4

La única persona del pueblo que supo que María Dolores se había quedado embarazada a los diecisiete años recién cumplidos fue su abuela materna.

Se llamaba Camila, aunque en el pueblo la conocían como la abuela Mila. Vivía en una casilla a la que todo el mundo llamaba La cabañuela de la Ventolera, situada a unos kilómetros del pueblo, junto a las viñas que había heredado de sus padres.

La casilla había sido previamente una especie de chamizo de ramas de árboles que su marido construyó cuando se acercaba la vendimia de 1936, para vigilar que nadie le robase la uva.

El abuelo Vicente trabajó en el ayuntamiento como mozo para todo hasta que le ofrecieron el puesto de alguacil, que él aceptó siempre y cuando le permitiesen ausentarse en la época de la vendimia.

Sus suegros habían plantado el viñedo con el único propósito de obtener un buen vino para el uso familiar, pero sin ningún tipo de orden. Unas cuantas hectáreas salpicadas de cepas de verdejo, tinta y viura en medio de la meseta pedregosa que rodeaba el pueblo. El terreno se distinguía de las fincas vecinas por un surco en barbecho permanente que actuaba como linde, de forma que, hasta que alcanzaba la vista, todas las fincas parecían una sola, una enorme extensión de verde que se perdía en el horizonte. Un mar tranquilo, sin olas, suspendido sobre los cantos rodados entre los que se enraizaban los plantones.

Nada más heredar el terreno, el abuelo ingresó en la cooperativa que había fundado un grupo de vecinos unos años atrás para comercializar la uva, y decidió transformar la viña en un auténtico majuelo, como habían hecho los demás cooperativistas, un viñedo limpio y ordenado, mucho más fácil de vendimiar, cuyas cepas se agrupaban según el tipo de uva, alineadas en paralelo. Por un lado, el verdejo, de racimos apretados y pequeños; por otro, el viura, de uva grande y brillante; y por último, el tinto, con sus hollejos de color negro azulado.

Todos los años, cuando los racimos empezaban a pintar, el abuelo Vicente construía su cabaña y se instalaba allí desde que salía el sol hasta que se ocultaba en aquel horizonte de cepas, con la única compañía de un botijo y una petaca en la que guardaba su tabaco de liar y su mechero chisquero.

A mediodía, la abuela Mila le llevaba un cocido recién hecho y permanecía con él hasta que pasaban los calores de la siesta.

A veces, cuando la solana se estrellaba contra los guijarros, el abuelo echaba unas ramas sobre el suelo de la cabaña y le pedía a la abuela que se tumbase a su lado. Mientras el sol apretaba, ellos aprovechaban la sombra de la cabañuela para perderse el uno en el otro.

A la abuela le encantaba decir que allí, sobre las ramas secas, habían engendrado a la madre de María Dolores a los pocos meses de casados. La niña nació el 29 de julio de 1931, el día de san Urbano, por lo que, según mandaba la costumbre, con ese nombre debían bautizarla. Pero el gobierno de la República estaba preparando una orden ministerial que abría la posibilidad de asignar a los recién nacidos nombres de cosas o ideas que no tenían por qué proceder del santoral, señalando, por ejemplo, que tan buenos eran los nombres de Libertad o Constitución como el de Rosa, y que el único límite a respetar, para poder inscribirlos en el registro, era el del buen gusto.

La madre de la abuela Mila había sido maestra antes de casarse, y solía contarle a su hija leyendas antiguas sobre lugares lejanos. Una de las que más le gustaba a la abuela Mila era la de la hermana del rey Arturo, pelirroja como ella, la reina de Avalón, la discípula del mago Merlín, que podía transformase en cualquier cosa y curar las enfermedades: la reina Morgana. Y así fue como le pusieron a la niña, Morgana. Un bebé pelirrojo y feúcho que a la abuela le parecía el más bonito del mundo, con la piel tan clara que casi parecía transparente. La abuela Mila se pasaba horas mirándola mientras dormía. Olía como los cachorrillos de los animales, a pura inocencia. Muchas veces, cuando estaba muy quietecita, la madre acercaba la oreja a su boca para comprobar si respiraba. Había nacido tan pequeña que apenas tenía fuerzas para mamar, pero ella se sacaba la leche y se la metía en la boca con una cuchara hasta que se vaciaba los pechos. Y así consiguió que engordase, poco a poco, con mucha paciencia, la misma que tuvo que emplear a medida que crecía, porque cada cucharada que le acercaba a los labios suponía un desafío. Cada comida era un llanto que le duraba hasta la siguiente, y una negociación detrás de otra para acordar cuántas porciones podían quedarse en el plato. Sin embargo, a pesar de su desgana permanente, aunque nunca llegó a tener el tamaño de los otros críos de su edad, la niña creció sana y bien proporcionada. Parecía una muñeca, pequeñita y feliz, con la piel clara y llena de pecas.

Desde el día en que nació, no dejó de acompañar a su madre a la cabañuela donde su padre cuidaba las viñas. Apenas fueron unos años, pero siempre que pensaba en él, lo veía en La Ventolera con su botijo y su tabaco de liar, encendiendo un cigarro con el chisquero mientras contemplaba las cepas que se perdían en el horizonte, soñando con el momento en que todo aquel verde se llenase de vendimiadores.

