42
Debería haber hecho caso a mi madre y dejar las cosas como estaban; a fin de cuentas, era lo que yo le había sugerido. Pero, como ya he señalado antes, su respuesta me dejó KO, aparte de hacerme sentir como si me hubiera abandonado dos veces —es curioso, ¿no?, sentí como si fuera la segunda vez que lo hacía, no la primera—. Pero hay más, su negativa a conocerme me sonó a misterio por resolver y, además del sentimiento de abandono, me picó la curiosidad. Y me dejé llevar por lo uno y por lo otro, aunque ninguna de las dos cosas fuese muy propia de mí.
Como gratificación por los excelentes resultados del ejercicio del año 1992, que acabábamos de cerrar, mi agencia se había descolgado regalándome el coche del año, un Citroën ZX gris metalizado que decidí estrenar yéndome a Valladolid. Aunque tal vez no debería utilizar el verbo «decidir», porque lo cierto es que de pronto me encontré conduciendo el coche como si estuviese obedeciendo a un impulso involuntario.
El departamento de medios de mi agencia había colaborado en la difusión de un anuncio en el que raptaban a una chica y la metían en un ZX con los ojos tapados con un pañuelo negro, para buscar un microfilm. Y así era como me sentía yo mientras me alejaba de Valencia: con una venda negra delante de los ojos y con la intención de buscar algo sin saber muy bien por qué.
Podría decirse que en aquellos días ni yo mismo me reconocía. Después de diez años viviendo en la inopia tan a gusto, dejé que la curiosidad y el sentimentalismo se hicieran conmigo y me metieran en aquel ZX en contra de mi voluntad, como a la modelo del pañuelo en los ojos.
En poco menos de seis horas, ya estaba en el Campo Grande, un parque situado en el centro pucelano, donde había un estanque con cascada, un montón de pavos reales paseando a sus anchas y varias fuentes enormes.
Me senté delante de una que simulaba un jardín rocoso. En la base, sentadas cada una en una roca, había seis sirenas con un pez en la mano, del que salía un chorro de agua. Creo recordar que, al lado de las sirenas, había también algunos delfines. En la parte superior, coronando el monumento, se veía un cisne con las alas extendidas y el cuello retorcido hacia arriba, como si fuese a echar a volar.
Había llegado a la hora de comer, pero me había tomado un bocadillo en la última gasolinera donde había repostado y no tenía hambre, así es que me dediqué a calcular mis próximos movimientos, contemplando los chorros como si ellos pudieran aclararme qué hacía yo allí.
Lo primero que se me ocurrió fue irme de cafetería en cafetería para ver si veía a algún pelirrojo que pudiera darme una pista sobre mi madre. Sólo conocía su nombre y sus dos apellidos —los había dicho el presentador del programa de la tele—, pero ni su dirección ni su teléfono, porque, por supuesto, en la productora no me los habían dado. Lo habrían hecho si les hubiera dicho quién era y para quién trabajaba, pero preferí mantener mi anonimato desde la primera llamada por razones obvias.
Parece una tontería —me refiero a lo de buscar pelirrojos—, pero yo tenía esa costumbre. No sé si les pasará a los demás. A mí me ocurre desde pequeño, cuando llego a un sitio cerrado, lo primero que hago es echar un vistazo para comprobar si hay algún otro pelo de panocha como yo. Es una especie de acto reflejo.
Luego pensé en ir al mercado de abastos. Con tanta fiesta, era lógico pensar que las señoras tendrían que llenar la despensa. Sin embargo, deseché la idea al instante: mejor hacerlo por la mañana, que es cuando suelen ir ellas.
También se me ocurrió darme una vuelta por las tiendas de regalos. Dentro de nada sería Reyes, y seguro que a ella le quedaría algo por comprar, como a todas las madres de este mundo. Pero también lo rechacé. No era cuestión de perder el tiempo a lo loco.
