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Cuando Urbana sintió las primeras contracciones, la comadrona envió a Rufino a La Ventolera para que informase a su suegra de que el parto se presentaba difícil. El bebé venía de nalgas, y era tan grande que la comadrona no entendía cómo un cuerpo tan pequeño como el de la parturienta había podido soportar aquel embarazo.

Ya había empezado a caer la tarde. La vendimia estaba en pleno apogeo, los remolques salían cargados de las viñas y enfilaban hacia la calle Real dejando a su paso sus regueros de mosto.

La abuela Mila estaba poniendo las seras en su carro cuando vio cómo se acercaba Rufino por la vereda que daba a la cabañuela montando a todo galope la mula de Urbana, la única cosa que le había permitido llevarse a su hija, porque ella misma se la había regalado poco antes de que la deshonrase un Calile.

Rufino debía de haber recorrido a pie la calle Real, porque traía los bajos de los pantalones manchados de mosto.

—Dice la comadrona que no sabe si su hija Urbana soportará el parto.

—Mi hija se llamaba Morgana, y murió el mismo día en que se casó contigo —contestó ella mientras descargaba en una sera el contenido de un cesto pequeño, un cuévano de esparto de los que casi nadie utilizaba ya, debido a que su falta de rigidez hacía más difícil su manejo que el de los de mimbre.

Rufino se bajó de la mula y se colocó entre su suegra y los cestos que aún le faltaban por colocar.

—Ese día la mató usted en vida, y le juro que no sabe cuánto daño le hizo. Pero hoy puede morirse de verdad.

Ella le apartó con el brazo y continuó con su labor como si no le afectase lo que acababa de escuchar.

—¡Nadie puede morir dos veces!

—Su hija está allí abajo, esperándola, y no pienso moverme de aquí sin usted.

Pero no hubo manera de convencerla. Rufino esperó a que terminase de cargar las seras y la siguió hasta el lagar de la cooperativa, donde descargó su uva como siempre, la última, para no coincidir con los demás.

Urbana parió a su hija sola, mientras su marido esperaba en la cooperativa un gesto de su suegra que indicase que iba a cambiar de opinión. Pero la abuela Mila se marchó sin mirarle, por el mismo camino por el que había llegado.

En contra de lo que esperaba la comadrona, la niña nació sin complicaciones, pelirroja como su madre y con la misma piel arrugada. Urbana se la puso en el pecho antes de que le cortaran el cordón umbilical, manchada de sangre y de sebo, recién llegada a la vida para compensarla de todas sus lágrimas.

—Le pondremos Dolores —le dijo a un Rufino emocionado, incapaz de cerrar la boca desde que vio a su mujer con su hija en brazos.

—Pero si hoy no es el día de los Dolores.

—Su santo será todos los días. Si a ti no te parece mal.

Y él la miró sonriendo y las besó a las dos.

Dos meses más tarde, cuando Rufino supo que su mujer se estaba muriendo de tifus, cogió a su hija en brazos y se subió con ella en la mula para llevarla a La Ventolera.

—Urbana me ha pedido que la cuide usted cuando ella falte —le dijo a la abuela sin bajarse de la mula.

Y ella extendió los brazos para coger a la niña sin decirle al padre una palabra.

Ni una sola vez preguntó por su hija durante los cuarenta días que duró la enfermedad. Nada había cambiado para ella.

Cuando llegó el momento de enterrarla, se colocó frente a su yerno y le soltó a bocajarro:

—Se llamaba Morgana, ¿estamos?

Rufino la miró sin entenderla, pero asintió con la cabeza igual que si fuese un autómata, como si no pudiese hacer otra cosa, y dejó que continuara hablando:

—Con ese nombre nació. Y ninguna ley puede obligarme a que grabe otro sobre su tumba. No puedo enterrarla con su padre, tú ya sabes por qué, pero he comprado un nicho al otro lado del muro. ¿Estamos o no estamos?

Él asintió de nuevo, sin fuerzas para llevarle la contraria, y se colocó junto a su suegra para formar el cortejo, ella con la niña en los brazos y él sin dejar de llorar. Delante de ellos caminaban el párroco y su monaguillo, quien tocaba una campanilla al paso del carro que portaba el ataúd.

Al llegar al cementerio, la enterraron en un nicho sobre el que colocaron una lápida donde había grabados dos nombres: el primero, sólo el de pila, y el segundo, con el apellido que les correspondía a los dos: Vicente y Morgana Rodríguez.