20
José Luis se presentó en mi ático unos días después de darme la noticia que podía volver del revés nuestras vidas, o por lo menos la suya, porque la mía prefería que no la tocase nadie. Como ya he dicho en alguna otra ocasión, vivo muy bien así.
Lo hacía muchas veces —lo de venir a buscarme—. Era viernes y podía tratarse de lo de siempre: tomarnos el fin de semana libre y olvidarnos del mundo, ya que el viaje con el que habíamos pensado celebrar su cumpleaños se había anulado.
No sé si he mencionado antes que José Luis estudió Derecho y que se casó con otra abogada. A él le habría encantado dedicarse a la música, y podría haberlo hecho si hubiera querido, porque tenía un oído prodigioso —siempre presumía de que podía recordar la voz de cualquiera con oírla sólo una vez—. Su madre le apuntó a unas clases de piano en el colegio cuando descubrió su habilidad, pero en una de las fiestas de fin de curso, cuando estaba a punto de deleitar al respetable con una sonata de Mozart, se quedó paralizado y no fue capaz de tocar una nota. Desde entonces, nunca más volvió a ponerse delante de las teclas.
En fin, como decía, estudió Derecho y se casó con una monada que terminó la carrera con él. Entre los dos montaron un bufete que les iba de lujo —el bufete nada más, porque el matrimonio fue un desastre desde el principio, aunque duraron juntos una eternidad—. Ella no quería tener hijos, le encantaba la marcha nocturna para despejarse del trabajo y salir los fines de semana a navegar en un barquito que se había comprado después de hacer un montón de cursos de vela. Él, para llevar la contraria, quería formar una familia a toda costa, y el tiempo que tenía libre también lo dedicaba a navegar, pero por las aguas inabarcables de Internet.
Se habían divorciado hacía unos meses y él buscaba el amor desesperadamente, como si tuviera que demostrarle a su ex mujer que habría sabido quererla si se lo hubiera permitido.
A veces, nos largábamos detrás de nuestra última aventura sentimental y no volvíamos hasta el lunes por la mañana. Nos dábamos una ducha en mi casa y nos marchábamos directos a trabajar. Pero esta vez me sorprendió. Primero, porque habían ingresado a su madre el día anterior para ponerle una prótesis de cadera, y lo normal sería que él estuviese con ella en el hospital, y segundo, porque venía con una colega suya que yo no conocía y que en seguida me dio su tarjeta.
La chavala parecía sacada de aquella serie americana de juicios que triunfó en los años ochenta, «La ley de Los Ángeles» creo que se llamaba. Era un bombón: alta, rubia, vestida con un traje de chaqueta cuya falda se ceñía lo justo para que se le insinuaran las caderas, y unas piernas de vértigo que culminaban en unos altísimos zapatos de tacón.
Siempre me han encantado las mujeres que llevan esos tacones que repiquetean al andar.
Podría haberla añadido a mi rosario de conquistas sin pensarlo dos veces —o mejor dicho, sin pensarlo ni una sola—, pero la rubia no pudo entrarme con peor pie. Era tan guapa como desagradable. José Luis me la presentó como Alba Cruces. El nombre pegaba con su físico, y el apellido con su carácter. ¡Una verdadera cruz! Sí, una cruz que se me echó a la espalda en cuanto le estreché la mano y me precipité diciéndole que era un placer conocerla. Porque lo que se dice placer, desde luego que no lo fue. Ella me contestó, con cara de pocos amigos, que no era una visita de cortesía y que, si no me importaba, le gustaría ir al grano. Y ya lo creo que lo hizo.
—¡Señor Miranda! —Me hablaba como si estuviera interrogando a un sospechoso: de usted, con la barbilla levantada y los ojos a medio cerrar, tratando de taladrarme con la mirada—. Suponemos que mi cliente y usted nacieron en la ciudad donde los compraron, y que esta se encuentra a 569 kilómetros de aquí.
Me dejó realmente perplejo, casi de una pieza. ¿Cómo podía salir de aquella boca carnosa, perfilada y pintada de rojo, el kilómetro exacto de mi lugar de nacimiento?