Aunque la verdad es que lo perdí sin enterarme. Cuando miré el reloj, habían pasado casi dos horas y estaba empezando a oscurecer. Hacía frío. Me había dejado el abrigo en el coche y la humedad me estaba calando hasta los huesos, así es que decidí buscar un hotel con encanto y esperar la inspiración al calorcito de una buena chimenea.
Encontré uno en el centro de la ciudad, una casa palacio del siglo XVI que habían inaugurado hacía unos meses, a unos pasos del ayuntamiento y de la plaza Mayor.
Me dieron una habitación con una cama de dos metros de ancho llena de cojines. No sé qué me pasó, pero me tumbé vestido encima de la colcha, con la intención de descansar un poco del viaje y echarme luego a la calle, y me desperté a la mañana siguiente desnudo y tapado con las sábanas y las mantas.
En fin, a lo que vamos, que me fui a Valladolid sin saber muy bien para qué.
Al día siguiente me puse a dar vueltas por la ciudad como un tonto. Deambulé por las calles preguntándome por qué no me olvidaba de todo y me volvía para Valencia, pero no llegué a ninguna conclusión. Quizá lo que me dolía era la sensación de que mi madre había decidido por mí. Como si fuese ella quien hubiera impuesto las condiciones y no yo. Porque, al margen de mi curiosidad y de aquella especie de abandono doble que me empapó como la lluvia fina, también mi orgullo había recibido un golpe que no me esperaba para nada, un mazazo de órdago a la grande.
Sin embargo, la suerte jugó a mi favor, como me ha pasado muchas veces, y la respuesta a la pregunta de qué hacía yo en Valladolid me llegó como caída del cielo. Debía de llevar dos o tres horas andando sin rumbo de acá para allá, cuando de pronto comprendí que aquel viaje iba a cobrar sentido.
Fue uno de esos momentos impactantes de la vida que se quedan grabados a fuego. Mi corazón se puso a bombear sangre como un loco. Tuve que cerrar los ojos y volver a abrirlos para asegurarme de que no estaba sufriendo una alucinación. Luego los volví a cerrar y a abrir varias veces, con el pulso disparado y sin poder creer lo que estaba viendo. Pero era cierto. Sin proponérselo, mis pies me habían colocado delante de lo que jamás se me habría ocurrido buscar.
Rebobiné dentro de mi memoria y encontré la foto de mi madre embarazada. Nunca me había fijado sino en ella, en su cuerpo abultado y en aquella sonrisa de felicidad que a mí no me había dedicado nunca.
Sin embargo, allí estaba, lo recordaba muy bien, justo detrás de su cabeza, en blanco y negro y algo difuminado pero tan real como lo estaba viendo en aquel momento: el logotipo de una clínica que representaba una cigüeña sujetando un pañuelo con el pico. La clínica donde había empezado todo. La misma a la que me habían llevado mis pies.
Cuando me repuse de la impresión, entré por una puerta giratoria por la que se accedía a un pequeño vestíbulo lleno de columnas, todo de mármol. De frente había una de esas escaleras que se bifurcan a los lados en el segundo tramo y, nada más entrar, a la izquierda, entre dos columnas, una garita con un letrero que decía «Información». Se notaba que el edificio se había concebido como vivienda y que lo habían remodelado para alojar la clínica. A la garita se accedía por una puerta que daba a las oficinas, situadas detrás de esta y separadas por una pared con una ventana corredera que estaba cerrada. A través de la cristalera, se veía que había otra mujer trabajando, el resto de las mesas estaban vacías.
Me dirigí a la garita de información y dije lo primero que se me pasó por la cabeza:
—¡Disculpe! Pasaba por aquí y no me he resistido a entrar. Me adoptaron en esta clínica. Mi madre biológica se ha puesto en contacto conmigo y me gustaría llevarle una sorpresa, si pudiera ser. Voy a celebrar mi cumpleaños con ella.
—Usted dirá. ¿Qué tipo de sorpresa?
—Pues… vamos a ver… quizá una foto con la comadrona que la atendió. No sé si todavía andará por aquí. Porque le hablo del año 1965.
