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—No lo entendí, ¿sabe usted?, pero lo dijo con tanta seguridad… Yo sólo tenía diecisiete años, y el doctor entró detrás de ella y me dijo lo mismo: que había cogido una infección en el quirófano que podría transmitirle al niño y que los recién nacidos identifican la cara de la madre con el pecho, y si se acostumbran a ella desde el principio, no quieren otra cosa y no podría destetarle si se me pudría la leche.

»Le habían puesto unas manoplas que le llegaban por encima de las mangas del jersey, porque tenía las uñas muy largas y se arañaba la carita. No consintieron en quitárselas para que por lo menos le besara las manos. Me dijeron que por ahí era por donde más podía entrarle la infección y me quedé sin verle ni siquiera un trocito de la piel.

»Ella me arrimó a mi niño al pecho mientras él me sujetaba los brazos para que no cayera en la tentación de quitarle el pañuelo de la cara, y después se lo llevaron.

—¿Tiene usted pruebas?

—No, señoría, no las tengo. Pero yo estaba sana, y el niño también.

—¿Algún testigo que pueda ratificarlo?

—No, señor, no los tengo. Mi abuela no pudo venir para el parto, no podía dejar la viña sola. No había nadie que se encargase de la mula.

—¿Vio al niño en algún momento?

—Nunca lo vi. Me explicaron que había que dejarlo en la incubadora porque se había puesto muy malito, y luego me enseñaron una caja de cartón y me dijeron que el entierro era muy caro, que ellos se encargarían de todo.

—Déjeme ver las partidas de nacimiento y de defunción.

—¿Las partidas, dice usted? Pero si no me dieron nada. ¡Nada! Ni siquiera la ropita que yo había llevado.

—¿No las pidió en su momento?

—Me dijeron que le enterrarían como un feto abortado y que no hacía falta que yo tuviera ningún papel. Aquella monja se había portado tan bien conmigo que la creí a pies juntillas. Se la recomendó a mi abuela una chica de mi pueblo a la que le había pasado lo que a mí. ¡Cómo iba yo a figurarme nada de una monja! Ella me buscó una habitación en un piso con otras chicas, me consiguió trabajo como limpiadora en un colegio y me firmó la cartilla del Servicio Social para que no tuviera que hacerlo.

»Si hubiera sabido yo entonces lo que hacían… Pero a los dos días me pusieron en la puerta y nunca más supe de ellos. Y yo soñaba todas las noches que el niño me llamaba. Me despertaba envuelta en sudor y después ya no me podía dormir. Y así llevo casi cuarenta años. Durmiendo a ratos. Porque yo no he podido olvidar. ¡No, señor!

—¿Y el padre?

—El padre no se hizo cargo. Desapareció cuando yo me vine a la ciudad. Me casé con un ferretero después de esperarlo cinco años, ¿sabe usted? Y tuve dos hijos como dos soles, que me han dado cinco nietos. Quién sabe si del primero tengo también alguno…

—¿Y por qué está tan segura de que ese hombre es su hijo?

—¡Ay, señor juez! ¡No me pregunte usted eso! ¡Lo sé! ¡Tiene que ser! ¿Cómo si no habría dado conmigo?

—Igual que habrá dado con otras madres. Probablemente, la suya no sea la única puerta que haya tocado.

—Pero será la única en la que haya dicho mi nombre.

—¿Y cuántas María Dolores González Rodríguez cree usted que habrá en España?

—¡Es mi hijo, señoría! ¡Tiene que ayudarme a encontrarlo! No puedo perderlo otra vez. Por lo que más quiera, ayúdeme a dar con él. Necesito verle. Por favor. Me lo arrancaron con malas artes. Por favor. Yo le quería.

—¡Está bien, no se ponga usted así! No llore. Si está en lo cierto, volverá a preguntar por usted.

—Pero ¿y si no vuelve? Ya va para un mes que preguntó por mí. ¡Dios mío! ¿Por qué me iría yo a la playa? ¡Un capricho de mis hijos! ¡Con lo bien que habría estado yo en mi casa…! Si me viera así mi difunto, que no consentía en que derramara una lágrima… ¡Mi santo sí que era un buen hombre! Pero se me murió hace un año. ¡Ayúdeme! En el hospital me han dicho que usted puede abrir una investigación. ¡Por lo que más quiera, señor juez!

—¡Vamos! Tranquilícese. Tome un poco de agua.

—No quiero agua. ¡No, señor! Yo lo que quiero es que me ayude a buscar a mi hijo. Porque sí, habrá muchas María Dolores González, seguro que sí, pero dígame usted cuántas habrán parido a los diecisiete años en el Hogar Cuna.

—Sí, lo comprendo, señora, pero se lo he dicho todas las veces que ha venido: sin pruebas no puedo hacer nada. Si le dijeron que murió sin cumplir las veinticuatro horas, lo inscribirían como legajo en el registro de abortos. Tráigame eso, al menos.