Sin apenas tomar aire para respirar, la rubia continuó con su alegato asegurando que tanto ella como su cliente, iban a llegar hasta el fondo del asunto, costara lo que costase. Pero no la dejé terminar. Demasiados humos para una chimenea que yo no había encendido.
—Lamento interrumpirla, señora letrada, pero ya le dije a su cliente que no quería saber nada de este tema. No me interesan sus 569 kilómetros en absoluto. Le diré más, aunque fuesen 570 seguirían dándome exactamente lo mismo.
Y la conduje hasta el recibidor, abrí la puerta de mi casa y le señalé la del ascensor con la mano abierta, invitándola a subir en él.
Pero no iba a resultarme tan fácil, ¡qué va! Aquella chica era más terca que una docena de mulas. En lugar de marcharse, volvió a entrar en mi casa, se cogió de mi brazo y me empujó hacia el ventanal que daba a la terraza, desde el que se divisaba buena parte de la ciudad, con la torre de la catedral al fondo.
Hacía un viento de aquí te espero y, aunque estábamos a finales de febrero, algunos árboles habían empezado a florecer.
Al ver mi terraza, con sus almendros y sus prunos pletóricos, la abogada pareció cambiar de estrategia y empezó a ganar tiempo tratando de adularme.
—Tiene usted una casa preciosa, señor Miranda. La azotea es magnífica. ¿Cuántos metros tendrá?
Yo, en principio, le seguí la corriente para ver hasta dónde llegaba.
—Mucho le interesan las distancias. Más que abogada, parece usted del Instituto Topográfico.
—José Luis me había comentado que era grande, pero es más de lo que había imaginado.
Y por ahí sí que no pasé. A mí me llamaba señor Miranda y a mi amigo por su nombre. Las fuerzas no estaban equilibradas, por muy colegas que fueran. Si aquella abogada recién salida de «La ley de Los Ángeles» pensaba que iba a embaucarme, estaba muy equivocada. Así que volví a cogerla por el brazo y la retiré del ventanal.
—Me dijo usted que quería ir al grano. Pues bien, yo también. —Y la saqué de nuevo a la puerta de la calle. Pero esta vez no la solté hasta que llegó el ascensor y la metí dentro, seguida de José Luis—. Espero no volver a verla por aquí, señorita Cruces.
José Luis había asistido a toda la escena en silencio, mirándonos embobado, como si él no tuviera voz ni voto. Se había quedado tan blanco como un oso polar. Parecía un fantasma siguiendo a su abogada paso por paso. Sin embargo, antes de que se cerrasen las puertas del ascensor, las sujetó, se sacó del bolsillo un papel amarillento y me lo enseñó como si fuese un tesoro que debía sorprenderme.
—¡Mi madre guardó la factura del taxi que me trajo hasta aquí!
Antes de que pudiera decirle que aquella factura no significaba nada, me enseñó su certificado de nacimiento y señaló las fechas que aparecían en ambos papeles.
—¿Te das cuenta? ¡No coinciden! —Y los dos salieron del ascensor.
José Luis pasó del blanco al rojo, como cuando era un chaval y los niñatos del colegio se burlaban de él. Pero yo no estaba dispuesto a continuar con aquella conversación.
—¿Y qué?
—Que falsificaron mi fecha de nacimiento. Seguro que tu padre guardaba algo que pueda servirnos.
—Te dije que no quería saber nada de esta mierda.
Habría preferido no gritar —y menos delante de la rubia estirada que no había perdido la compostura—, pero mi voz resonó en el descansillo con tanta fuerza que hasta los vecinos del primero tuvieron que enterarse de que yo pasaba de todo aquello. José Luis, sin embargo, continuó hablando como si no me hubiese oído.
—Tu padre era muy meticuloso con sus cosas. ¡Un contable lo registra todo!
—¡Mira, José Luis! Si quieres que vuelva a abrirte la puerta de mi casa, vete ahora mismo y no vuelvas a mencionarme este puñetero tema.
Se me debía de notar muy alterado, porque la abogada tiró de la manga de la chaqueta de mi amigo y le obligó a meterse otra vez en el ascensor. Y yo, para que se quedase tranquilo —y para que, de paso, me dejase a mí en paz—, le recordé que, tres meses después de la muerte de mis padres, metí en un camión todo lo que había en su piso y lo mandé al vertedero municipal.