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—¿Se puede saber qué es lo que está pasando?

—Que tu amiguito ha metido las narices en arenas movedizas, eso es lo que está pasando. ¡Escúchame bien! Quedamos hace años en que no husmearías nunca más en el asunto.

—¡Escúchame tú a mí, Manolito Cervera, y diles tú a tus amiguitos que se han pasado de la raya!

Carlos pronunció cada una de aquellas palabras en tono de amenaza, recalcando el término «amiguitos» y señalando con el dedo índice al inspector Cervera.

Le había abordado media hora después de dejar a Alba frente a la Estación del Norte, en un restaurante cercano a la comisaría donde el inspector solía reunirse con sus compañeros para comer.

El detective estaba compartiendo mesa con unos agentes de uniforme cuando Carlos entró en el establecimiento. Nada más verle aparecer, Cervera le hizo un gesto para que le siguiera hasta el servicio de caballeros y, tras comprobar que se encontraba vacío, comenzaron a discutir.

No era la primera vez que se veían en aquel mismo lugar. Hacía doce años, cuando Manolito Cervera todavía era un aspirante a inspector que tenía que hacer méritos para subir de categoría, Carlos también había ido a buscarle a aquel restaurante.

Desde que se conocieron la noche del golpe de Estado frustrado, habían coincidido en varias ocasiones, casi todas en eventos relacionados con el mundo del motor, al que ambos eran aficionados.

La relación entre ellos se había mantenido siempre en un plano bastante superficial; sin embargo, unos días después del regreso de Carlos de Valladolid, tras haber leído la libreta que le había robado a la enfermera de la clínica, acudió a él para pedirle un favor.

En aquella época, el inspector todavía conservaba un cuerpo musculoso y fuerte y aún no había adoptado la gabardina como su seña de identidad. Carlos le llamó para citarle en la cafetería y, al verle, le pidió que le siguiera a los servicios de caballeros y que cerrase la puerta con cerrojo.

—Se trata de un asunto muy delicado. Extremadamente delicado, diría yo. Si te lo pido es porque sé que mantendrás el secreto. Pero tendrías que jurármelo sobre la Biblia.

Manolito Cervera le miró con cara de asombro y torció la boca mientras sopesaba la respuesta.

—¿Y por qué he resultado yo agraciado con ese regalito?

—Porque sí.

El futuro inspector soltó una carcajada y le dio una palmada en el hombro.

—¡Me gusta tu chulería, nen, siempre me ha gustado! O sea ¿que no sabré de qué se trata hasta que jure que no abriré la boca?

Carlos sonrió como respuesta. Llevaba en la mano un maletín que no había soltado en ningún momento. Lo apoyó en el lavabo para abrirlo, dejó a la vista unos recortes de periódico que había en su interior y sacó una Biblia que colocó sobre su palma izquierda. Luego levantó la derecha en un gesto ceremonioso, e invitó a Manolito Cervera a que procediese al juramento.

El detective volvió a soltar una carcajada, divertido ante tanta solemnidad, juró sobre la Biblia y añadió que Dios se lo llevase de este mundo si faltaba a su palabra.

—¿Te parece mi vida suficiente como prenda?

Carlos hizo un gesto afirmativo con la cabeza, guardó la Biblia y sacó del maletín un sobre cerrado que le entregó al inspector.

—Te espero mañana en mi casa a las nueve en punto. Quiero saberlo todo sobre el individuo que te he puesto aquí.

Y se dirigió hacia la puerta con la intención de abrir el cerrojo. Pero Manolito Cervera le interrumpió el paso apoyando su espalda contra la puerta.

—No tan deprisa, camarada. Ahora me toca jugar a mí —le dijo mientras le cogía el maletín y sacaba la Biblia, para colocársela en la palma de la mano y adoptar la misma postura ceremoniosa de Carlos—. No abriré este sobre si no me juras que me explicarás punto por punto en qué andas metido.

Carlos había previsto su reacción. Desde que decidió acudir a Manolito Cervera, contaba con que no se conformaría con entregarle la información que iba a pedirle. Por eso no lo dudó: puso la mano sobre el libro sagrado, le contó lo que había sucedido y juró por su vida que era cierto.

No tenía mejor baza que jugar. Acababa de abrir una caja de explosivos que se activarían en cadena si no controlaba bien la situación. Cervera tenía contactos con las fuerzas vivas del régimen franquista, algunos de ellos guardias civiles que habían pertenecido a la trama del golpe del 81 y habían conseguido que sus nombres no apareciesen en las listas de imputados. El mismo Manolito se había jactado, en algunos de sus encuentros, de que si él hablase rodarían muchas más cabezas de las que habían caído en el juicio que mandó a los cabecillas a la cárcel.

Incluso antes de que Carlos le pidiese al inspector que jurase su silencio, sabía que lo tenía garantizado, porque el propio padre de Manolito, un sargento retirado, tan chulo como él, era uno de los que podía terminar entre rejas. Uno de los recortes de prensa que había dejado a la vista de Cervera le citaba en relación a la trama golpista.

Por otro lado, su puesto en la comisaría le permitiría investigar sin levantar sospechas.

Lo que había sucedido en los servicios del restaurante era puro teatro, una forma de implicar a Cervera en la investigación provocándole curiosidad y haciéndole creer que, más que un juramento, estaban sellando un pacto entre caballeros.

A la mañana siguiente, mientras le esperaba en su casa, Carlos repasó el cuaderno que le había robado a la enfermera de la clínica de Valladolid.

