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A comienzos de octubre de 1992, a punto de cumplir veintidós años, el hijo de María Dolores González, Camilo Sanz González, se trasladó a Tarragona para iniciar la primera licenciatura en Enología que se ofertaba en España, en una universidad que había nacido el año anterior y que debía su nombre al historiador Antoni Rovira i Virgili, presidente del Parlamento catalán durante la II República.
Camilo había obtenido el título de Ingeniero Técnico Agrícola el curso anterior, y ya había ganado algún premio que otro con las uvas del majuelo que había heredado de su bisabuela Mila.
Unos días antes del viaje de Camilo a Tarragona, la familia se encontraba reunida frente al televisor después de cenar, cuando, de repente, María Dolores se levantó del sofá y se marchó a su dormitorio visiblemente excitada.
Estaban viendo un programa especializado en buscar personas desaparecidas, que estrenaba su segunda temporada después del éxito rotundo de una primera que había iniciado su andadura a principios de año.
En el momento en que María Dolores se levantó de su asiento, la pantalla mostraba a una mujer de mediana edad abrazando a su hija, mientras el presentador explicaba que, en la clínica donde había dado a luz hacía veintiocho años, a la madre le habían asegurado que su bebé había muerto a las pocas horas de nacer, debido a una infección en el oído interno. Ambas lloraban y se besaban agradeciéndoles a Dios y a la labor de los redactores el milagro de haber podido encontrarse.
Todo el plató, incluidos el presentador, los cámaras y los regidores, se había contagiado de las lágrimas de las dos mujeres.
La joven se había puesto en contacto con la productora hacía unos meses, durante la primera temporada del programa, tras averiguar por casualidad que su grupo sanguíneo no coincidía con los de sus padres.
El presentador había introducido su caso en un debate previo con algunos especialistas, informando sobre las leyes de adopción que regían hasta entonces, que amparaban el anonimato de las madres biológicas y negaban el derecho de los hijos a conocer a sus progenitores, hecho que, según opinión de uno de los expertos, posiblemente también había condicionado la actitud de la mayoría de los padres adoptivos, que solían ocultarles a los niños el origen de su filiación, bien por miedo al rechazo, bien por evitarles la sensación de abandono que podía generarles.
El debate se había centrado en la capacidad de percepción de un gran número de hijos adoptados que, aparentemente sin motivos, sospechaban desde pequeños sobre su verdadera identidad, y en el tesón de algunos de ellos al intentar averiguar sus orígenes.
La invitada de aquel programa cumplía todos los requisitos: la sospecha desde niña de que era adoptada, la negativa sistemática de los padres adoptivos a confirmárselo y el empeño de ella en llegar hasta el fondo y conseguir que le confesaran la verdad.
Los padres adoptivos también estaban en antena y juraban por lo más sagrado, llorando y abrazando a su hija y a la madre biológica, que antes de firmar los papeles de adopción el médico les había enseñado la partida de defunción de la madre biológica y les había asegurado que la niña acabaría en la inclusa si no la adoptaban.
Santiago se levantó detrás de María Dolores y la siguió hasta el dormitorio, donde ella empezó a caminar de un lado a otro como un animal enjaulado. Las fechas coincidían, y la historia no podía ser más parecida a la suya.
—¿Te das cuenta, Santi? Yo tenía razón. Mi hijo vive.
Se movía a grandes zancadas alrededor de los muebles, con los brazos cruzados sobre el pecho y rodeándose a sí misma como si quisiera deshacer el vacío que había sentido en sus brazos durante veintiocho años.
—¡Lo sabía, lo sabía! —exclamó como si acabasen de confirmarle algo que era más que evidente. Se detuvo delante de la ventana y su excitación se transformó en una especie de reencuentro consigo misma que la hacía parecer ausente de todo, ajena al mundo, incluso a su marido, que la miraba sin saber cómo reaccionar.
La luna apenas era un trazo dibujado en cuarto menguante, una línea delgada y expresiva que indicaba que su ciclo estaba a punto de cumplirse. Al día siguiente comenzaba el otoño, melancólico y rojizo, con sus arboledas desnudas y su promesa de regeneración. Dolores pensó en aquella coincidencia. Todo tiene un principio y un fin. Los ciclos siempre se abren y se cierran. No hay luna nueva sin cuarto menguante, ni primavera que no haya visto previamente las hojas muertas de los árboles desperdigadas por el suelo.
María Dolores miró hacia arriba, alzó las manos con los dedos cruzados y volvió a pronunciar una y otra vez «lo sabía, lo sabía», como si con aquella doble afirmación estuviera agradeciéndole al más allá que, por fin, hubiera atendido sus plegarias. También para ella empezaba un nuevo ciclo.
Santiago nunca la había visto tan llena de vida, tan exultante y, al mismo tiempo, tan ensimismada, tan hacia dentro, como si quisiera recoger su alegría y guardarla en lo más profundo, porque lo que acababa de ver en la televisión confirmaba a ciencia cierta su propia historia. Aquella madre y aquella hija, que lloraban en medio del plató, no eran sino la viva encarnación del sueño que ella acariciaba desde hacía más de un cuarto de siglo. Alguien parecía haber abierto una puerta que ella podría cruzar con la certeza de que al otro lado le esperaba lo que estaba buscando.
Y tenía razón: para María Dolores, la escena que acababan de presenciar suponía todo aquello y mucho más, porque aquella madre que había arrancado el llanto de todos, aquella mujer de mediana edad que temblaba besando a su hija por primera vez, demostrándole al mundo que el tiempo, tarde o temprano, acaba por hacer su trabajo, era ella misma, María Dolores González Rodríguez, abrazando a su hijo, reconociéndose en él, desprendiéndose del desconcierto de sus brazos vacíos.