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Cuando el matrimonio Moreno conoció el origen del bebé de sus amigos, inmediatamente se plantearon la posibilidad de convertirse en padres utilizando la misma fórmula. Llevaban cinco años intentando sin resultado que doña Amparo se quedase embarazada.
Le estuvieron dando vueltas a la idea durante más de un mes. Al principio tuvieron algunos escrúpulos. Desviarse de los cauces reglamentarios no había sido nunca la conducta de don Antonio, ni en su vida personal ni en la profesional. Pero los Miranda les habían asegurado que no había nada ilegal en el asunto. De manera que concertaron una entrevista con el tocólogo de doña Angustias, cansados de esperar que la naturaleza hiciera su trabajo.
Habían acudido a las consultas de los doctores más prestigiosos, tanto de pago como de la Seguridad Social, donde se sometieron a un examen detrás de otro, siempre con el mismo diagnóstico: no padecían impedimento físico alguno que justificara su infertilidad. Tenían que tener paciencia, porque a veces el problema real no es otro que la obsesión.
Y la tuvieron, esperaron pacientemente, pero lo único que les demostró la paciencia fue que Dios no les bendeciría con un hijo.
También les dijeron que el problema podía radicar en el exceso de peso de doña Amparo. Sin embargo, por mucho que se sometió a los regímenes más estrictos, no consiguió sentir nunca la plenitud de su vientre abultado.
Hasta que, poco a poco, decepción tras decepción, se plantearon la posibilidad de adoptar. No obstante, el papeleo, los plazos excesivamente largos —podían dilatarse varios años— y la falta de seguridad respecto a que les entregasen un bebé sano, los habían echado para atrás.
Conocían a un matrimonio que había adoptado a un niño sin saber que padecía una enfermedad congénita, cuya vida se había convertido en un ir y venir de hospitales, operación tras operación, que estaba muy lejos del sueño que se habían forjado los Moreno al plantearse acudir al Registro de Adopciones.
En cambio, la entrevista con el tocólogo de la clínica de su amiga resultó de lo más satisfactoria. Podrían elegir el sexo del bebé y se les garantizaba tanto su salud como la de la madre biológica. Además, el médico les aseguró que, aunque el papeleo se llevaría a cabo de forma extraoficial, la legalidad del proceso estaba fuera de cualquier duda. No eran los primeros padres adoptivos, ni serían los últimos, en querer acortar los plazos que la Administración les imponía. La única diferencia entre elegir un camino u otro estribaba en que el niño llevaría sus propios apellidos y que nadie, bajo ninguna circunstancia, podría revelarle nunca a la criatura su verdadera procedencia.
—Eso significa —les explicó el doctor— que tienen que estar ustedes en absoluta sintonía desde este mismo momento y para siempre. Es más, ante el menor resquicio de duda de cualquiera de los dos, cancelaremos la operación.
La discreción del personal de la clínica estaba garantizada. Sólo cuatro personas conocerían los pormenores de la adopción: un conserje que los esperaría en la puerta trasera de la clínica cuando llegase el momento, un notario que se encargaría de que todo resultase legal, la matrona que supuestamente atendería a doña Amparo en el parto y un contacto de toda confianza en el archivo del hospital y en el Registro Civil.
El dinero que debían entregar serviría para sufragar los gastos de la clínica y abonar una pequeña cantidad a la madre biológica para ayudarla a recomponer su vida.
—Es muy importante que lo entiendan ustedes. La clínica no puede afrontar el coste económico de estas adopciones, y la madre biológica suele llegar a nosotros sin apoyos familiares. De ahí que nos sintamos en la obligación de ayudarla.
Ambos comprendieron que el precio sería alto. Si fuese barato nadie se metería en un lío de tamaña magnitud y, por supuesto, una nimiedad no bastaría para sellar todas las bocas que debían permanecer cerradas para siempre.
Era mucho dinero, pero merecía la pena teniendo en cuenta el resultado. De manera que, a medida que el médico les explicaba los detalles del asunto, los prejuicios que arrastraban desde que decidieron seguir el ejemplo de los Miranda se fueron diluyendo como el hielo a pleno sol.
La suerte, incluso, estaba de su parte. Una vez aceptaron las condiciones económicas, el doctor les informó de que había disponible en una inclusa un niño de padre desconocido cuya madre estaba pensando en renunciar a su custodia y a la patria potestad. Doña Amparo podría ingresar, en breve, en la misma habitación en la que había visitado a su amiga Angustias y, dos días después, salir de allí como la madre biológica del niño.
—Se trata de un bebé prematuro, pero nadie lo diría, goza de una salud extraordinaria. Lleva ya un mes y medio en la incubadora y estamos a punto de sacarlo. Si están ustedes de acuerdo, procederíamos al traslado mañana mismo.
