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Me quedé de piedra cuando me dijeron que mi madre no quería conocerme. Me había imaginado cualquier cosa menos eso. Fue un jarro de agua helada que me pilló totalmente desprevenido.

Había bailado con el sí y con el no durante todo el mes de diciembre. Y al final, para rematar bien el año, a la vuelta de Nueva York decidí llamar a la productora para aliviar mi conciencia —sí, tengo conciencia, aunque normalmente lo disimule.

El viaje al país de las oportunidades no tuvo nada que ver con lo que había soñado desde que lo aprobó el Comité Ejecutivo. Para nada me sentí el protagonista de una película o de una serie americana, como me habían contado otros compañeros de la agencia que habían ido antes que yo. Ni George Peppard delante de Tiffany; ni Cary Grant esperando en el Empire State a la pelirroja más guapa del mundo —de la que me había enamorado profundamente cuando era un chaval—; ni el capitán Furillo de «Canción triste de Hill Street», que no se había rodado en Nueva York pero que yo siempre había imaginado allí, porque en la serie nunca se citaba la ciudad donde los «polis de azul» habían encandilado a medio mundo durante la década anterior.

A la pobre modelo que vino conmigo debí de darle el viaje. Aunque he de decir, en mi descargo, que intenté fingir todo lo que pude. Ejercí de buen turista y la llevé a todos los sitios de rigor: desde el Edificio Dakota, para venerar a John Lennon, hasta el MOMA. Pero, en fin, eso no es lo importante. La cuestión es que yo estaba más perdido en mí mismo que en la Gran Manzana. Por muchos lugares míticos que me pusiera por delante, no se me quitaba del pensamiento el charco en el que no quería meterme.

Cuando volví del viaje llamé a mi padre y me hice el tonto sobre sus llamadas de hacía quince días. Sólo le pregunté si llevaba langostinos para la Nochebuena y no le dije ni media respecto a la conversación.

Lo mejor fue que él hizo lo mismo. Cuando llegué a su casa, me saludó como si las llamadas no hubieran existido y me enseñó el álbum que acababa de empezar. En las primeras páginas había pegado unas cuantas fotos de la top-model del año, según las revistas, que había viajado a Nueva York con un joven apuesto y desconocido. Ese era yo, claro, y el álbum, el arma arrojadiza que mi padre utilizaría desde entonces para echarme en cara que no me veía el pelo. Creo que ya lo he mencionado en alguna otra ocasión.

No hace falta decir que, en aquella época, yo no sabía que los padres de José Luis se habían metido en el mismo fregado que los míos. Pero supongo que doña Amparo debió de entrar en pánico igual que mi padre.

Desde que faltaba don Antonio, se pasaba más tiempo en casa de mis padres que en la suya. Así que supongo que verían juntos el programa y que, entre los tres, decidieron continuar tapando su secreto cuando pensaron que yo seguía in albis.

José Luis, por su parte, seguro que no lo había visto, porque me habría llamado en seguida igual que hizo mi padre. Pero mi amigo era una de esas personas que llaman a la tele «la caja tonta» y sólo la encendía cuando daban un partido de fútbol en el que jugase el Valencia. A él lo que le encantaba eran los ordenadores personales, que se habían impuesto en las empresas desde hacía unos años y estaban haciendo a un lado a las máquinas de escribir. No paraba de hacer un cursillo detrás de otro. Todo su tiempo libre lo dedicaba a experimentar con las opciones de aquellos cacharros. No había lenguaje de programación que no conociera al dedillo. Me atrevería a decir que sabía más de ellos que muchos de los que habían estudiado Informática en la universidad. Yo utilicé sus conocimientos muchas veces cuando se impuso la publicidad personalizada. Era un fiera programando. Se le ocurrían banners que saltaban a la pantalla una y otra vez a la menor. Es más, con el tiempo, su carrera de abogado derivó hacia los casos de delitos informáticos. En resumen, que aquella noche no vio la tele.

Hacía años que pasábamos la Nochebuena todos juntos en casa de mis padres. Por entonces, José Luis ya se había casado, aunque su matrimonio hacía aguas por todas partes. Yo no he conocido nunca a una persona a la que le costase tanto ser feliz como a él. Tuvo todo lo que cualquiera habría envidiado: unos padres estupendos, una mujer maravillosa y un bufete en el que le entraba un asunto detrás de otro. Pero él siempre caminaba un paso por delante de la vida, lamiéndose las llagas que aún no tenía y echando algo de menos continuamente, sin saber qué era lo que le faltaba ni por qué lo necesitaba. Y mientras esperaba ese algo, se encerraba en su mundo informático y cerraba la puerta con llave.

