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Aquel día volví a casa echando pestes de José Luis. No tenía derecho a meterse en mi vida, por mucho que quisiera destrozar la suya. Además, había que ser un cobarde para tratar de engañarme con aquella argucia. ¡Un cobarde y un gilipollas! Porque si pensaba que su abogada iba a convencerme cuando él no había podido, conociéndome como me conocía, estaba claro que no había otros adjetivos en el diccionario que lo definieran mejor. Por lo menos a mí no se me ocurrieron en ese momento, porque cuando llegué a mi ático y abrí la puerta me vinieron a la mente muchos otros que ahora no merece la pena mencionar y que tenían más que ver con lo rastrero y execrable que con la estupidez.

Lo vi todo tan claro como el agua cristalina nada más abrir la puerta. No había duda de que lo que pretendían la abogada y su cliente era alejarme del ático. Los hombres que habían preguntado por mí sólo querían cerciorarse de que había caído en la trampa y habían esperado a verme salir para ponerme el piso patas arriba.

Con lo que no debían de contar era con que aquella mañana el pobre de Sergi, mi portero, había decidido arreglar los setos de arizónica.

Supongo que aquellos secuaces no se dieron cuenta de su presencia hasta que terminaron el trabajo, y que él, ensimismado en su música, tampoco oyó el ruido que debieron de hacer los intrusos mientras revolvían todos los cajones de la casa, incluidos los del archivador, y desparramaban el contenido por cualquier parte: papeles, calcetines, sábanas, camisas, libros, ropa interior, cubiertos, mis corbatas de seda y yo no sé cuántas más con las que sembraron el suelo, los sillones, la cama y las encimeras de la cocina, probablemente para simular un robo que no se creería ni el más tonto, porque no se llevaron ni un solo reloj de los que solía dejar en los vacía-bolsillos que todo el mundo tenía la manía de regalarme.

No quiero imaginarme la cara del pobre Sergi cuando los descubrió. Ni el suplicio que debió de pasar cuando lo inmovilizaron y lo metieron en la bolsa de basura que ya había empezado a llenar con la poda de la arizónica.

¡No se puede ser más retorcido! Si llego a quedarme con José Luis y su abogada más tiempo… Sólo cinco minutos más… Estoy seguro de que habría llegado tarde…

El pobre chaval estaba tan asustado que, cuando desaté la bolsa, creyó que los agresores habían vuelto y se tapó la cara con las manos esperando que le descargasen algún golpe.

La policía se presentó en mi casa antes de que me diera tiempo a llamarla. Según me dijeron, los habían avisado los vecinos, alertados por el escándalo.

Para mi sorpresa, el que se iba a encargar de la investigación no era otro que mi amigo Manolito Cervera, al que hacía más de un siglo que no veía pero cuya trayectoria conocía de sobra: un matón de tres al cuarto que ingresó en la brigada por enchufe, sin oposición y sin dos dedos de frente, como siempre.

Se había abandonado tanto físicamente que parecía que en cualquier momento podrían estallarle los botones de la camisa. Jamás se quitaba una gabardina vieja y arrugada que solía llevar desabrochada, dejando a la vista su barriga cervecera.

Me saludó como si se alegrase de verme, aunque a mí no me hacía maldita la gracia. Se había sacado del bolsillo una libreta pequeña y había empezado a escribir con un lápiz cuya punta se llevaba a la boca cada vez que terminaba una frase.

—¡Hombre! Pero si tenemos aquí al hijo del alférez de la División Azul. ¿Qué tal está tu padre?

—Muerto. ¿Y el tuyo?

—También.

Nos habíamos vuelto a ver en varias ocasiones desde el famoso 23-F, y siempre me saludaba de la misma forma, con su aire de superioridad y de perdonavidas pero tratando de hacerme sentir que me encontraba ante uno de los míos. Yo le seguía la corriente por pura comodidad, porque me traía sin cuidado aquel sucedáneo de Colombo.

Pero aquel día no tenía ganas de jueguecitos y decidí ir al grano:

—¿Vas a buscar huellas dactilares?

Él chupó la punta del lápiz y me miró como si acabase de entrometerme en su trabajo.

—Lo primero es lo primero, chiquet. Aquí las preguntas las hago yo. ¿Qué crees que andaban buscando los tipos que han hecho esto? ¿Tienes enemigos?

Y yo le dije que sí, que tenía un montón de enemigos y que todos se volverían locos por esparcir mis calzoncillos y mis calcetines por la encimera de la cocina.

—¡Uy, uy, uy! ¡Prueba no superada! —me contestó imitando a los presentadores de un concurso que acaparó la audiencia de los viernes en los años noventa y en el que yo había colocado a más de un patrocinador—. ¿Qué apostamos a que te obligo a colaborar? ¿Dónde está la caja fuerte?

Yo barajé en un momento las posibilidades que me vinieron a la cabeza. Si José Luis y Alba Cruces habían actuado a la desesperada, enviando a aquellos matones a buscar las pruebas que yo me negaba a reconocer que tenía, habían fallado estrepitosamente, porque entre mis muchos defectos está el de ser bastante desconfiado; mi caja fuerte la tenía bien camuflada en el fondo de un armario cristalero que los ladrones ni siquiera habían tocado. Ahora bien, sobre lo que mi amigo ya no tendría dudas sería sobre el destino de los archivos de mi padre, porque lo que sí me habían robado eran las carpetas clasificadas por orden alfabético. En cuanto José Luis las viera, sabría que no habían terminado en la basura y que faltaba la que más le interesaba. Mi amigo no era tonto. Conocía bien a mi padre, y si el suyo había guardado el recibo del taxi, desde luego que el mío no se habría quedado manco.

Por supuesto, de este tema no iba a contarle a Colombo ni una palabra; lo que él tenía que hacer era encontrar a los indeseables que habían metido al pobre Sergi en una bolsa, nada más. De lo otro ya me encargaría yo.

—No tengo caja fuerte.

—¡Ja! —rio Manolito Cervera volviendo a sacar su libreta y dándole un chupetón al lápiz.

—Lo guardo todo en una caja de seguridad del banco. ¿Te crees que soy tan estúpido como para no saber que las revientan a la mínima?

—¿No tienes caja fuerte pero sí un archivador del año de la pera? ¿Qué guardabas ahí?

—Los apuntes de la universidad. Los ladrones van a disfrutar cuando los lean. ¡La carrera enterita!

Manolito Cervera estaba empezando a cabrearse. Se cruzó la gabardina sobre su barrigón y me miró apretando los dientes como si estuviera cogiendo fuerzas para destriparme. Justo en aquel momento sonó mi móvil y vi que era el número de José Luis.

Entonces le pedí disculpas a Manolito con un gesto y me salí a la terraza para cantarle las cuarenta al ingenioso que había organizado el fallido plan. Pero, antes de que pudiera decirle ni hola, me preguntó hecho un manojo de nervios:

—¿Puedes venir a mi casa? Han entrado a robarme. Me lo han dejado todo patas arriba.

—¿Has llamado a la policía?

—Todavía no.

—No lo hagas. En cuanto pueda voy para allá. Procura mantener la calma.

Y esperé a que Cervera y sus hombres se marchasen para ir a casa de mi amigo y encontrarme con el mismo panorama que en la mía.