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La maquilladora había retocado los brillos de María Dolores un segundo antes de que volviera a encenderse el piloto rojo de su cámara. La mujer no se había movido de su asiento durante los dos minutos que había durado la publicidad.

Sentado en la silla contigua estaba Santiago, que le había pasado la mano por el hombro para darle fuerzas.

El presentador retomó el programa agradeciendo las llamadas de apoyo que había recibido la invitada y anunciando que iba a entrar en directo un joven que respondía a las particularidades del caso.

—Buenas noches, ¿con quién hablo?

—Me llamo Antonio Cuesta.

En aquel instante, Carlos empezó a sudar. Se sirvió un whisky solo y se lo bebió de un sorbo.

—¿Desde dónde nos llama?

—Desde Sevilla.

En el plató reinaba un silencio absoluto. La cámara buscó los ojos de María Dolores y fijó la imagen mientras se oía una interferencia.

—Por favor, baje el volumen de su televisor para que no se acople el sonido.

Carlos apagó el aparato, se sirvió otro whisky y se lo bebió de un trago. Después se tapó la cara con las manos, temblando, intentando no imaginar lo que estaba ocurriendo en el estudio. Tenía la boca reseca. El sudor empezó a empaparle la frente y a traspasarle la camisa por las axilas y la espalda.

—Perdone, estoy un poco nervioso.

—No se preocupe. ¡Cuéntenos!

—Pues… Verá… Me he decidido a llamar porque…

María Dolores cerró los ojos y agachó la cabeza. La mano de Santiago apareció por detrás de la imagen abrazándole la nuca mientras el realizador cambiaba a plano general.

Carlos se sirvió otro trago. No le hacía falta ver lo que estaba sucediendo para saber que el cuerpo de aquella mujer estaba diciendo que no en ese mismo momento. Aquel cuerpo sabio y erguido que parecía hablar por sí mismo, aquel cuerpo menudo y seguro, que se expresaba sin necesidad de sus ojos y sus manos, estaba diciendo que no. Carlos lo sabía aunque no lo estuviera viendo, porque su cuerpo también lo estaba gritando, temblando como una hoja y sudando a chorros.

—Verá… Es que…

La llamada se interrumpió segundos antes de que María Dolores se levantase de su silla y saliera del plató seguida de Santiago, que colocó la palma de la mano delante del piloto rojo para que dejase de enfocarles.

Carlos se quitó la camisa empapada y empezó a beber directamente de la botella. Abrió la puerta de la terraza, se acercó hasta el borde y miró hacia abajo.

Y el abismo tiró de él con fuerza para que viera su fondo negro y hueco, para que lo sintiera debajo de los pies, tan fácil, tan ajeno, tan definitivo; pero también para que los pies se agarrasen a la tierra y se negaran al salto, para que el encantamiento no durase más que una fracción de segundo, un instante entre el vuelo y la quietud, entre los ojos cerrados y la visión de la nada acercándose a cámara lenta.

El abismo es así: predecible, repetido en sí mismo, igual para todos. Para Carlos también.