También existía la opción de hacerlo todo más verosímil: esperar a que apareciese una embarazada que no pudiese hacerse cargo de su hijo, simular el embarazo de doña Amparo con un cojín que iría aumentando de volumen conforme crecía la tripa de la madre donante e ingresar al mismo tiempo que ella cuando se presentasen las primeras contracciones.
—Esa opción siempre nos da muy buenos resultados. Pero, en ese caso —continuó explicando el tocólogo, dirigiéndose esta vez directamente a don Antonio—, tendrían que esperar ustedes al menos siete meses, para que la gestación de su esposa fuese creíble.
Pero doña Amparo estaba demasiado impaciente. Había tenido en los brazos al bebé de su amiga, con sus muslos rollizos y su cara de ángel. No. No podía esperar.
—¿Seguro que el niño de la incubadora está bien? —le preguntó al doctor.
—Perfectamente. Si no fuese así, no me atrevería a ofrecérselo.
—¡Nos lo quedaremos! —dijo la madre antes de que el marido pudiera reaccionar.
—¿Y el embarazo? —preguntó don Antonio.
—Ya me encargaré yo de explicarle a todo el que quiera saberlo que, entre los desarreglos que tengo desde jovencita con el período y que últimamente estoy más gorda que nunca, no me di cuenta de nada hasta que me llegaron las contracciones.
Dos días más tarde, de acuerdo con las instrucciones del tocólogo, los señores Moreno entraron por la puerta trasera de la clínica, donde les esperaba un conserje que llevaba una bolsa en la mano. Una vez en la habitación, doña Amparo se puso un camisón de blonda que había comprado la tarde anterior y se metió en la cama.
Acto seguido, ante la mirada atónita de don Antonio, el conserje depositó el contenido de la bolsa en la papelera del cuarto de baño.
—Es por si viene alguien a visitarlos —le dijo guiñándole un ojo—. Las cambiaré todas las mañanas hasta que les den el alta. Hagan ustedes lo mismo en su casa durante cuarenta días. Cualquier tipo de filete les servirá para mancharlas.
Y se marchó cerrando la puerta tras él.
Pasados unos minutos, en un silencio que ni el marido ni la mujer se atrevían a romper, apareció el doctor con unos documentos que depositó a los pies de la cama de la supuesta parturienta, mientras le tendía a don Antonio una pluma estilográfica.
—Como verán, he puesto como fecha de nacimiento el día 23 de febrero, coincidiendo con el momento en que debería haber nacido. Tendrán que inscribirle con ese dato. Así no levantaremos las sospechas de nadie. ¿Están ustedes de acuerdo?
Doña Amparo miró a su marido como si temiese encontrar en sus ojos un atisbo de duda que les obligase a dar marcha atrás. Pero los dos habían ansiado tener hijos desde el día de su boda, y sufrido la misma decepción cada vez que doña Amparo manchaba de sangre sus paños. De manera que no les hizo falta hablar. Sólo mirarse. Mirarse y asentir con la cabeza. Constatar en el otro la misma determinación, el mismo anhelo, el mismo autoconvencimiento de que el cariño con el que criarían a aquel bebé abandonado compensaría las irregularidades burocráticas en las que estaban a punto de participar.
Don Antonio tomó la pluma que le ofrecía el doctor y miró de nuevo a su mujer. Y los dos volvieron a hablarse con la mirada para decirse que no había nada que les impidiera firmar.
Una vez listos los documentos, la madre fue conducida en una camilla a un paritorio donde, unos minutos más tarde, apareció el doctor arrastrando una cunita de ruedas que colocó junto a la cama de la supuesta recién parida.
Doña Amparo se incorporó, miró al niño conteniendo la respiración y lo cogió en brazos. Era morenito de pelo y de piel, tenía los ojos tan negros que apenas se le distinguía el iris de la pupila, y la miraba como si quisiera decirle algo. Parecía tan frágil que le daba miedo que se le cayese de las manos.
Había deseado durante tanto tiempo experimentar aquella sensación, la había imaginado tantas veces y soñado con tanta vehemencia que, cuando acercó el dedo meñique a la mano del bebé y este se lo agarró como si ya la hubiera adoptado como madre, doña Amparo sintió una especie de desvanecimiento. Jamás había tenido tanto miedo a no merecer la felicidad con la que acababa de bendecirla el Señor en su infinita misericordia. Durante un instante, creyó que el suelo se abría bajo la camilla. Los oídos comenzaron a pitarle. La habitación se difuminó en una niebla densa que lo cubría todo, mientras el mundo desaparecía para dejarle su sitio a aquella mano que se aferraba a su dedo. Su dedo de madre, abrazado por aquella manita de hijo.