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La monja sacó al niño del capazo, abrió la portezuela del taxi y le enseñó el bebé a la mujer que ocupaba el asiento trasero, quien la miró con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Puede decirme algo de la madre?

—Ha muerto en el parto. Era una buena mujer. Le agradecerá desde el cielo que cuide a su hijo como si fuese ella misma.

—¿Y el padre?

—Abandonó a la madre cuando se quedó embarazada. La pobre criatura está sola en el mundo.

—¿Y no sería mejor adoptarlo?

Sor Ángela arqueó las cejas e hizo un ademán de devolver el fardo al capazo.

—Pensé que había quedado todo claro. La adopción tardaría por lo menos dos años, y usted tiene leche para alimentarlo ahora.

—Pero…

—O lo toman o lo dejan. Hay lista de espera. —Y añadió mirando al marido, que se encontraba sentado junto a su mujer—: ¡Usted verá!

—¿Y esa mancha? Parece de un golpe.

—Es un angioma, un nudito de venas. Se le irá aclarando con el tiempo y apenas se le notará.

Habían perdido a su hijo tras un parto prematuro en el que tuvieron que extirparle los ovarios a la madre. Durante tres días, el marido había procurado controlar las lágrimas pero, cuando la monja lo apremió a tomar una decisión, miró a su mujer con los ojos húmedos y extendió los brazos para que la religiosa le entregase a él el bebé.

En ese momento, la madre sintió la subida de la leche como una quemazón, una especie de latigazo que le recorrió el vientre, inútil ya para siempre, sin posibilidad de engendrar.

El marido le pidió a la monja que se retirara para que pudieran quedarse a solas y dejó la portezuela del taxi entreabierta. Después, se colocó al niño en el brazo izquierdo y, con la mano libre, le desabrochó a la madre el abrigo y los primeros botones de la blusa. Luego le bajó la cazuela del sujetador y arrimó la carita del niño al pecho humedecido.

Al olor de la leche, el bebé comenzó a buscar el pezón como un cachorrillo abandonado, moviendo la cabeza a un lado y a otro hasta que lo encontró y comenzó a succionar.

Cuando la madre escuchó el sonido que producía la garganta del niño con cada trago, sintió un nuevo latigazo, un estremecimiento que se irradiaba desde el cuello del útero hasta los conductos que se le llenaban de leche.

Durante un momento, le asaltó una extraña sensación de animalidad que la desconcertó. Aquella especie de corriente eléctrica le provocaba unos espasmos que no había sentido nunca. Una serie de contracciones en sus partes más púdicas que aumentaban a medida que el niño le sacaba la leche y que, por un lado, la colmaban de un placer que no podría describir y, por otro, la hacían sentir como si fuese un animal amamantando a sus crías.

Nadie que no hubiera sentido la boca de un recién nacido obedeciendo a su instinto podría explicar lo que ella sentía.

Por la rendija que había dejado la puerta semiabierta del taxi entraba un frío penetrante y húmedo, mientras que el cuerpo del niño desprendía un calor tierno y suave que se extendía por el interior del automóvil como una oleada.

Poco a poco, el pecho del que mamaba el pequeño se le fue vaciando y ablandando, al tiempo que el otro se endurecía y tensaba, rebosante de leche.

El bebé había apoyado su mano abierta junto al pezón y, de vez en cuando, pellizcaba la piel de la madre en un gesto de intimidad que habría conmovido a cualquiera pero que ella trató de ignorar levantando la vista, deseando que todo aquello terminase cuanto antes.

De la boca del recién nacido se escaparon algunas gotas blanquecinas que permanecieron en la comisura de sus labios sin llegar a derramarse.

Ella no quería mirar, pero miraba. Su cuerpo no quería sentir, pero sentía. Su mente quería evadirse de los espasmos que la convertían en mujer y animal al mismo tiempo, pero no lo conseguía.

Jamás había experimentado aquel cúmulo de sensaciones en las que se habría deleitado si las circunstancias hubieran sido otras, otro el momento, otro el lugar, otros los dedos que la pellizcaban.

Pero aquel no era su bebé. No era su boca la que tendría que haberle provocado aquella mezcla de sensualidad y de atavismo; ni sus labios los que deberían haber derramado aquellas gotas blanquecinas que se le acumulaban en las comisuras.

¡Aquella locura tenía que terminar!

Junto a la puerta entreabierta del coche, inclinada hacia el interior del vehículo, la monja los observaba con una sonrisa que abandonó al ver que la madre trataba de quitarse al niño del pecho, visiblemente nerviosa, mientras el pequeño tiraba del pezón para no soltarlo.

—¿Se da cuenta? —preguntó para tranquilizar a la madre mientras acariciaba la carita del bebé—. Es él el que la ha elegido a usted. El Señor Todopoderoso la ha puesto en su camino para que no tengamos que devolverlo a la inclusa como a un pobrecito expósito.

