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Cuando Alba Cruces se quedó sola frente a la Estación del Norte, dudó entre acercarse a votar a su colegio electoral y pasarse luego por su casa, o llamar a José Luis para ir a verle.
Le dolían los pies. Debería cambiarse los zapatos y, de paso, ordenar las ideas y decidirse sobre la propuesta que le había hecho Carlos, una encrucijada que la colocaba en una situación bastante complicada, ya que, por un lado, le interesaba conocer la información que poseía su futuro cliente, y por otro, sus lealtades se verían divididas si aceptaba representar a los dos amigos.
El viento del sur se desplazaba en remolinos a ras de tierra, cargado de polvo del Sáhara. La temperatura estaba subiendo y la calima podía dar paso a una tormenta de un momento a otro. Faltaban dos horas y media para las seis, el plazo que le había dado Carlos, pero no podía tomar una decisión sin hablar antes con José Luis. Si se encontraba con mucha cola en las urnas, no le daría tiempo de ir a ver a su colega, de modo que decidió llamarle y dejar la votación para después.
El abogado había vuelto de Valladolid exultante. Pero Alba temía sus subidas y bajadas de ánimo. Aún no había asimilado su divorcio cuando, en menos de un mes, le sobrevinieron la noticia sobre su falsa adopción y el golpe de la muerte de su madre. Alba estaba preocupada por él. Se conocían desde los tiempos de la facultad, y ya entonces José Luis había dado muestras de un carácter excesivamente emocional: cualquier cosa podía alterarle hasta unos límites muy peligrosos y, en aquel momento, sobrepasado por los acontecimientos, estaba a punto de romperse. Había viajado de acá para allá, obsesionado con encontrar cuanto antes las pistas que le condujesen a sus padres. Demasiados movimientos que no estaban lo suficientemente asentados como para añadir uno más. Hay caminos que se deben recorrer a pasos pequeños porque las grandes zancadas pueden hacerte perder el equilibro, y José Luis estaba a punto de caerse.
Las cosas habían sucedido tan deprisa que ni ella misma había sido capaz de procesarlas aún. Aquella misma mañana, la joven había desayunado con Carlos siguiendo el plan que José Luis había orquestado para impresionarle con el resultado de su investigación, un plan fallido que se había saldado con una de las salidas de tono a las que Carlos los tenía habituados, y había echado por tierra las ilusiones de su colega.
Durante el viaje de José Luis, el ejecutivo y la abogada se habían visto en varias ocasiones. Alba había llegado a la conclusión de que Carlos no cedería en su postura; su decisión de no participar en la búsqueda era inamovible.
Al contrario de lo que había pasado con el publicista, José Luis había permanecido en contacto telefónico con su abogada en todo momento para informarla de cada uno de sus pasos. En todas sus llamadas, José Luis había insistido en que confiaba en que su amigo cambiaría de opinión cuando conociese los avances de sus pesquisas.
Los abogados habían llegado a la conclusión de que don Antonio y don Martín no sólo compraron a sus hijos a plazos, sino que, cuando estos vencieron, comenzaron a ser víctimas de un chantaje que se dilató hasta la muerte de los padres del ejecutivo. Cuando citó a su amigo para desayunar, José Luis pensaba enseñarle las pruebas que había ido reuniendo en una cartera, entre otras, un cuaderno que encontró junto al testamento a la muerte de su madre, que era lo que había levantado sus sospechas sobre la extorsión que su familia había sufrido durante años. Se trataba de una libreta en la que su padre había ido anotando hasta su muerte, año tras año, una cantidad que iba subiendo conforme lo hacía el Índice de Precios al Consumo. Su madre continuó con los apuntes cuando faltó su padre, pero añadió a las cantidades un dato que don Antonio no había escrito nunca: «taxista», y unas frases que sugerían que la amenaza del chantaje consistía en contarle a su hijo la verdad sobre su procedencia. Doña Amparo había convertido el cuaderno en una especie de diario en el que escribía sus propósitos y sus vivencias, algunas sin importancia y otras que demostraban claramente que había algo que la atormentaba: «Esta mañana me he comprado un vestido de medio luto muy apañado; de hoy no pasa; ayer se fue la luz más de una hora; no he podido, mañana se lo contaré; ha vuelto a irse la luz; han echado al portero y han puesto uno automático; esto tiene que acabar; otra vez nos ha dicho que la del año que viene será la última; he invitado a Angustias a merendar y al cine; hoy tampoco me he atrevido; ¿y si deja de quererme?»