Aquella Nochebuena fue como otra cualquiera: todos hablamos de cosas insustanciales, nos comimos el turrón de la cesta del banco y brindamos con un champán francés que me había regalado un cliente.

Varias veces, a lo largo de la velada, noté la mirada de mi padre buscando la mía, como si quisiera cerciorarse de que no se la estaba dando con queso. ¡Pobre hombre! Debió de pasar las de Caín pensando que había metido la pata con las llamadas. O al contrario, lamentándose de no haber podido contármelo todo y quedarse tranquilo de una vez.

Hoy en día no le habría dejado sufrir tanto. Pero, en fin, lo hecho, hecho se queda.

La siguiente semana la pasé encerrado en mi casa en compañía de mi whisky y de mis dudas. No sabría decir si me mantuve sobrio en algún momento, creo que no. Mi mente funcionaba a mil por hora y no había manera de ralentizarla. Encendí la tele de mi cuarto para no tener que pensar y empecé a vaciar una botella de malta detrás de otra. Lo que yo quería era que el whisky consiguiera tumbarme y despertarme a la semana siguiente con amnesia. Pero el plan no funcionó en absoluto. Al revés, cuanto más bebía, más veía a mi madre de verdad sentada en aquel plató, hablando a través de la cámara y diciéndome que entendería que no quisiera darle un abrazo, que sólo quería saber si estaba bien y era feliz. «¡Al menos, llámame! —me decía en mi delirio con una voz distorsionada y de hombre—. ¡Llámame!» Y yo me tapaba los oídos y me servía otro trago.

Cuando acabé con la botella del mejor whisky que había visto mi mueble-bar y con los restos de otras que me sobraban de las fiestas, me tapé con la almohada y decidí hacerle caso a mi madre. No le daría ese abrazo, pero tampoco dejaría que siguiera hundiéndose en sus dudas.

Y entonces fue cuando por fin me quedé dormido. Más que dormido, sin conocimiento.

Me despertó la voz de Joaquín Prats despidiendo el año con el mismo entusiasmo con el que presentaba «El precio justo». Yo lo oía como si me estuviera hablando directamente desde ultratumba. Enumeró los éxitos del año que terminaba y siguió con las esperanzas del que iba a empezar. Atrás quedaban el Quinto Centenario, la Expo de Sevilla, las Olimpiadas de Barcelona y Madrid como capital cultural de Europa; y por delante, la libre circulación de mercancías, servicios, personas y capitales. Hablaba con tanta emoción de la Europa sin fronteras que iba a entrar en vigor que no se dio cuenta de que habían empezado a sonar las campanadas y estuvo a punto de equivocarse con las cuentas.

Cuando la Puerta del Sol se volvió loca, yo apagué el televisor y seguí durmiendo la mona.

Dos días después llamé a la productora y les di el recado para mi madre. Me pareció la mejor forma de que empezase el año para ella, aunque era consciente de que estaba abriendo una puerta por la que no sabía lo que iba a entrar o salir. Imaginé que mi madre no se conformaría con un solo mensaje y que, a partir de ese momento, las llamadas se sucederían hasta que consiguiera convencerme de que un abrazo no me haría ningún daño. Y lo asumí. Sabía que tarde o temprano acabaríamos por conocernos.

Con lo que no conté fue que ella se rendiría nada más empezar el partido, ni con que su reacción me dejaría a mí en fuera de juego y con un gol anulado. Lo lógico habría sido que me alegrase, que siguiera con mi vida y que me olvidase de todo. Al fin y al cabo, estábamos de acuerdo en lo fundamental. Pero no me alegré lo más mínimo.

No sé cómo explicar lo que sentí en ese momento. Había estado toda la vida huyendo de la sensación que se apoderó de mí, una fiera mucho más dañina que las dudas a las que había conseguido burlar, e infinitamente más salvaje.

¡No tendría que haberla llamado! Tendría que haber sido fiel a mi cinismo y haber pensado sólo en mí. En la carrera que tenía por delante. En las top-model. En Nueva York. En mi ático recién comprado.

¡Pero, no! Jugué al buen samaritano. Me metí en la boca del lobo y dejé que me hincara los dientes. ¡Joder, joder, joder! Había dado un salto al vacío y ya no tenía dónde agarrarme. Nada con lo que protegerme de aquella sensación de la que siempre había conseguido librarme y que no sabía explicar.

Y es que no había explicación posible. ¿Cómo explicar el frío sin compararlo con el calor, o la ceguera sin la vista? O el miedo… Las sombras… La soledad… El desamparo…

¡No! ¡No había explicación posible! Porque aquel sentimiento no podía compararse con nada. Si acaso, con el más absoluto de los abandonos, pero ¿cómo explicar que me sentí abandonado por una madre que nunca lo había sido para mí?