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Era mi amigo. Mi amigo del alma. La persona que había confiado en mí desde siempre. La única que yo sentía que me quería tal como era, sin esperar otra cosa. Mi amigo incondicional. El que soportaba mi descreimiento como si fuese una virtud más que una carga. Mi compañero de toda la vida. Los mejores recuerdos de mi infancia. El que se atrevía a quitarme las novias. Mi cómplice. Mi hermano.
Si el día del robo hubiera vuelto a su casa después de comer con Alba Cruces, en lugar de ir al bar donde sabía que estaba Manolito Cervera, habría impedido que fuese a su cita con Calambuig. Habría visto las cintas con él y me habría inventado alguna historia para hacerle entender que yo no necesitaba saber nada de mi madre. Pero no volví, entre otras razones porque yo ya conocía el contenido de los vídeos. Me lo había enseñado Alba.
Mientras José Luis estuvo de viaje, la abogada y yo nos habíamos visto en varias ocasiones. La primera fue al día siguiente del entierro de doña Amparo, la misma mañana en que José Luis empezó su periplo siguiendo el mapa que le había dibujado su amiga del Instituto Oceanográfico.
Alba me estaba esperando en la puerta de mi casa y me dijo que la siguiera hasta su coche. Prácticamente no hablamos en todo el trayecto. En la radio estaban informando sobre el inicio de la campaña electoral. Ella hizo algún comentario sobre los carteles que habían inundado las calles en una sola noche, siempre llamándome de usted, como desde que nos habíamos conocido. Yo le respondía de tú, sabiendo que estaba forzando la conversación, y le miraba las piernas con algo de disimulo, sólo algo, porque ella hacía como que no se daba cuenta, pero se notaba que le gustaba gustar.
Conducía con una elegancia… con aquellos zapatos altísimos…
Pisaba el embrague de puntillas, ejerciendo presión con la pierna doblada, tensando los muslos y relajando los hombros. Para soltar el pedal, hundía el tacón de aguja en la alfombrilla y desplazaba la punta hacia el lado izquierdo, dibujando un pequeño arco que iba y venía al compás del otro pie. Del acelerador al freno y del freno al acelerador. El tacón clavado siempre en el mismo sitio y la punta recorriendo un arco de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. ¡Un auténtico baile!
Media hora después, estábamos los dos en su despacho. Alba me pidió muy amablemente que me sentase frente al televisor y me ofreció un café —también muy amablemente, en exceso, diría yo—. Luego cogió el mando del vídeo y colocó el dedo en el botón del play.
—No pensábamos enseñarle esto hasta estar más seguros. Pero le he estado dando muchas vueltas esta noche y creo que debe verlo, señor Miranda.
Lo dijo suavizando todavía más el tono de voz, como si fuese a darme una noticia que iba a dolerme.
La verdad es que yo no podía imaginarme de qué se trataba. Cuando pulsó el play y comenzó a pasar la cinta, me levanté del sofá y le pedí que la detuviese. Pero ella, en lugar de darle al botón de stop, pulsó el pause y señaló la imagen de la mujer que se había quedado congelada en la pantalla, mirando a cámara, con su cuerpo erguido y digno.
—José Luis ha ido a buscarla.
Alba me miraba con cara de angustia, esperando una reacción diametralmente opuesta a la que se encontró. Porque, desde luego, a mí se me hizo un nudo en el estómago con sólo oír la sintonía de presentación, pero intenté no mover un solo músculo y le dije que sentía echarle por tierra la sorpresa, porque conocía aquellas imágenes desde hacía más de una década.
En menos de un segundo, ella pasó de la preocupación al desconcierto y del desconcierto a la indignación. Levantó las cejas, abrió mucho los ojos y la boca y tomó aire mientras buscaba las palabras con las que yo pensé que iba a llamarme de todo. Pero no le di tiempo a encontrarlas.
—No salió bien. Te contaré la historia si me prometes que convencerás a José Luis de que deje todo esto. Puede sufrir una decepción de caballo, como me pasó a mí.
No sé por qué le di explicaciones. Estuve a punto de dejarla plantada allí mismo, pero dudé un segundo, apenas un segundo que ella aprovechó para mirarme achinando los ojos y retomar el aire de letrada con el que solía dirigirse a mí, siempre de usted, por supuesto.
—¿Y cree que él no lo sabe? Perdone, señor Miranda, pero se diría que lo subestima. ¿No se ha parado a pensar que quizá la madre de su amigo también le esté buscando a él? ¿Cuántas veces cree que él ha deseado que fuese así? ¿Cuántas veces piensa que se ha preguntado por qué su madre no lo buscó? ¿O por qué lo dio en adopción?
Alba Cruces continuó hablando de José Luis como si lo conociese mejor que yo, reclamando su derecho a recuperar su identidad y acusándome de estar negándoselo con mi silencio y mis constantes negativas.
—No estaría de más que, aunque sólo fuese por una vez, pensara en alguien que no sea usted mismo. Sabemos que los padres de José Luis utilizaron la misma vía que los suyos para comprarlo. Encontrando a su madre es fácil que demos con la del que usted llama su amigo. Pero es una amistad de la que yo empiezo a dudar, ¡francamente!