Hasta que este murió, no había época del año que le gustase más a la abuela Mila que la de la vendimia.

A la salida del sol, el pueblo entero se congregaba en la plaza para despedir a los jornaleros que se iban en sus carros, y a mediodía y por la tarde, en la calle Real para verlos de vuelta.

Cuando empezaba a oscurecer, los carromatos formaban una caravana que recorría todo el pueblo —desde el camino que daba a los majuelos hasta la última casa, junto a la que se situaba el lagar de la cooperativa.

Por las fisuras de los carros rebosantes, se filtraba un reguero de mosto que escurría calle abajo dejando tras de sí un olor fresco y dulzón que lo impregnaba todo.

Las mujeres y los niños, entre risas y empujones, seguían a la caravana con botellas y calderos que llenaban directamente de los chorros de mosto. Con él harían su vino del año.

Una vez terminada la vendimia, las mujeres lavaban en el río los cestos de mimbre y, luego, cada uno en su majuelo, quemaba las cabañuelas y los sarmientos de la poda. Ese mismo día, al atardecer, empezaba una fiesta para darle la bienvenida al otoño, en la que no faltaban la romería y los fuegos artificiales.

Era la época más alegre del año. Todos parecían felices. Todos soñaban qué comprarían con lo que habían sacado de la venta de la uva, porque hasta la siguiente vendimia no volverían a encontrarse con los bolsillos medio llenos. Unos, una pelliza nueva; otros, las legumbres y el aceite para el invierno, la lana para un colchón, una manta, un cobertor, unas polainas o la almendra y la miel para los dulces de las Navidades.

El ritual se repetía año tras año. Desde que comenzaba a amarillear la uva hasta que cada cual se cubría con su abrigo, sus medias o su manta recién comprada, después de quemar sus cabañuelas.

Sin embargo, la vida cambió de un día para otro, cinco años después del nacimiento de Morgana, cuando se produjo el golpe de Estado de mil novecientos treinta y seis.

El mundo se vino abajo y se lo llevó todo por delante.

Los militares rebeldes a la República se hicieron con el control de Valladolid nada más pronunciarse el Alzamiento. Las consignas de José Antonio Primo de Rivera sobre «los puños y las pistolas», alentadas por Onésimo Redondo, habían calado en la capital vallisoletana, donde se había producido la unificación de las dos formaciones falangistas.

La represión comenzó el mismo 18 de julio, al atardecer. Numerosos civiles afiliados a partidos políticos y sindicatos fueron capturados en la Casa del Pueblo, donde se habían refugiado para tratar de organizarse contra la sublevación militar.

El gobernador civil, el alcalde y el diputado socialista fueron pasados por las armas. Las calles, los parques y las tapias del cementerio comenzaron a sembrarse de decenas de cadáveres que algunas veces permanecían expuestos durante horas, antes de acabar en las fosas comunes que poblaron las cunetas y los montes de la provincia.

Algunos alcaldes socialistas de pueblos cercanos a la capital se habían desplazado hasta allí para recibir órdenes. Muchos de ellos no volvieron nunca; tampoco el del pueblo de la abuela Mila.

En seguida se propagó el rumor de que todo el que hubiera trabajado en el ayuntamiento, fuera en el puesto que fuese, sería considerado desafecto al nuevo régimen.

El mero hecho de que el abuelo Vicente hubiera sido alguacil municipal durante la República y le hubiese puesto a su hija un nombre ajeno al santoral podía llevarlo a la cárcel o a la muerte. De manera que, por lo que pudiera pasar, en un intento desesperado de esconderlo, o por lo menos de quitarlo de la vista, la abuela Mila le pidió a su marido que sustituyera las ramas de la cabaña por ladrillos y echara una capa de cemento en el suelo. Después, la acondicionó con un catre, una mesa con dos sillas, una cocina de carbón y una lámpara de carburo, y se trasladaron con su hija a vivir allí, de donde la abuela no se mudaría nunca más.

Al abuelo Vicente lo mataron antes de que terminara la vendimia del 37, dos meses después de que Morgana cumpliera seis años. Una de tantos huérfanos que creció sabiendo que nunca podría enterrar a su padre en lugar sagrado, aunque conocía con exactitud el hueco que ocupaba en la parte exterior del muro del cementerio, adonde acompañaba con frecuencia a su madre para llevarle flores, siempre a hurtadillas, para que nadie supiera que ellas sabían.

La abuela Mila murió cincuenta y seis años después, en su cabaña de La Ventolera, tan encogida y arrugada que nadie diría que aún no había cumplido los ochenta. Durante toda su vida, soñó que algún día podría recuperar los restos del abuelo y trasladarlos al otro lado del muro para ponerle una lápida con su nombre, su apellido y las fechas de su nacimiento y de su muerte. Un sueño que nunca vería hecho realidad.