José Luis había guardado el cuaderno en su cartera, junto con todos los documentos relacionados con el tema, entre ellos el paquete que Alba le había entregado en el tanatorio, que contenía los últimos datos que habían conseguido sobre las clínicas que, supuestamente, traficaban con bebés en los años sesenta. También habían averiguado que aquella práctica se remontaba a varias décadas antes y había continuado hasta hacía poco más de quince años. El paquete contenía asimismo información sobre algunos casos que habían aparecido en un programa de los años noventa, en el que participaron varias madres que buscaban a sus hijos. Alba había conseguido algunas cintas de vídeo de aquellos programas y, a través de sus contactos en los juzgados, la dirección de algunas de las madres.
El mismo día del entierro de doña Amparo, al regreso del tanatorio, Alba y José Luis vieron las cintas y descubrieron a María Dolores. Los dos se quedaron petrificados en sus asientos. Los dos la reconocieron al instante. Los dos se miraron con la misma cara de asombro. Y entre los dos decidieron que no se lo contarían a Carlos hasta que la encontrasen.
Al día siguiente, José Luis empezó a buscarla. Si los padres de Carlos y los suyos los habían comprado a las mismas personas, su madre biológica tenía que guardar alguna relación con la de Carlos. Encontrándola a ella no sólo daría con la madre de su amigo, también encontraría a la suya.
No obstante, la búsqueda resultó infructuosa. José Luis buscó a todas las mujeres de la lista que había elaborado su colega, pero o no se hallaban en la dirección que les habían facilitado, o las fechas no coincidían, o se trataba de madres que buscaban a sus hijos adolescentes huidos de sus casas.
Pese a ello, José Luis volvió entusiasmado. No había conseguido nada, pero había hecho muchas preguntas y estaba seguro de que, cuando le enseñase las cintas a Carlos, este cambiaría de opinión y le acompañaría a buscar las respuestas. Pero se equivocaba, Carlos volvió a negarse a escucharle y él cayó otra vez en el abatimiento y la desesperación.
—No lo entiendo —le dijo a Alba cuando Carlos se marchó de la cafetería—. Somos como hermanos. Él sabe lo importante que es esto para mí. Yo le ayudaría aunque no quisiese saber nada de lo mío.
Después se sumió en un profundo silencio que Alba trató de romper consultándole sobre otros asuntos de su despacho, mientras él se encerraba en sus pensamientos convertido en una concha que se empeñaba en cerrarse.
Alba se encaminó hacia su casa convencida de que iba a encontrarle como le había dejado por la mañana: desconcertado y hundido porque Carlos había vuelto a fallarle. Aún no sabía lo del robo, de manera que, cuando vio las condiciones en que los ladrones habían dejado el estudio, se llevó las manos a la cabeza y comenzó a hacerle preguntas encadenadas, sin dejarle tiempo para responder a ninguna.
—¿Cuándo ha pasado esto? ¿Por qué no me has llamado? ¿Has avisado a la policía? ¿Has hecho recuento de lo que te han robado?
José Luis la miró sonriendo. Había pasado del abatimiento a la euforia por arte de magia, y el desorden parecía no importarle.
—¡Tranquilízate y escucha! En casa de Carlos también han entrado. Él no me lo ha dicho, pero Manolito Cervera acaba de irse de aquí y me lo ha dejado caer. —Y añadió señalando el portafolios donde guardaba sus documentos—: Creo que alguien se ha puesto muy nervioso con nuestras investigaciones. Nos hemos debido de acercar mucho. Esta tarde voy a ir a ver a Calambuig. Tengo cita con él dentro de una hora. Estoy seguro de que es él y de que Cervera lo sabe.
—No me gusta. Todavía no tenemos nada en firme para acusarle.
—Lo sé, pero si no hablamos con él no lo tendremos nunca. Hay que presionarle. Y es mejor atacar por sorpresa.
—Voy contigo, entonces.
—No, Alba, sospecharía. He de ir solo.
Alba no sabía cómo reaccionar. No le gustaban las sorpresas. Nunca le habían gustado. Prefería prevenir y organizar las cosas de antemano, calcular los pros y los contras y evaluar sus riesgos y sus consecuencias. José Luis podía cometer un error visitando al taxista. Como buena aficionada al ajedrez, ella prefería calcular los movimientos antes de poner en peligro sus piezas.
—¿Has visto a Carlos después del desayuno?
—Se ha ido de aquí hace un par de horas. —José Luis seguía sonriendo como un niño a quien se le acaba de abrir un mundo lleno de posibilidades—. ¡Ha visto el mapa y mi certificado de nacimiento! ¡Y me ha prometido que luego le echará un vistazo a todo! Estoy seguro de que, nada más salir de aquí, se ha ido a ver a Manolito Cervera. Le conozco como si lo hubiera parido. Está mucho más interesado en el tema de lo que nos quiere hacer creer.
—Lo sé. Me ha pedido que le represente.
—Eso significa…
—Que tiene un secreto que no quiere compartir contigo. Y que deberías plantearte que está en todo su derecho a no hacerlo.