La que me hablaba era una chica vestida de enfermera, coqueta como la que más, con los labios pintados de rojo y la blusa abierta hasta bien entrado el canalillo. En el bolsillo de la derecha llevaba un bolígrafo que le había dejado una mancha de tinta. Yo la miré con ojos seductores, le pedí que me hablase de tú y le dije lo bien que le sentaba el uniforme.
—Mi madre adoptiva perdió a un niño aquí el mismo día que yo nací. Y mi madre biológica era muy joven y no podía hacerse cargo de mí. Si tuvieras por ahí los archivos —y le señalé la mancha de tinta—, corazón de sangre azul…
Ella se llevó la mano al bolsillo donde tenía el bolígrafo y fingió que mis chorradas no la impresionaban.
—No sé… esto es muy irregular. Yo no puedo darte los nombres de nadie.
—Pero si no hace falta —le dije con mi mejor sonrisa—. Eso ya lo sé yo: Angustias Rodríguez Martínez y María Dolores González Rodríguez. Por cierto, ¿te han preguntado alguna vez que a quién le has robado esa boca salvaje?
La coqueta soltó una carcajada y se tapó los labios como si no quisiera que la escuchasen; yo insistí en que mirara en los archivos mientras le colaba otro estúpido piropo, esta vez sobre sus ojos de pantera.
Y así, entre piropo y piropo y tira y afloja, conseguí que entrase en la oficina y rebuscara en unos armarios mientras nos dedicábamos miradas a través de la cristalera. La otra mujer ni se inmutó, la miró como si la cosa no fuese con ella y siguió a lo suyo.
Al rato, la chica volvió con un libro de registro que llevaba escrito en el lomo el año de mi nacimiento. Yo le repetí los nombres y ella empezó a pasar hojas con su coquetería en alza, para soltarme la primera bomba de una batería que me dejó descolocado.
—Sí, aquí está tu madre biológica, Angustias Rodríguez Martínez. Estuviste en la incubadora unos días antes de que te adoptaran. ¿Cómo me dijiste que se llamaba tu madre adoptiva?
Yo me quedé sin habla. Pensé que el corazón me iba a estallar. Tenía la garganta seca y empecé a sudar. La enfermera había equivocado los nombres, pero… ¡aquel niño había muerto en la incubadora! Eso era lo que les habían dicho a mis padres. ¿De qué me estaba hablando aquella mujer?
La enfermera debió de ver mi cara descompuesta, porque empezó a mirarme con desconfianza, como si acabase de caer en la cuenta de que se había dejado engatusar y dudara entre cerrar el cuaderno y dejarlo abierto.
El sudor me caía por la frente. Durante un momento, creí que iba a perder los papeles y me iba a desmayar, pero mi instinto me dijo que tenía que hacer algo, que los piropos y las adulaciones ya no me valdrían de nada. Así que no me lo pensé dos veces: me incliné sobre el mostrador de información, le quité el libro de las manos a la enfermera y salí corriendo.
La chica dio un grito que debió de oírse en toda la clínica y levantó a la otra mujer de su mesa, pero, para cuando pudieron salir de la oficina, yo ya había cruzado la puerta giratoria y doblado la primera esquina corriendo, y luego la segunda.
No dejé de correr hasta que llegué al hotel con el corazón en la boca. No podía perder tiempo. Tenía que salir de Valladolid cuanto antes. Si la enfermera denunciaba el robo y le daba mi descripción a la policía, darían conmigo en cuestión de horas. Así que metí el libro en la bolsa de viaje, pedí la cuenta y pagué en efectivo. Por suerte, había dejado el ZX aparcado en la calle y no en el garaje del hotel. Por ese lado podía estar tranquilo, nadie conocía mi coche ni mi matrícula.
Dos horas más tarde estaba en un motel de carretera a las afueras de Madrid, uno de esos que alquilan las habitaciones por horas y en los que la identidad de los clientes es lo de menos.
Allí repasé hoja por hoja la libreta que me temblaba en las manos.