Su nieta María Dolores pasó con ella una parte muy importante de aquellos años. De ella aprendió a respetar el único medio de vida que conocía la abuela cuando se quedó viuda con una niña de seis años que sacar adelante: los majuelos. Que nadie los pisara, porque la viña no pisada demostraba que había sido bien cuidada; respetar los tiempos; comprobar si la uva ha clareado cuarenta días antes de la vendimia; cortar algunos racimos para que otros cobren fuerza; no recogerlos húmedos ni por lluvia, ni por niebla, ni por rocío para que el agua no afecte a la calidad del mosto; recogerlos uno a uno, cuando el sol aprieta, para que no se adelante la fermentación.

La abuela sabía cuándo tenía que empezar la recolecta sólo con mirar las vides. Si el raspón había empezado a ponerse marrón, significaba que entre la hoja y el racimo ya no circulaba la savia. Entonces, estrujaba una uva entre los dedos y decía:

—¡Pegajosa! ¡Doce grados, seguro! ¡Ya no prospera más!

Y empezaba de nuevo el ritual. Se humedecían los cestos para que no estuvieran demasiado secos y no se rompiera el mimbre. Se pisaba la viña por primera vez desde que la uva empezó a pintar, y se cortaban los racimos para colocarlos en el carro de modo que no se aplastasen unos a otros, con suficiente aire, en un montón esponjoso que María Dolores y su abuela llevarían a la cooperativa a la caída de la tarde, cuando el último tractor de la caravana de vendimiadores estuviera ya limpio y encerrado. Sin fiesta, sin algarabía, sin chiquillos que corrieran tras los chorros de mosto que derramaba su remolque.

Porque aquel final del ritual, en el que la abuela había participado un año tras otro desde que tenía memoria, se acabó para ella la noche en que oyó el sonido de una ráfaga de fusil que llegaba desde el muro del cementerio y, a los pocos segundos, siete tiros de pistola que ella contó abrazando a su niña, con el corazón hecho pedazos, sabiendo que uno de ellos la dejaba viuda, sin muerto al que velar.

Al día siguiente, las llevaron a ella y a Morgana a la iglesia, bautizaron a la niña con el nombre que le correspondía por su fecha de nacimiento y después las condujeron a empujones al cuartelillo de la Guardia Civil.

Al verlas llegar, el teniente se levantó de su silla, cogió unas tijeras que tenía sobre la mesa y se colocó frente a la abuela Mila.

—¡Rojas pelirrojas! —exclamó como si hablara para sí mismo—. Siempre me he hecho una pregunta que nadie ha sabido contestarme hasta ahora.

Y le dirigió a la abuela Mila una sonrisa de lascivia mientras le subía la falda con la punta de la tijera y le indicaba con un gesto que se bajase las bragas ella misma.

—Si eres tan amable… Me gustaría saciar mi curiosidad.

El resto fue silencio y dolor. Un silencio que sólo se rompía con el sonido metálico de las tijeras, que se abrían y se cerraban mientras el suelo se llenaba de vello. Y un dolor que hubiera sido soportable si los ojos del teniente no hubieran buscado los suyos, recreándose, con una sonrisa que no abandonó hasta que las sacó a las dos del cuartelillo completamente rapadas y las obligó a recorrer la calle Real mientras los vecinos cerraban las contraventanas, algunos presos del miedo, y otros para no aumentar su humillación.

Desde entonces, nadie volvió a ver a la abuela Mila ni a su hija Urbana con la cabeza descubierta. Si tenían que bajar al pueblo, lo hacían a deshoras, cuando las tiendas estaban a punto de cerrar y las calles empezaban a vaciarse. Siempre tapadas con un pañuelo y vestidas de negro, pero siempre erguidas, con la cabeza levantada y mirando de frente.

En el pueblo nadie habló nunca de aquel episodio. Jamás volvió a mencionarse la guerra. La victoria se impuso como un salto en el tiempo que podía borrar lo vivido. Un paréntesis cerrado que nadie se atrevía a abrir. Una venda que tapaba la sangre. Un duelo sin llanto. Un pecado sin culpa y sin reparación.

La abuela continuó cuidando del majuelo del abuelo Vicente, produciendo su uva tinta, su verdejo y su viura con la misma pasión que aprendió de él y sin dejar de pertenecer a la cooperativa. Pero, en la época de la vendimia, en lugar de participar en la caravana que inundaba de mosto la calle Real, ella esperaba a que los carros de los otros majuelos hubieran descargado su uva, se dirigía con el suyo hacia la cooperativa e iniciaba su propio ritual.

Avanzaba en su carro calle arriba cuando el sol ya se estaba poniendo, dejando un rastro de mosto al que nadie acercaba ninguna botella. Ella sabía que la observaban desde el interior de las casas cerradas, desde que entraba por el camino de los majuelos en dirección a la cooperativa hasta que regresaba de vuelta y bajaba la calle con el carro vacío, arreando a su mulo a golpe de riendas, callada, erguida, de luto, con su dignidad intacta, recordándoles a todos que, por mucho silencio que se hubieran impuesto, su grito retumbaría siempre a su paso. Mudo, sí, pero tan ronco y tan fuerte como si no se lo estuviera callando.