Pero las palabras de la monja no hicieron sino aumentar el desconcierto de la madre. ¡No! ¡El Señor no podía pedirle aquella insensatez! Si hubiera dependido sólo de ella, en ese mismo momento le habría devuelto el fardo a la monja y todo se habría terminado. Pero su marido la miró con tanta pena en los ojos, y el recién nacido tiraba con tanta fuerza del pezón, que se sintió incapaz de contradecir a la religiosa y permitió que el niño continuase mamando.

El día había empezado a clarear. La monja cerró la puerta del coche y le hizo un gesto al taxista para que arrancase. El conductor miró al padre como si necesitara su permiso para ponerse en marcha, este a la madre para que diese su conformidad, y ella bajó la cabeza y cerró los ojos para no tener que decidir.

Y así inició su camino de vuelta a Valencia, con un niño que no era su hijo en los brazos.

Durante los primeros doscientos kilómetros, ninguno de los ocupantes del taxi emitió un solo sonido. El bebé, envuelto en su toquilla blanca, dormía tranquilo en los brazos de la madre después de haberle vaciado los dos pechos. El taxista conducía con la mirada fija en la carretera, concentrado en llegar cuanto antes a la dirección que le había dado la monja. Y el matrimonio se miraba de vez en cuando, tratando de adivinar lo que sentían el uno y el otro, pero sin atreverse a compartirlo.

Hasta que, tras dos horas y media de viaje, la madre reparó en las letras bordadas de la toquilla.

—¡Mira! —le dijo a su marido en un susurro—. Seguramente sean sus iniciales. Su nombre empieza por «C».

El marido miró entonces el certificado de nacimiento que había firmado el director de la clínica y observó que la mayor parte de los datos estaban en blanco.

—Le pondremos Carlos, entonces. Si a ti te parece bien.

—¿Por qué no? Es un nombre como otro cualquiera.

Y ambos volvieron a mirarse con una expresión que, más que a ninguna otra cosa, se parecía al dolor.

—Yo quería ver al nuestro —susurró de nuevo la mujer, con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos—. Si al menos nos hubieran dicho dónde lo han enterrado.

—No pienses en eso. Este es nuestro hijo.

—Pero ¿y si alguien averigua lo que hemos hecho?

Había pasado todo tan rápidamente que no había podido asimilarlo aún. Ni siquiera tendría que haber estado en Valladolid cuando se le presentó el parto. Le faltaban casi dos meses para cumplir. Pero aquel año el marido había cogido unos días de vacaciones para pasar la Nochevieja y el Año Nuevo con unos parientes que acababan de volver de Francia aprovechando un indulto que afectaba a los prófugos nacidos antes del 1 de enero de 1935. El gobierno había concedido esta medida como apoyo para la campaña de los «25 Años de Paz», que se había celebrado en abril del año anterior para presentar la dictadura del general Franco como un éxito de buen gobierno.

El día 4 de enero deberían haber tomado un tren para Madrid y, desde allí, otro que los devolvería a casa, pero la mujer rompió aguas nada más levantarse y acudieron al servicio de urgencias de una clínica situada justo enfrente del hotel.

La durmieron en cuanto el médico le hizo la primera exploración, ya que el niño venía de nalgas y había que intervenirla.

Permaneció semiinconsciente durante tres días y, cuando se despertó, su marido le comunicó que el bebé acababa de morir en la incubadora, pero que el tocólogo le había ofrecido una segunda oportunidad y tenían que decidirse en seguida si no querían perderla, porque ya no podrían tener más hijos. La clínica se encargaría del entierro y ellos se llevarían a un niño de la inclusa como si fuese el suyo.

Ella nunca habría aceptado aquella oferta si no hubiese sido por su esposo. La tristeza por la muerte de su propio bebé no podría aliviarla otro bebé. Ni siquiera sucede así cuando pierdes un animal doméstico. Aquel médico había perdido la razón. Deberían haberle denunciado cuando les ofreció una alternativa que les obligaba a cometer una irregularidad.

¿Por qué tanta prisa? ¿Por qué no esperar un tiempo y plantearse después una adopción? ¿Por qué no podían enterrar a su niño como estaba mandado?

Pero ya no había marcha atrás. El médico les firmó el certificado que debían entregar a otro facultativo en una clínica de Valencia, donde ingresarían la madre y el niño en cuanto llegasen. Al día siguiente, lo inscribirían en el Registro Civil con los datos que ellos mismos elegirían para completar la partida de nacimiento.

A todos los efectos, había llegado al mundo en Valencia, en la madrugada del día 8 de enero de 1965. El parto había sido prematuro, pero el neonato alcanzaba suficiente peso para no tener que ingresarlo en la incubadora. Se llamaba Carlos Miranda Rodríguez, se parecía a su familia paterna y tenía los mismos dedos de pianista que su madre.