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El Hogar Cuna, una maternidad de beneficencia que atendía a muchas jóvenes solteras embarazadas, se encontraba situado a las afueras de la ciudad, en la margen derecha del río, ocupando un antiguo convento secularizado durante la desamortización de Mendizábal. Para obtener su personal sanitario, se nutría de la escuela de enfermeras perteneciente a una congregación de religiosas muy extendida por la zona.
Los pasillos eran largos y anchos, fríos, desapacibles, grises, como la piedra centenaria de sus muros. Sus techos altos y abovedados devolvían el eco de los tacones de las enfermeras de guardia, aumentando la sensación de enormidad que producía el edificio.
En la habitación número once del tercer y último piso, la noche había transcurrido en un completo desconcierto, y la mañana no se presentaba muy distinta. Había estado nevando y el viento helado se colaba por las rendijas de los ventanales, por cuyos cristales sin visillos asomaba una completa oscuridad.
—El niño no ha dejado de llorar en toda la noche, y la nueva madre no acaba de decidirse. Habrá que hacer algo.
La monja acunaba al recién nacido, paseándolo a grandes zancadas de un lado a otro de la habitación, mientras el médico se pasaba las manos por la cabeza una y otra vez en un gesto de impaciencia que no hacía sino aumentar el nerviosismo de los dos.
—¿Ha informado ya a la recién parida?
—Aún no.
—Entonces no habrá más remedio que hacer lo de la última vez.
En poco menos de una hora, el hospital se inundaría de gente. Las enfermeras del turno de mañana estaban a punto de fichar; los pasillos se llenarían de pacientes externos que acudían a las consultas; y las salas de visita pronto rebosarían de familiares de los enfermos ingresados. No había mucho más tiempo que perder.
—¡Lléveselo! Si conseguimos que lo duerma, podremos sacarlo de aquí sin hacer ruido. Está claro que la madre no lo quiere. Habrá que hacer algo. Llamaré a la inclusa.
La monja le ofreció el dedo meñique al bebé, que buscaba desconsolado el pecho de su madre desde que había llegado al mundo hacía seis horas.
—Entonces ¿se lo llevo con el pañuelo?
—Sí. Pero no se separe de ella. Que no pase como con el último.
—Descuide. Anoche le dije lo de la infección. Se quedará tranquila sólo con poder ponérselo al pecho.
Momentos después, la monja entraba en la habitación de al lado con el bebé, a quien había tapado la carita con un pañuelo que sólo dejaba al descubierto su boca hambrienta.
La madre se incorporó al verlos y extendió los brazos para coger a su hijo, pero la monja dio un paso atrás, apretando al niño contra su pecho como si quisiera protegerle, e hizo el gesto de no entregárselo.
—Recuerda que no debes tocarlo si no quieres que se contagie.
—¿Y los calostros? ¿No le harán daño?
—¡Todo lo contrario! Le protegerán. Lo peligroso es el contacto con la piel.
—¡Déjeme verle la cara! No lo tocaré.
—Tú sabrás lo que haces. Pero si te ve y luego se te retira la leche por la infección, no querrá los biberones.