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Al salir del restaurante donde se había encontrado con Calambuig, José Luis decidió dar un paseo hasta su colegio electoral, ya que aún no había votado. Necesitaba despejarse y reflexionar sobre lo que le había dicho el antiguo taxista. Hasta las ocho de la tarde no cerrarían las urnas. Le sobraba tiempo para ir caminando tranquilamente y llamar a Carlos para votar juntos. Después le enseñaría las cintas y le informaría sobre lo que había averiguado.
Se habían cumplido apenas quince días desde que murió su madre. No entendía a qué se refería Calambuig cuando le preguntó por qué había dejado pasar tanto tiempo, a menos que hubiera creído que él, con el farol de las cintas, le estaba hablando de los pagos a plazos y no del chantaje posterior. Porque lo cierto era que no había pronunciado aquella palabra.
No cabía duda de que el empresario había formado parte de la trama, pero había algo en lo que José Luis no había pensado hasta ese momento. Quizá alguno de sus conductores hubiera participado también, su flota de taxis ya contaba con media docena de vehículos en aquella época.
Por la mañana, había sospechado que Manolito Cervera tenía que ver con todo aquello, y entonces, después de la conversación con Calambuig, tenía que volver a darle vueltas a la idea.
Cervera se había presentado de improviso en su estudio con otro policía, minutos después de que Carlos se hubiese marchado tras hacerle prometer que no llamaría a nadie. Por eso sospechó. Si él no les había llamado —y por supuesto, Carlos tampoco—, ¿cómo sabían que se había cometido un robo allí?
Llevaba mucho tiempo sin ver a Manolito Cervera. Presentaba un aspecto muy alejado del joven musculoso que él recordaba, pero la voz no le había cambiado apenas, algo más ronca y gastada, pero el mismo desafío y la misma chulería. La reconoció al instante.
El inspector entró en el estudio junto a su compañero, mucho más joven que él pero igual de desafiante, y ambos se metieron hasta el dormitorio sin que él les hubiese invitado a pasar. Ninguno de los dos dio muestras de sorpresa cuando entraron en el piso y observaron el desorden. Más bien al contrario, el más joven se dedicó a inspeccionar las cosas que había por el suelo y Cervera se volvió sobre sí mismo, sacó una libreta y un lápiz del bolsillo de la gabardina, y exclamó:
—¡Me lo temía!
José Luis les miró perplejo, extrañado por la visita y por la forma de comportarse. No se habían presentado ni saludado, únicamente le habían mostrado las placas de identificación y habían cruzado la puerta sin más.
—¿Qué es lo que se temía y por qué, inspector? —le preguntó mientras metía en su portafolios a toda prisa los documentos que acababa de enseñarle a Carlos.
Cervera miró fijamente el portafolios y, haciendo caso omiso de la pregunta, le sorprendió nuevamente.
—¿No te lo ha dicho tu amigo?
—¿Qué amigo?
Por la forma de mirarse el uno al otro, los dos percibieron que ambos sabían ante quién se encontraban. Sin embargo, continuaron tratándose como si no se hubieran reconocido.
—El que acaba de irse de aquí. ¿O te crees que la policía es tonta?
Manolito Cervera se rio de su propia gracia soltando una carcajada y miró a su acompañante, quien parecía estar haciendo inventario de todo lo que encontraba, mientras su jefe mojaba la punta del lápiz con la lengua y apuntaba en su libreta cada objeto que el otro levantaba del suelo.
En un momento determinado, como quien no quiere la cosa, el inspector alargó la mano y le hizo un gesto a José Luis para que le entregase el portafolios.
—¿Qué es lo que has guardado ahí con tanta prisa?
Pero José Luis se lo ocultó detrás de la espalda, se aferró a él con fuerza y decidió que era el momento de pararle los pies a Cervera:
—¿Has venido para investigar un robo o para hacer un registro domiciliario? Porque lo primero no lo he denunciado, y para lo segundo necesitas una orden judicial.
—Has cambiado mucho desde la última vez que te vi, camarada —le dijo situándose a un palmo de su nariz—. Pero yo me guardaría esos humos, porque tu jueguecito puede llegar a ser muy peligroso.
Si hubiera sido más joven, la actitud de Manolito Cervera le habría impresionado, incluso paralizado, porque el inspector se había retirado la gabardina a la altura del cinturón para dejar la pistola a la vista. En aquel momento, el compañero de Cervera dejó lo que estaba haciendo y se acercó al que parecía su jefe.
—¡Vámonos! ¡Ya es suficiente!
Eran las primeras palabras que pronunciaba el segundo policía desde que habían irrumpido en el estudio. Por el tono, no parecía un subordinado, sino el jefe de Cervera. A José Luis no le sonaba su cara, pero recordaba su voz. Sabía que la había oído en varias ocasiones.
Llevaba puesta una gorra de béisbol con la visera hacia atrás. No pasaría de los treinta años, por lo que no podía tratarse de un compañero de la facultad ni del colegio, pero a él no se le escapa un timbre de voz, y menos uno como aquel: metálico y vivo, sin llegar a ser agudo pero acercándose.
Antes de que se marcharan, José Luis quiso volver a escucharlo:
—¿Nos conocemos? Sé que sí, pero ahora no recuerdo dónde nos hemos visto antes.
—¿Ha estado usted alguna vez en la comisaría?
—Nunca.
—Pues entonces va a ser que no.
Y ahí fue cuando la identificó. No era su voz la que recordaba, sino la de un taxista que tenía la parada cerca de su estudio, probablemente el padre del policía.
—¿Conoce a un taxista que opera por esta zona?
