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Mis padres me llevaron por primera vez al colegio cuando cumplí los seis años. Aquel mismo día, aprendí que en la selva sólo sobrevive el más fuerte. Entonces no lo entendía, claro está, pero aquel colegio fue mi primer campo de entrenamiento. Cada vez que un compañero de clase me llamaba zanahoria o cara de lenteja, con la sana intención de insultarme, yo empezaba a gritar como un poseso llamando al cura de turno y señalando al abusón. La jugada era perfecta, porque al susodicho le caía un castigo sin que yo hubiera tenido que mover un dedo o, mejor dicho, con sólo mover mi dedo acusador.

Mis pecas, mi pelo de panocha y yo siempre salíamos bien parados. Ni que decir tiene que, aun así, a lo largo de mi vida he tenido que escuchar muchas veces las consabidas preguntas insidiosas de los listillos: que si tomaba el sol con un colador, que si había confundido la colonia con la salsa de tomate o que si era el hijo del butanero. ¡En fin, para qué seguir!

Yo aprendí a sortear a los pelmazos perfeccionando la técnica de las rabietas hasta alcanzar lo sublime. Aquello no era lo malo, lo peor era cuando venían mis padres a recogerme al colegio y los recalcitrantes se tomaban la revancha preguntándome que dónde había salido yo.

—¡Eres adoptado! ¡Eres adoptado! —coreaban una y otra vez rodeándome y empujándome como a una vaquilla acorralada en la plaza.

Y contra eso sólo me quedaban los golpes. Porque mis padres me habían jurado, por activa y por pasiva, que era igualito que mi abuelo Lorenzo, el padre de mi padre, que desapareció en la guerra civil y del que no tenían una sola fotografía. Es más, yo tenía una mancha de nacimiento en la muñeca derecha que también había heredado de él.

No sé cómo lo hice, pero conseguí que mis compañeros me dejasen en paz y yo me olvidé de mis dudas durante un tiempo. Aunque mi tranquilidad no duró demasiado porque, recién empezado el bachillerato superior, me encontré de bruces con las leyes de Mendel: de guisantes amarillos y lisos, guisantes amarillos y lisos; de guisantes verdes y rugosos, ya se sabe.

Entonces volví a preguntarle a mi madre por lo de siempre. Pero ella volvió a jurar y perjurar que yo era la viva imagen de mi abuelo desaparecido.

¿Y qué le iba a hacer? ¡Creerla! Al fin y al cabo, las leyes de la herencia también decían que hay saltos que se producen espontáneamente. El mío podía ser uno de ellos. La ciencia nunca es exacta, eso lo sabe hasta el más ignorante.

Sin embargo, en mi caso, parecía que la genética se empeñaba en llevarme siempre la contraria. Un día, después de besar a una de las primeras novias que me aceptaron con mis pecas y mi pelo colorado, la chica torció la lengua y se la apretó con los dientes.

—¿Sabes hacer esto?

Yo lo intenté por complacerla, pensando que aquel juego era una soberana estupidez.

—Es hereditario, nen. Si no sabes, es porque alguno de tus padres tampoco lo hace.

Y, claro, nada más llegar a casa, me empeñé en comprobarlo.

Si me hubiera quedado quietecito y hubiese mandado a paseo a la colega de la lengua retorcida, estoy seguro de que me habría ido mejor. Pero la chica era un bombón, y la curiosidad es el peor enemigo del gato. ¿O es del ratón? Ahora no estoy seguro, pero da igual: ratón o gato, no podía quedarme de brazos cruzados.

Por supuesto, mis padres cayeron en la trampa. Los dos torcieron la lengua y se la apretaron entre los dientes cuando yo se lo propuse, como si de una broma inocente se tratara. Y a los dos se les congeló la sonrisa cuando les confesé que acababan de fallar en una prueba genética. Pero, aun así, siguieron jurando por lo más sagrado que yo era su hijo y que me parecía a mi abuelo, rechazando rotundamente que aquella habilidad de retorcer la lengua fuese hereditaria.

Yo, por mi parte, para qué voy a negarlo, me sentía mucho más cómodo creyéndoles, aunque, en el fondo de mi alma —y si fuese sincero tendría que decir que más bien en la superficie—, supiera que me estaban mintiendo.

Los dos se murieron sin que yo consiguiese arrancarles la verdad, al menos no toda la verdad, a pesar de que, cada cierto tiempo, volvía a la carga sobre el tema.

Y ahora, con casi cuarenta años a la espalda, me planteo si debería conformarme con lo que sé.

¡Sí! Somos lo que hemos conseguido hacer de nosotros mismos. Probablemente, mi vida no sería distinta si encontrase el punto de partida. No me cabe duda de que yo seguiría siendo un hombre de éxito que colecciona corbatas de seda.

Pero no sé quién soy.