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Siempre he huido de los programas lacrimógenos. Detesto ver cómo los periodistas escarban en las heridas de los invitados para arrancar la compasión de los televidentes y obligarlos a seguir pegados a la pantalla. Pero el share es el share, qué se le va a hacer; su tiranía nos afecta a todos los que nos dedicamos a provocar necesidades de las que cualquiera podría pasar olímpicamente.

Pero allí estaba yo, viendo uno de aquellos programas, precisamente por culpa de la dichosa cuota de pantalla. Era principios de diciembre. Estábamos en plena campaña de Navidad para unos grandes almacenes cuyos anuncios se habían insertado en los programas de prime time de las televisiones privadas, que se estaban consolidando después de dos años de rodaje, y yo andaba zapeando de un canal a otro para informar del resultado.

La verdad es que no hacía falta que lo hiciera, porque, como toda firma publicitaria que se precie, teníamos contratado el servicio de una empresa que nos informaba al detalle sobre cada paso del proceso: cada anuncio, su impacto, cómo y cuándo se había emitido, los ratings de programas, las curvas de audiencias y mil cosas más que nos servían para planificar los medios en los que queríamos estar presentes.

Pero así soy yo, me gusta comprobar las cosas con mis propios ojos. Sé que es un defecto que me ocupa más tiempo del que debiera, en mi trabajo y en todo lo demás, pero disfruto como un niño jugando a cazar mis anuncios como si no conociera exactamente la hora, el minuto y el segundo en que van a aparecer.

En aquella época, todavía no me había hecho el hueco que ocupo ahora en la empresa. Había subido ya los primeros escalones, eso sí, pero me quedaban unas cuantas cimas por coronar. Mirando hacia atrás, podría decirse que era uno de esos recién salidos de la facultad que necesitan impresionar a su jefe para que le den una palmadita en la espalda. Pero lo cierto es que no era así. Llevaba ya nueve años en la agencia, y mis jefes confiaban en mi trabajo más que en el suyo propio.

Pero, bueno, no quiero desbarrar, que ya he vuelto a irme por las ramas. El caso es que aquella noche había invitado a cenar en mi casa a mi última conquista, la modelo que protagonizaba la campaña navideña de mi mejor cuenta. Nos disponíamos a celebrar que al día siguiente volaría con ella a Nueva York —en mi primer viaje con cargo al presupuesto del comité de dirección—, cuando me encontré de bruces con un programa de máxima audiencia que había dedicado varias emisiones a la desaparición de tres adolescentes que no habían vuelto a sus casas después de asistir a las fiestas patronales de un pueblo de Valencia.

Como aperitivo para la cena, yo había abierto una caja de caviar de beluga que me había regalado un cliente. Ni excesivamente salado ni seco. Como debe ser. Con la consistencia adecuada para que sus granos se separen fácilmente en la boca. Sin grasas suplementarias ni olor a pescado. Lo preparé como mandaba el protocolo: bien frío en su nicho de hielo y con su cucharita de nácar.

Le estaba ofreciendo a la modelo la última cucharada de las preciadas huevas de esturión, cuando el locutor presentó a una mujer pelirroja que aseguraba, conteniendo las lágrimas, haber tenido un hijo hacía casi veintiocho años en el mismo hospital de Valladolid donde le habían robado a la suya a la invitada de un programa emitido hacía un par de meses.

El caso ofrecía tantas similitudes, a pesar de que la mujer pelirroja sólo presentaba sospechas, que parecía evidente que las dos mujeres habían pasado por el mismo trance: una joven soltera embarazada, un hospital de beneficencia, una monja y un médico desaprensivos, un niño al que dieron por muerto, la complicidad de algunos funcionarios igualmente desaprensivos, y una madre que no había dejado de pensar en que la habían engañado.

Hasta esa noche, yo había creído la historia que me contó mi padre cuando los pillé en el renuncio de la fotografía: mi madre había muerto en el parto y ellos no se habían atrevido a decirme nunca nada para que no los rechazase. Pero cuando vi a aquella mujer con el pelo rojo y rizado, que había parido el día anterior al de mi nacimiento y en el mismo sitio donde se tomó la fotografía de mi madre embarazada, el estómago se me volvió del revés.

No quería creer lo que estaba delante de mis ojos. No podía. No sabía cómo procesarlo. ¡No!

Mi cabeza era una olla a presión. Me excusé con la modelo diciéndole que me estaba sentando mal el caviar y le pedí un taxi por teléfono para que la llevase a su casa.

Nunca he soportado tener que volver a pensar en algo que ya considero zanjado. No hay nada que me moleste más que esa frasecita sobre los flecos sueltos con que algunos pretenden marear la perdiz cuando no saben pasar página. ¡Joder, joder, joder! ¡Hay que ser más resolutivos!

Hacía diez años que me había hecho a la idea de que no tenía padres. Punto final de una historia que habría preferido ignorar. Un libro cerrado que se empeñaba en abrirse por sorpresa para colocarme en un disparadero.

La mujer aparentaba unos cuarenta y cinco años. Se comía la cámara como si hubiera nacido en un plató de televisión, explicando su historia con los labios y las manos temblorosos, pero con una rotundidad capaz de taladrar el cemento armado y convencer al más incrédulo.

Estuve a punto de apagar el televisor en varias ocasiones, pero no pude. Aquella mujer era más fuerte que yo. Mucho más.

Fue la noche más larga de mi vida.