En aquel momento no le dio importancia, pero a Manolito Cervera no le hizo ninguna gracia que su compañero contestase a sus preguntas, porque le cogió por la manga y le empujó hacia la puerta diciéndole que ya estaba bien de cháchara. A continuación, se marcharon.
José Luis estaba agotado, no físicamente, sino por todo lo que había ocurrido en apenas un mes. Quizá por eso no le dio importancia a que el policía pudiera ser hijo de un taxista. En otra época, era muy frecuente que las dos profesiones estuvieran relacionadas. Muchos policías y guardias civiles retirados acababan conduciendo un taxi.
El día anterior había vuelto muy tarde de Valladolid, no le había dado tiempo a trasladar a su página web el resultado de sus investigaciones, así que encendió el ordenador y se puso a trabajar en ello hasta la hora de la comida.
Poco después de comer llegó Alba Cruces y le dijo que Carlos le había pedido que fuese su abogada, lo que parecía echar por tierra su esperanza de que participara en la investigación. No obstante, Carlos le había prometido que vería el material que guardaba en su portafolios. El abogado estaba seguro de que el vídeo le removería tanto que no podría quedarse de brazos cruzados. Carlos era más sensible de lo que todos creían, incluido él mismo. José Luis le conocía mejor que nadie. Vivía su vida como si fuese una película en la que él actuaba como protagonista y los demás como actores secundarios, que le servían para perfilar el carácter de su personaje. Interpretaba muy bien su papel. Fingía que era feliz con su éxito profesional, sus conquistas femeninas y su ático de lujo, pero en el fondo, por mucho que tratase de disimularlo, José Luis sabía que estaba tan solo como él. Y la soledad puede ser una mochila muy pesada cuando se convierte en aislamiento.
¡Sí! Carlos cambiaría de actitud cuando viera las cintas. Pero quería llevarle alguna prueba más, el hilo por el que empezar a desenredar la madeja, por eso decidió grabar a Calambuig y por eso tenía que encontrar al taxista de la voz metálica. La parada se encontraba a pocos metros del colegio electoral. Antes de llamar a Carlos para cumplir con la tradición de votar juntos, intentaría hablar con el padre del policía.
Lo que no podía imaginarse el abogado era que nunca llegaría a la parada ni a ejercer su derecho al voto.
Nada más salir del restaurante, advirtió la presencia de una motocicleta que parecía estar esperándole. Se trataba de una supermotard, una fusión entre las motocicletas de motocross y las de velocidad, adaptada con ruedas de carretera para circular por el asfalto. La máquina arrancó cuando él puso el pie en la calle y tomó la acera de la izquierda.
El abogado llevaba el portafolios en la mano derecha. Por precaución, cuando oyó que la moto arrancaba, se lo pasó a la otra mano y procuró caminar lo más arrimado posible a la pared.
El rugido del tubo de escape le acompañó desde el mismo lugar durante los primeros metros. Se quedaba atrás conforme él se alejaba, pero aceleraba y desaceleraba convirtiendo el sonido en una advertencia. Cuando dobló la primera esquina, miró con disimulo hacia la izquierda y comprobó que la moto no se había movido de la puerta del restaurante. Aun así, apretó el paso y continuó pegado a la pared.
Lo más sensato habría sido tomar un taxi o un autobús y olvidarse del paseo, ya que, si el motorista pretendía asustarle, había conseguido su objetivo. José Luis estaba temblando, le sudaban las manos y las gafas se le resbalaban a cada paso mientras miraba a la derecha, temiendo que la moto apareciese en cualquier momento.
Y así sucedió. Se colocó a su lado y redujo la velocidad para mantenerse a su altura hasta que se acercaron al primer cruce de calles, donde José Luis no tenía más alternativa que abandonar la protección de la pared. El cruce estaba controlado por un semáforo que en aquel momento se encontraba cerrado para los peatones. José Luis se detuvo, pero, en lugar de situarse junto al semáforo, esperó a que este se abriera sin apartarse del edificio que tenía a la izquierda. A su derecha, el rugido del tubo de escape le decía que la moto continuaba allí.
Según la pantalla que indicaba los tiempos de apertura y cierre del semáforo, faltaban diez segundos para que este cambiase de color. Cuando la luz roja se apagó y se encendió la verde, el abogado se fijó en los segundos de que disponían los peatones para cruzar, y esperó sin moverse del sitio. La moto también esperó.
Si actuaba deprisa, podría darle esquinazo cruzando en el último segundo, de manera que el semáforo le bloqueara el paso a ella y no pudiese arrancar.
De modo que se recostó contra la pared simulando que buscaba un número en el móvil y, mentalmente, comenzó a contar los segundos hacia atrás, sin mirar hacia el semáforo, mientras el motor de la máquina aceleraba y desaceleraba.
El cruce se había llenado de gente, una pantalla de espaldas que le tapaban la vista de la otra acera, y entre la que tendría que camuflarse en el último segundo.
Cuando terminó la cuenta atrás, se guardó el móvil en el bolsillo, se ajustó las gafas y echó a correr. Pero no llegó a cruzar la calle. La supermotard hizo un quiebro a la izquierda para invadir la esquina que él acababa de abandonar, otro a la derecha para colocarse en paralelo a su cuerpo y agarrar el portafolios, y uno más para retomar la dirección del restaurante, arrastrándole hasta que soltó la cartera y su cabeza se estrelló contra el bordillo.
En un instante, a su alrededor se formó un tumulto que clamaba por un médico y una ambulancia, mientras él oía cómo se alejaba el sonido de la motocicleta, entre insultos y exclamaciones de los testigos.
Eran las cinco y media de la tarde. Para entonces, Carlos ya había vuelto a su casa después de mantener una fuerte discusión con Manolito Cervera, en los servicios del bar donde el inspector solía comer con otros policías.