38
Carlos se había tomado su tiempo para decidirse a llamar a la productora. Más de un mes había tardado en hacer la llamada que le rompió el corazón a María Dolores. Un mes intenso en el que habían sucedido muchas cosas.
El día después del programa en el que había aparecido su madre, en plena resaca de la botella de whisky que había dejado vacía, su padre le despertó llamándole por teléfono muy alterado.
—Carlos, hijo, ¿viste ayer por la noche la televisión?
Hacía diez años que se había marchado de casa y, desde entonces, apenas había visto a sus padres más que una docena de veces, las justas para que don Martín Miranda dejase de protestar porque no iba a visitarlos. No obstante, la relación era tan fría por su parte, y las visitas tan tensas, que procuraba olvidarlas en cuanto salía por la puerta.
—¿Estás ahí, hijo?
A Carlos le costó centrarse. Le dolía la cabeza y no podía pensar.
—¿Que si estoy dónde?
—En tu casa.
—¿Adónde has llamado tú?
Carlos colgó el teléfono y se tapó la cabeza con la almohada. Le ardían los ojos. Sentía como si se le hubiese hinchado la lengua y no le cupiera en la boca.
No había pasado un minuto cuando el teléfono volvió a sonar.
—Carlos, tengo que hablar contigo. ¿Viste ayer la tele?
Y de pronto cayó en la cuenta. En ningún momento de la noche anterior había pensado en sus padres.
—¡Carlos!
Los había apartado tanto de su vida que ni se le ocurrió pensar que ellos también podrían estar viendo el programa y que tendrían que haberse hecho preguntas.
—¡Hijo, contesta!
Las imágenes de la noche anterior le llegaron como destellos que se atropellaban unos a otros. La voz de su padre le retumbaba en la cabeza convertida en un eco que salía y entraba del auricular.
—¡Escúchame, tenemos que hablar! ¡Carlos! ¡Tengo que contarte algo!
Pero él no tenía nada que decir ni que escuchar. Volvió a colgar el teléfono, se levantó y se metió en la ducha.
Aquella llamada sonaba a confesión. Pero llegaba demasiado tarde. Su padre había tenido diez años para hacerla y, ahora que no le quedaba más remedio, pretendía descargarse de la culpa trasladándole el peso a él. ¡Qué camino más fácil! ¡Y qué cobarde! ¿Qué iba a contarle que él ya no supiera? ¿Que les habían dicho que su madre había muerto? ¿Que les perdonase? ¿Que creyeron que le estaban haciendo un favor al adoptarle porque de otra manera habría acabado en un orfanato?
Cuando volvió a la habitación, el teléfono estaba sonando de nuevo. Lo cogió y empezó a protestar sin comprobar de quién era la llamada.
—¡Odio que me despierte el teléfono en medio de una resaca! —Y mintió para tratar de terminar con todo aquello—. ¿Qué pasa con la tele? Ayer estuve de fiesta toda la noche. ¡No! ¡No la vi!
—¡Carlos, no vuelvas a colgarme! Tengo que enseñarte algo.
Pero el joven tampoco quería ver nada de lo que pudiera enseñarle. Probablemente la carpeta con las siglas «C.G.», en la que debía de guardar las pruebas de que a ellos también los habían engañado. Quizá la falsa partida de defunción de su madre, los documentos de adopción y los del hijo muerto al que él sustituyó. ¡No! Hacía diez años que había pasado aquella página. Seguían sin interesarle los detalles. Cada cual que aguantase su vela, como había pasado siempre.
—Voy ahora mismo para tu casa.
Y entonces atajó el problema sin darle más opciones a su padre:
—Lo siento, pero tengo muchísima prisa. Estoy a punto de coger un vuelo. Volveré dentro de dos semanas. No te preocupes, estaré de vuelta para las Navidades, si es eso lo que te preocupa. Cenaré con vosotros en Nochebuena. Hablamos a la vuelta.
Y le colgó sin esperar su respuesta.
Dos horas después se encontraba en el aeropuerto de Manises con la modelo con la que viajaría a Nueva York.