Utilicé la táctica de dejarla hablar hasta que se desfogase. Pero ya estaba a punto de perder los nervios con el desahogo de la abogada. Por todo lo que largó, cualquiera diría que, poco más o menos, la solución a todos los males del mundo dependía de mí.
Aun así la dejé que continuase. Y ya lo creo que lo hizo. Siguió con su alegato igual que si estuviese presentando el último recurso ante un tribunal de apelación y, luego, para rematar la faena, me soltó señalando la imagen de la tele:
—Ha sido usted muy injusto ocultándole a su amigo esta información, sabiendo como sabe que para él es de vital importancia.
Y ahí ya sí que se me hincharon las narices y la vena del cuello, por no decir otra cosa, porque aquella puntilla había tocado en hueso y terminó por cabrearme. Así que me levanté y le grité llamándola también de usted y señalando la pantalla:
—¡Esto, que usted llama información, es mi puñetera vida! Hagan el favor de no entrometerse en ella ni usted ni su cliente, o tendré que denunciarlos por intromisión en mi derecho a la intimidad. ¿Y me llama usted injusto a mí, señora letrada?
No dije más. Abrí la puerta y salí de allí dando un sonoro portazo. Al día siguiente, me llamó por teléfono a la agencia para disculparse y me preguntó si podíamos vernos. Yo acepté sus disculpas y le di largas para una nueva cita, a pesar de que me habría encantado verle la cara mientras me pedía perdón.
Después me llamó un par de veces para decirme que prefería dejar claras algunas cosas. A mí no me quedó más remedio que aceptar que no iba a darse por vencida. Pero se lo iba a tener que currar. La chica me gustaba, no podía negarlo; sabía que detrás de su pose había algo que yo entendía muy bien. Algo en lo que yo mismo me reconocía.
Las siguientes veces que telefoneó, por lo menos media docena, le dije a mi secretaria que estaba muy liado y que cogiera ella el recado. Es una táctica muy burda, pero a los huesos duros de roer les va muy bien un poquito de maceración. Ya sé que soy un imbécil, pero disfrutaba pensando que ella estaría mordiéndose el orgullo cada vez que mi secretaria le decía que no podía pasarme la llamada.
Al cabo de unos días, los suficientes como para pensar que había interpretado bien mis intenciones, la esperé en la acera de enfrente de su bufete. Cuando salió del portal, crucé la calle y me hice el encontradizo. Llevaba el mismo abrigo negro que en el entierro de doña Amparo, sobre un traje de chaqueta oscuro y una camisa blanca sin cuello. Tan atractiva como siempre, con sus tacones de aguja, e igual de altanera.
—Ya era hora de que respondiese a mis llamadas.
—No he respondido a ninguna llamada. Sólo pasaba por aquí. —Por supuesto, no se creyó que el encuentro fuese casual. Se le notaba que estaba enfadada conmigo y, la verdad, aquello me motivó: la semanita de remojo había dado resultados—. ¿Vas a llamarme de usted toda la vida?
—Lo siento, señor Miranda, tendría que haberme llamado antes de venir. Tengo una vista en la Audiencia Provincial dentro de media hora.
Caminaba muy deprisa. Su taconeo era un redoble de tambor que invitaba a la marcha. Un, dos, un, dos… Y su cara enfurruñada, con la mirada hacia el frente y la barbilla levantada, invitaba a la reconciliación.
—Tengo la mañana libre. Voy contigo y espero a que termine el juicio.
Ella ignoró mi propuesta, guardó silencio hasta que llegamos al coche y, cuando se subió —sin darme opción a acompañarla—, bajó la ventanilla, puso la llave de contacto y, al girarla, me miró achinando los ojos y me dijo que se pondría en contacto conmigo cuando tuviera un hueco en su agenda. ¡Qué mujer! ¡Cuando quería parecer profesional, le salía su lado más borde, y cuando quería ser borde, resultaba adorable!
Por supuesto, no me llamó. Y yo decidí no hacerlo y dejar que se le pasase el mosqueo.
No volví a verla hasta el día de las elecciones, cuando José Luis me llamó para desayunar juntos en la cafetería de enfrente de la Estación del Norte. Aquel día la sentí detrás de mí y creí que me estaba siguiendo. Luego vino lo de los robos, mi encuentro con ella en la misma cafetería —donde medio comimos una paella antes de irme a ver a Manolito Cervera— y la desesperación que me estaba esperando después.
El levante se había convertido en siroco de la mañana a la tarde, y cargado la atmósfera de una electricidad pegajosa que acabó convertida en tormenta. O al menos así es como lo recuerdo yo, porque también puede ser que aquel día, el más intenso y más extraño de todos los de mi vida, hubiera amanecido luminoso y sin viento y se hubiese mantenido sin cambios. La memoria es así de caprichosa, a veces nos hace recordar lo que no hemos vivido, y otras veces lo transforma para que todo cobre el mismo significado.