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Mi abuela ya estaba muy delicada por aquel entonces. Le habían dado varias anginas de pecho y prácticamente vivía de la cama al tresillo, como le pasó a mi padre antes de morirse. Pero ella se las apañaba bien. Mi santo y yo quisimos ayudarla muchas veces, pero ella no consintió en coger ni una peseta nuestra. «¡Cosas de vieja —decía—, yo me como lo que yo guiso, no me hace falta más!»

Le habían reconocido una pensión de viudedad, después de mil gestiones y de que el abuelo llevase desaparecido más de cuarenta años, y con eso y lo que sacaba de la uva le había dado para construir otra cabaña y contratar a un rumano que la había ayudado en la última vendimia, para que viviese en el majuelo con su mujer y le cuidase las tierras, y de paso también la atendiese a ella. Fue uno de los primeros que acudieron al pueblo; después llegaron a montones y la gente empezó a desconfiar —a veces con razón, no digo yo que no, porque algunos metían la mano donde no les correspondía—, pero la mayoría venían huyendo del hambre y se habrían conformado con los restos que dejábamos nosotros en la mesa. ¡Pero, en fin, esa es otra historia!

El caso es que aquella noche llegué a La Ventolera pasadas las diez. Mi abuela estaba escuchando la radio y cosiendo. La tele no le gustaba. Decía que le parecía que los que había dentro la miraban y que ella no sabía qué hacer. Yo le había regalado una en color cuando lo del mundial de fútbol que hubo en Madrid, pero la tenía de adorno, llena de figuritas que mis hijos le habían ido llevando de recuerdo de las vacaciones.

Cuando vio que aparecía a aquellas horas, con la cara descompuesta, se me quedó mirando y me dijo que sabía que ese momento llegaría tarde o temprano. Eso me dijo, señor juez. «¡Sabía que llegaría este momento!» Y se echó a llorar pidiéndome perdón con tanta amargura que pensé que iba a darle otro ataque al corazón.

Y yo, que la quería como si fuera mi madre, cuando la vi así, encogida y cayéndosele las lágrimas como nunca en la vida, en vez de perdonarla, la odié con todas mis fuerzas. Porque yo no quería que me pidiera perdón ni que llorase con aquella angustia. No había ido a verla para que fuera ella la que se hundiese en la pena. No tenía derecho a hacerme eso. ¡No, señor! Era yo la que tenía que llorar. La que tenía que gritarle que no debería haberse callado, que había sido cómplice del peor hombre de este mundo y que me habían destrozado la vida. Pero ella no dejaba de llorar y de pedirme que la perdonara, arrugadita en su sillón, estirando los brazos con las manos abiertas, como diciéndome que me acercase para abrazarla. Y yo no podía. ¡No podía! La miraba sin hablar ni moverme del sitio, estribada contra la pared para no caerme, mordiéndome las ganas de morirme.

Así me quedé hasta que llegaron los rumanos, asustados por los gritos de mi abuela. «¡La va usted a matar!» La mujer se sacó unas pastillas del bolsillo de la bata y le puso una debajo de la lengua. Y el marido se me quedó mirando sin preguntarme nada, como si pudiese entenderme con los ojos. Me ayudó a separarme de la pared, me sujetó hasta que me senté en el sofá, tiesa como si me hubieran congelado, y le dijo a su mujer que me preparase una tila. Tenía los ojos muy negros y muy redondos, y unas cejas espesas y separadas, mucho más oscuras que el poco pelo que le quedaba en la cabeza. Me miraba como si supiera que a mí también me habían matado. Como si ya hubiera visto antes la expresión que yo tenía en la cara. Por eso no le hacía falta preguntarme. Porque él ya había visto la muerte en vida. «¡No se preocupe, todo pasa, lo malo también!» Y me obligó a beberme la tila a sorbitos mientras su mujer acostaba a mi abuela.

Eran casi las once cuando me fui sin haber cruzado una palabra con nadie, ni con los rumanos ni con mi abuela. Ella seguía llorando en la cama, muy bajito, como un gato recién nacido. Y yo me fui sin haber podido acercarme, sin un beso, sin un abrazo, sin mirarla. ¡Ay, Señor! ¡Cuánto daño le devolví sin pensarlo! ¡Y cuánto me arrepentí luego! Porque no volví a verla hasta que tres semanas después me avisaron de que había pasado a mejor vida como un pajarito, sin hacer ningún ruido.

Cuando llegué a Valladolid, en vez de irme a mi casa aparqué el coche en el centro y me puse a dar vueltas por las calles. Había empezado a nevar y no se oía ni un alma.

Casi todas las ventanas estaban a oscuras. Yo buscaba las que se veían con luz, me las quedaba mirando y me imaginaba quién viviría allí y qué estarían haciendo. Y ¿sabe una cosa, señor juez? ¿Sabe lo que yo sentía mirando aquellas ventanas? ¡Una envidia que me arrugaba el corazón! ¡Sí! ¡Pura envidia! Porque yo me figuraba que la gente era feliz detrás de aquellos visillos corridos, que sus vidas eran tranquilas, que sus casas estaban calientes y que seguían encendidas las luces porque estaban celebrando un cumpleaños, como tenía que haber celebrado yo el de mi hijo con toda mi familia.

Volví a mi casa pasadas las dos. Mi santo me estaba esperando muy asustado, porque yo no me había encomendado a nadie cuando cogí el coche aquella tarde. El pobre había llamado a mis hijos al ver que yo no aparecía. Todos estaban allí, incluidos los niños de Charito, que por entonces tenían cuatro y seis años. Cuando metí la llave en la cerradura y le di la vuelta para abrirla, oí el revuelo de sus voces en el recibidor. Los críos se abrazaron a mis piernas cuando me vieron entrar, y Santiago, Camilo, Charito y su marido se quedaron mirándome sin decirme nada, igual que me había pasado con el rumano. Pero sus miradas eran diferentes. Como si les diera miedo preguntar. Yo estaba empapada y temblando igual que una hoja. No había abierto la boca desde que maldijera al coronel, y todavía me retumbaban los juramentos en la garganta, y el llanto de mi abuela en el corazón. Pero cuando les vi a todos esperándome… mirándome tan asustados… No sé… Me pasó algo por la cabeza… Como si de pronto me hubiera dado cuenta de que Santiago tenía razón cuando me decía que había que mirar para adelante…

En fin, qué más voy a contarle, señor juez, la vida empieza tantas veces…