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No sé quién soy. Tengo casi cuarenta años, un trabajo estable y bien remunerado como creativo de una de las agencias publicitarias más solventes de Europa y un currículum que acredita cada paso de mi vida laboral.

Mi nombre figura en mi expediente universitario, en los certificados de mis másteres, en mis notas del colegio, mi DNI, mi pasaporte y el libro de familia de mis padres, con mi fecha y lugar de nacimiento, el número de tomo y la página del registro donde me inscribieron al nacer.

Todo oficial, todo correcto, todo legalmente constatado.

Pero no sé quién soy.

Quizá debería conformarme con lo que me han dicho siempre y seguir ejerciendo como el soltero de oro que muchas madres desearían como yerno.

Dedicarme a disfrutar del éxito; de un ático con terraza en la milla de oro de una de las capitales de provincia con más renta per cápita del país; de mis novias itinerantes, mis fiestas, mis viajes de negocios, las escapadas a Nueva York y la colección de corbatas de seda.

Al fin y al cabo, somos lo que hemos conseguido ser —unos con más dificultades que otros, eso sí—, pero a nadie le preguntan por los primeros pasos si los últimos lo han llevado hasta la cima.

Y ahí estoy yo. Instalado en el último peldaño. Mi nombre aparece con frecuencia en los periódicos, y no siempre por motivos de trabajo —que también—, sino porque algunas de mis compañías femeninas son asiduas a esa prensa que se empeñan en llamar del corazón y que mi padre compraba todas las semanas para hacer un álbum de recortes y, de paso, echarme en cara que era la única forma que tenía de verme. Y la verdad es que no le faltaba razón. En los últimos tiempos, mis visitas a su casa se espaciaron tanto que podían pasar varios meses sin que la pisara. Pero así es la vida. Los padres echan de menos a los hijos cuando estos abandonan el nido, y hay polluelos que olvidan el camino de vuelta cuando extienden sus alas y descubren que hay otro horizonte mucho más allá del que les mostraron. Yo soy uno de esos. Me encantan los altos vuelos y los saltos que parecen imposibles. Así que no dejo de lanzarme al aire.

Mis compañeros suelen mirarme con envidia cuando les presento a las modelos o a las aspirantes a actriz que me acompañan en las fiestas que organizo en mi terraza, entre los macetones de prunos, lilos y naranjos que son el orgullo del portero del edificio, quien me los cuida dos veces por semana por una módica propina con la que engrosa su nómina.

Mis jefes me consienten porque, a pesar de mi arrogancia, mis cuentas de resultados superan con creces los objetivos que me marcan en los briefings.

Mis subordinados me respetan, mis vecinos me soportan, mi peluquero me adula y mis amantes se resignan cuando me canso del juego y decido abandonar la partida.

A veces, sólo a veces, me arrepiento de no haber sido sensato y haber formado una familia como Dios manda, tal y como le habría gustado a mi padre, que soñó con tener nietos hasta su último suspiro. Pero el arrepentimiento casi nunca combina con el color de mis corbatas italianas, de manera que, cuando asoma la cabeza, suelo guardarlo en la mesilla y le doy varias vueltas a la llave.

Son muchos años los que llevo ya en este paraíso. Y me gusta. Me gusta demasiado. No tendría sentido darle la espalda. Vivo muy bien así.

Pero no sé quién soy.