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En el mismo colegio que yo, estudiaba el hijo del director del banco donde trabajaba mi padre con la categoría de oficial de primera.
Nuestras familias se conocían desde siempre y nosotros nos habíamos criado prácticamente como hermanos. Pero, de todas formas, aunque no nos hubiéramos conocido de antes, seguro que en el colegio nos habríamos hecho amigos, porque los dos sufríamos el mismo tormento: algunos de nuestros compañeros de clase se empeñaban en provocarle a él las mismas dudas sobre sus orígenes que me provocaban a mí, y con la misma intención de hacerle polvo.
Conmigo no tuvieron éxito —al revés, me sirvió para espabilarme—, pero al otro pobre lo hundían en la miseria. Llevaba gafas desde que tenía cuatro o cinco años y le corrigieron un estrabismo que le obligó a llevar un ojo tapado durante un tiempo. Y los recalcitrantes se aprovechaban también de eso para llamarle de todo.
Yo no sé qué manía tienen los aprendices de chulos con buscar siempre a una presa para amargarle la vida. Como decía mi primer jefe de la agencia publicitaria, «tendrá que ser así», ya que los niñatos no se cansaban de agobiar a mi amigo con sus tonterías.
—Dice mi madre que la tuya nunca estuvo embarazada. ¡A ti te encontraron debajo de un puente, cuatro-ojos!
Y a él se le activaba la glándula lagrimal y empezaban a caerle unos chorros que le empapaban el babi y traspasaban hasta el uniforme, mientras yo iniciaba la maniobra de los gritos y los aspavientos que nos rescataban de los listillos que se parecían a sus padres.
A mi amigo le pasaba lo contrario que a mí: era moreno y oscuro como los gitanillos de la feria, y sus padres, rubios y altos como los aristócratas. Con frecuencia me he preguntado por qué estos tienen siempre niños rubios de ojos azules. No hay más que verlos para saber que, detrás de esa piel sonrosada y feliz, hay un apellido compuesto. Pero, en fin, a lo que vamos. El caso es que, si ya éramos amigos, en el colegio no había quien nos separara. La desgracia compartida es así, o te une o te mata, y a nosotros nos hizo uña y carne.
La zanahoria y el café con leche no parecen muy compatibles, pero sólo hay que batir la primera para que los que van de modernos consideren la combinación un desayuno exquisito.
Mi amigo se llamaba José Luis. A medida que fue creciendo, se le fue aclarando la piel hasta llegar a un tono tostado que le daba un aire de latin lover con el que me quitaba a todas las novias. Se compraba siempre unas gafas de diseño que le daban también un aire de intelectual tímido con el que yo no podía competir.
Yo tampoco era feo, esa es la verdad. Cuando crucé la horrible frontera de la adolescencia, aún conservaba algunas pecas, pero nada que ver con el aspecto de colador que me caracterizaba en la infancia. El pelo se me había oscurecido bastante y, de no ser por la barba, que me delataba si no me afeitaba aunque fuese un solo día, podría haber pasado por un rubio oscuro o por un moreno cobrizo.
Dicen que la auténtica humildad está en reconocer las propias virtudes, y en eso nunca he tenido problemas, siempre he sido de lo más humilde. Desde luego, no alcanzaba el atractivo de José Luis, pero en lo que él no podía competir conmigo, de ninguna manera, era en el tono de mis ojos verdes, que les guiñaba siempre a la fea porque a la guapa ya se la había camelado mi amigo.
Fue él precisamente el que me dio la noticia que iba a poner nuestras vidas patas arriba.
Mi amigo se presentó el día de su cumpleaños en mi agencia. Era lunes y hacía tiempo que habíamos decidido tomarnos esa semana libre para celebrar su aniversario a lo grande con dos modelos de infarto. Era año bisiesto y la semana terminaba justamente el 29 de febrero, cosa que nos pareció de lo más evocadora. Él tenía que recogerme en la agencia y desde allí nos iríamos al aeropuerto, donde habíamos quedado con las chicas para coger el primer vuelo que saliese hacia el Caribe, daba igual el país, el destino decidiría por nosotros.
Pero él no traía maleta, se me quedó mirando y, después de decirme que se anulaba el viaje porque tenían que operar a su madre de la cadera, me soltó a bocajarro:
—¡Tenían razón! ¡Los niños del colegio decían la verdad!
Y yo me preparé para escuchar lo que, tarde o temprano, tenía que salir a la luz. El secreto mejor guardado de nuestra niñez, del que yo decidí olvidarme cuando comprendí que sólo me traía quebraderos y más quebraderos de cabeza.
Él, como siempre, había activado sus glándulas lagrimales sin el menor pudor y, en aquella ocasión, consiguió que también las mías se volviesen locas.
—¡Tenían razón, Carlos! ¡Pero no somos adoptados! ¡Nuestros padres nos compraron!
—¿De qué estás hablando?
—Me lo acaba de confesar mi madre. Ella no podía tener hijos y tus padres la pusieron en contacto con una clínica privada donde le dieron la solución.
—¡La someterían a algún tratamiento de fertilidad!
—¡Sí! Un tratamiento que les costó más de doscientas mil pesetas de la época. ¡El precio de un piso!
—Pero ¿qué barbaridad estás diciendo? ¡A tu madre se le ha ido la olla!
—¿Te acuerdas de los viajes que hacían todos los veranos tu padre y el mío en el Seat 600 cuando decían que se iban de pesca? —Y se sumió en un llanto contagioso que, entre convulsión y convulsión, le colocó al borde de un precipicio del que no podrían librarlo ni mis gritos ni mis estrategias de colegial—. ¡Joder, Carlos! —añadió como si quisiese arrastrarme a mí también hacia la nada—. ¡Nos compraron a plazos! ¡No iban a pescar! ¡Iban a pagar las anualidades!
A mí se me humedecieron los ojos, abiertos como platos, y a punto estuve de descontrolarme cuando él se derrumbó y se sentó en el sofá tapándose la cara con las manos y entre lágrimas y convulsiones.
Yo siempre había tenido claro que me habían adoptado, lo tenía asumido desde hacía años. Es más, muchas veces había imaginado mis orígenes, fantaseando después de que mis padres me jurasen una y otra vez que ellos me habían traído al mundo.
Cuando era un chaval, en la oscuridad de mi habitación, después de cada metedura de pata de mis compañeros de colegio, me recreaba en las posibilidades que me ofrecía mi imaginación desbordada: que me encontraron en un cesto abandonado en la puerta de un convento; que alguna mujer de esas que llaman de la vida les había entregado el fruto de su trabajo, incapaz de determinar el número de padres que podía adjudicarme; que había aparecido envuelto en una manta entre los escombros de alguna demolición después del último desbordamiento del Turia, que yo situaba ocho años después de cuando se produjo la riada para que me cuadrasen los tiempos, pues de tanto escuchar historias sobre aquella inundación la recordaba como si realmente la hubiera vivido en primera persona; o que los dueños de un circo me habían dejado en la basura nada más terminar las Fallas, antes de irse de Valencia en sus carromatos de colores, con sus fieras en sus jaulas y su carpa bien doblada.
Sin embargo, si era cierto lo que decía José Luis, aquello superaba todos los límites de mi fantasiosa imaginación.
—¡Nuestra vida es una mentira! —me dijo mirándome a los ojos después de recomponerse.
Y yo, mirándole también fijamente y señalándole con el dedo como si él fuera el culpable de aquella monstruosidad, le grité:
—¡No quiero saber nada de esta mierda!