En la hoja correspondiente al 4 de enero de 1965, junto a los datos de la paciente que le había enseñado la enfermera —Angustias Rodríguez Martínez, natural de Alicante, nacida el 23 de noviembre de 1940—, aparecía el apunte de que su hijo había ingresado directamente en la incubadora desde el paritorio, y al lado, una anotación en la que figuraban los datos de la adopción: derivado al Hogar Cuna. 7 de enero de 1965. Capitán Podalas.

Lo había leído decenas de veces desde que lo abrió en el motel de la carretera de La Coruña, conmocionado y sin poder comprenderlo. Y cien veces más que lo leyera, seguiría sin comprenderlo y volvería a sentir la misma conmoción. Su madre había llorado toda la vida a un hijo que no había muerto, y había adoptado a otro al que nunca quiso. No tenía sentido.

El nombre de María Dolores González Rodríguez no aparecía por ningún lado. Ella había dicho en la televisión que había tenido a su hijo el 7 de enero de 1965 en el Hogar Cuna, adonde aquel mismo día habían derivado al bebé de la incubadora. Las piezas encajaban. Habían intercambiado a los recién nacidos. Pero ¿por qué? ¿Quién era el capitán Podalas?

Antes de pedirle ayuda a Manolito Cervera, Carlos había buscado en los listines telefónicos de todas las provincias y en los directorios que utilizaba en la agencia. El apellido Podalas no figuraba en ninguno, probablemente era ficticio. Sin embargo, en la hemeroteca había encontrado algunos artículos en los que se relacionaba aquel nombre con el asalto al Congreso del capitán Tejero. De ahí que Manolito Cervera se convirtiese en un recurso a tener en cuenta, una baza que no podía despreciar.

Podría haberle pedido a su padre la carpeta con las iniciales «C.G.», que sin duda guardaría más piezas del puzle, pero de momento prefirió no implicarle para evitar tener que darle explicaciones. Cuantos más datos encontrase por sí mismo, mejor. No podía arriesgarse a estar equivocado. Tenía que averiguar la identidad de ese bebé. Y sólo después se plantearía si lanzaba aquella bomba capaz de destrozar a todos los afectados.

A las nueve en punto de la mañana, Manolito Cervera tocó el timbre de su casa. Carlos le observó por la mirilla antes de abrir. Llevaba en la mano el mismo sobre que él le había entregado la tarde anterior, que blandió cuando se dio cuenta de que Carlos le estaba mirando desde el otro lado de la puerta.

—¡Esto huele que apesta, camarada! —le dijo en cuanto le abrió, y extendió el brazo para que Carlos contemplara el sobre—. Yo que tú me olvidaba del temita ¡ya! Cuanto más he tirado de la cuerda, más porquería ha salido a relucir. —Cervera se tapó la nariz con un gesto de repugnancia y señaló el sobre—. Aquí lo tienes todo. Pero sólo te daré la información si me prometes que no removerás la porquería más allá de lo que voy a contarte yo. —Y extendió la mano para que Carlos se la estrechase antes de explicarle verbalmente la información que contenía el sobre—: Podalas era un nombre de guerra, pero le falta un pequeño detalle: lleva acento en la «o». ¡El capitán Pódalas! Se lo puso él mismo. Él y sus tijeras se hicieron famosos en toda la provincia de Valladolid cuando triunfó el Alzamiento Nacional. Sufrió un atentado que lo dejó en una silla de ruedas a principios de los setenta. Pero, paralítico y todo, continuó en activo hasta que le obligaron a retirarse en la época de la Transición. Ahora vive en una finca de Salamanca. Cerca de la Peña de Francia. Tenía un asistente de toda la vida, un chusquero que le hacía de chófer y le bailaba el agua en sus múltiples hazañas. Se retiró con él y estuvo un tiempo a su servicio en la finca. Pero… Ahora viene lo más grande… —Manolito Cervera hizo una pausa para darle un toque de suspense a lo que iba a desvelar a continuación—. El susodicho montó luego una empresa de taxis aquí en Valencia. ¡A eso lo llamo yo cualquier cosa menos casualidad!

—¿Sabes el nombre del taxista?

—¡Es el dueño de los Calambuig! Ya he hablado con él. ¡Mal asunto, compañero! Le he apretado las clavijas a conciencia. Te ahorraré los detalles, pero te diré que lo único que he sacado en claro es que él obedecía órdenes. ¡Que sí, que traía niños a Valencia! Pero que si tira de la manta se lleva por delante hasta a mi padre. ¡Créeme, camarada, no va a aclararnos nada más! Sólo servía de correo.

Había empezado a nevar. Carlos miró a través de la cristalera que daba a la terraza y observó los copos que flotaban en el aire. Sin peso. Blancos. Resistiéndose a caer. Según su partida de nacimiento, al día siguiente cumpliría veintiocho años, pero si se atenía a los hechos que había averiguado, los había cumplido aquella misma madrugada.

Hay fechas que se quedan grabadas para siempre en el calendario. Y aquel 7 de enero de 1993 se quedaría grabado en el de Carlos como el principio de una cuenta atrás que terminaría veintiún años más tarde.

Cuando Manolito Cervera se marchó, él se subió de nuevo a su Citroën ZX, pero en aquella ocasión no se dirigió hacia Valladolid, sino a la finca donde vivía el coronel retirado.

Unas horas más tarde, cuando ya estaba anocheciendo, tomó el desvío de la carretera de Salamanca que le conduciría a su destino.