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María Dolores González salió del juzgado con la misma respuesta que había obtenido las cuatro veces anteriores que había acudido al juez. Y con las mismas lágrimas.
Un mes atrás, coincidiendo con el primer aniversario de la muerte de su marido, supo que habían preguntado por ella en la ferretería. El esposo había muerto de un día para otro de una hepatitis aguda fulminante, y los hijos quisieron apartarla de los recuerdos llevándosela con ellos para que conociera el mar. Y aquel viaje supondría el principio de una pesadilla de la que no conseguía despertarse.
A la vuelta del viaje, en el piso de la capital donde vivía desde que se casó, María Dolores encontró una nota del dependiente de la ferretería, en la que este la informaba de que un joven había preguntado por ella y por una caja de cartón.
No le hizo falta más. En aquel instante supo que su hijo la estaba buscando, y el desasosiego con el que había vivido desde que lo trajo al mundo se convirtió en esperanza.
¡Cuántas noches en vela preguntándose dónde estaría su hijo! ¡Si sería feliz! ¡Quién lo habría amamantado! ¡Quién le habría puesto la mano en la frente cuando tuviese calentura! ¡Quién lo habría llevado al colegio y vestido con su traje de almirante en su primera comunión! ¡Quién habría sido su madrina de bodas! ¿Quién?
Pero nunca encontró las respuestas. Así que se guardó sus preguntas sólo para ella y esperó.
Después de dar a luz, continuó como limpiadora del colegio que le había buscado la monja. Se imaginaba cómo sería su hijo y buscaba sus facciones en las de los niños que crecían a su alrededor. Porque su sexto sentido le decía que tenía que estar vivo.
En el colegio conoció al hombre más bueno de la tierra, Santiago Sanz, un ferretero viudo, zurdo y tartamudo, que, nada más volver del parto, la contrató para que recogiese a su hija de tres años en la guardería y se la llevase a la tienda. ¡Su santo! Tímido y dulce como nadie. Siempre vestido con el mismo mono azul con el que despachaba los tornillos y los clavos. Guapo hasta decir basta. Y con las manos tan grandes que, cada vez que se las metía en los bolsillos del mono, reventaba las costuras que María Dolores zurcía una y otra vez hasta que no le quedaba más remedio que añadirles unos parches.
Habían pasado treinta y cuatro años desde que se dieron el «Sí quiero» en una antigua colegiata cercana al domicilio del que María Dolores no debería haber faltado en el primer aniversario de su muerte. Y casi treinta y cinco desde la primera vez que Santiago la invitó a las fiestas de san Pedro Regalado, el patrón de la ciudad, un monje franciscano al que se le atribuían numerosas curaciones milagrosas. ¡Treinta y cinco años! Pero María Dolores lo recordaba como si hubiera sucedido el día anterior. Nunca podría olvidar cuando la sacó a bailar, le rodeó la cintura con sus manos enormes y le dijo que tenía los ojos más tristes del mundo. Hacía casi cinco años que se conocían pero, excepto sobre temas relacionados con la niña, a quien María Dolores seguía recogiendo en el colegio para llevarla a la ferretería, nunca habían hablado de nada personal. Ella sonrió y bajó la vista simulando que no quería perder el ritmo del pasodoble. Y él bailó en silencio hasta que, a mitad de la canción, le acercó su boca a la oreja.
—Tu pelo es igualito que las cepas en otoño, cuando las hojas se ponen todas naranjas.
María Dolores no sabía de dónde sacaba su santo la habilidad para decirle aquellas cosas —sin tartamudear, de corrido, como si las hubiera ensayado—, porque delante de los demás no era capaz de construir una frase sin arrastrar cada sílaba de cada palabra y, mucho menos, de enseñar aquella vena romántica que guardaba sólo para ella.
—¡Eres un poeta! —le decía María Dolores entre risas cada vez que él le dedicaba un piropo.
Y a él se le subían los colores y volvía a su tartamudeo.
Antes de cumplir el año de casados ya tenían dos hijos, la niña que aportó su marido al matrimonio, que para entonces tenía nueve años y en seguida empezó a considerarla su madre —aunque la suya estaba presente en una fotografía de novia sobre el aparador del comedor—, y un varón al que María Dolores no pudo darle el pecho porque, cuando se lo acercaba al pezón, le venían a la mente la carita envuelta en el pañuelo que sujetaba la monja y los brazos del médico forzándola a estarse quieta.
