todos se creyeron que con nosotros había hecho el milagro. Todos menos tu abuela. Cuando nos vio paseando al morenito, justo cuando nació el tuyo, se envalentonó tanto que no tuve más remedio que cortarle las alas. ¡Qué mujer! ¡Una auténtica hembra de las de antes! Me amenazó con montar un escándalo cuando le dije que al pelirrojo lo habíamos mandado bien lejos. Pero en seguida entendió que yo no me andaría con chiquitas y que a ti no te gustaría nada la cárcel.
Para cuando me dijo todas esas cosas, yo ya me había sentado en el sofá porque las piernas no me sujetaban y la cabeza se me estaba quedando como vacía, como si aquel monstruo me estuviera chupando todas las fuerzas que había juntado para atreverme a ir a verle. Me sentía acorralada, igual que si fuera una de esas vacas que había visto en la dehesa, cuando llegan al matadero.
Y la cosa no se quedó ahí, porque yo no era capaz de abrir la boca y él se aprovechó para seguir torturándome:
—¡Por cierto! ¿Te trató bien la monja en el embarazo? Supongo que de eso no tendrás queja ninguna, era la mejor. Lo que no entenderé nunca es cómo tu abuela cayó en el engaño, ¡con lo lista que era…! ¡Claro, que lo que no sabía era que yo tenía ojos y oídos en todas partes, y que no era la primera vez que aquella monjita me echaba una mano! Con la otra chica de tu pueblo no tuve nunca problemas. Se conformó con lo que le dijeron y no sospechó nada. Aquel niño sí le habría gustado a mi señora, pero yo se lo había prometido a un compañero y tuvimos que esperar. ¡Lástima que el tuyo saliera como tú! ¡Y suerte que había un morenito disponible!
Y ahí ya no pude más. Me planté delante de él hecha una hidra y le escupí en la cara. Después le nombré a todos sus muertos y le maldije diciéndole que estaban esperándole en el infierno y que yo misma le mandaría para allá si le contaba algo de esto a nadie.
—¡A nadie! ¿Me entiende? Porque yo me voy a llevar el secreto a la tumba, y si me entero de que alguien más lo sabe, le juro que vendré a por usted aunque sea la última cosa que haga en la vida.