Santiago conocía la historia desde su noche de bodas, cuando le bajó los tirantes del camisón y ella le confesó llorando que no era el primero.
—No estoy entera. Te lo tenía que haber dicho, pero cada vez que lo intentaba se me ponía un nudo en la garganta que no me dejaba respirar.
Y le pidió perdón una y otra vez por no haberle contado antes su secreto, sin dejar de llorar, sujetándose el camisón para tapar su cuerpo desnudo, como si no tuviera derecho a aquella noche.
Santiago la abrazó, le besó la melena del color de las cepas en otoño y la echó sobre la cama. Y mientras le secaba las lágrimas con la mano derecha, metió la izquierda por debajo del camisón y la acarició despacio, muy despacio, con la misma ternura que si estuviese acariciando una flor a punto de deshojarse. Y buscó las humedades que iban a desbordarse para los dos aquella noche.
Después, sin dejar de besarla, se puso sobre ella y dejó que sintiera su peso, su olor, su sudor y su aliento.
Y ella se dejó querer por el hombre más bueno del mundo. El de las manos enormes, el que se olvidaba de su tartamudeo y su timidez para convertirse en poeta para ella, el que se despertó abrazado a su espalda y volvió a llenarla de besos. ¡Su santo! La única persona que supo escucharla cuando le contó el presentimiento de que su hijo vivía.
—Me lo dice mi alma, Santiago. Me mintieron todos, y no entiendo por qué.
Al día siguiente, sin decirle nada a su mujer, Santiago se dirigió al registro del hospital donde María Dolores González había dado a luz, se acercó a la ventanilla y le preguntó al funcionario por el niño, por el médico y por la monja que había ayudado en el parto.
—¿Se hace usted una idea de cuántas mujeres han parido aquí desde enero de 1965? —le respondió el funcionario en un tono que, más que contestar su pregunta, parecía que le estaba reprendiendo por haberla hecho—. ¿Y de cuántas pierden a su bebé y se niegan a reconocerlo?
—Si por lo menos pudiera darme el nombre del médico… Puede que él recuerde…
—¡Los médicos van y vienen! ¡Me está usted hablando de hace más de cinco años, muy señor mío! ¡Tendría que bajar al archivo general! Y no puedo dejar la ventanilla sola. Vuelva usted dentro de una semana, aunque dudo que pueda ayudarlo.
Santiago regresó una semana después, y luego otra, y otra, y otra, pero siempre obtuvo la misma respuesta, en el mismo tono y con igual contundencia. Hasta que, un día, se encontró con que habían sustituido al responsable de la ventanilla y el nuevo funcionario estaba al tanto de sus idas y venidas al hospital.
El sustituto parecía más comprensivo que el anterior, y su tono mucho más amable, pero sus palabras no distaban demasiado de las de su compañero.
—¡Créame! No le hace usted ningún bien a su señora fomentándole las figuraciones. Yo que usted la ayudaría a olvidar y no perdería ni un minuto más de mi tiempo. La pobre no pudo con la pena de perder a su niño. Hay que entenderla, una cosa así va contra natura. Pero negándolo no cambiará lo que no tiene vuelta de hoja. Seguramente ni tan siquiera haya hecho su duelo como Dios manda. Llévela al cementerio y rece con ella por el difunto, verá como así consigue que lo acepte.
Santiago supo entonces que no había nada que hacer. Nunca sacaría nada en claro del hospital. Por otro lado, aquel funcionario podía tener razón. Había que mirar hacia delante. Santiago tenía que hacerle entender a María Dolores que había que dejar atrás el pasado y pensar en los hijos que podrían venir. No había más consuelo que ese. Hubiese ocurrido lo que hubiera ocurrido, había que ponerle el único remedio que le habían aconsejado. Y aquella misma mañana se lo propuso a su mujer.
—Esta tarde vamos al cementerio y llevamos un ramo de flores. Si el niño está ahí, bendito sea el ramo, y si no está, a otro le servirá.
Y así, año tras año, en el aniversario de la supuesta muerte del bebé, ambos acudían a la fosa común del cementerio para depositar su ramo de flores y rezar un padrenuestro, él creyendo que ayudaba a esposa, y ella para que su marido creyese que la estaba ayudando.