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Nada más empezar a discutir, cuando el ejecutivo le señaló con el dedo como si le estuviese amenazando, el inspector había inmovilizado a Carlos contra la pared de los urinarios.
Cervera le había sujetado los hombros con los brazos extendidos, y también las piernas, haciéndole con las suyas una llave de defensa que le obligaba a mantenerlas abiertas, como si fuese a cachearle.
—¡Te lo dije hace muchos años, Miranda! ¡El temita tenía que cerrarse y punto! Pero tu amiguito se ha metido a detective y está sacando otra vez toda la mierda.
Carlos tenía la cabeza ladeada, con media cara aplastada contra las baldosas del lavabo y la otra media roja de ira.
—¿Por eso nos habéis puesto las casas patas arriba?
—¡Escúchame, listillo! —Cervera le dio la vuelta para mirarle fijamente a los ojos y lo inmovilizó de la misma forma que cuando lo tenía de espaldas—. Me cogiste por los huevos con lo de mi padre y te salió bien. Pero hicimos un trato. Te di la información que me pediste. Pero ya basta. ¡O convences a tu amigo para que lo deje o se encontrará con una mierda mucho más grande que la tuya!
—¿De qué coño hablas?
—No me obligues a hacer un chiste fácil, Miranda, contigo me gusta mirar más alto.
Cervera estaba fuera de sí. Tenía sujeto a Carlos contra las cuerdas, apretándole contra la pared, y vociferando a un palmo de su cara. Cualquiera diría que era él quien dominaba la situación, pero el publicista terminó por sacarle de sus casillas hablándole con un sarcasmo que consiguió enervarle aún más.
—Y tú no me obligues a mí denunciarte a tus superiores. Con la mitad de lo que sé te retirarían del cuerpo. Y, de paso, a tu padre le quitaban el galón de sargento a título póstumo.
—Y con la cuarta parte de lo que yo sé, os hundiría en la miseria a tu amigo y a ti. ¡No me provoques!
—¡Si supieses algo más, lo habrías largado echando leches! ¡Siempre has sido un fanfarrón, Cervera! Ni siquiera has conseguido llegar a inspector. ¡Yo también sé muchas cosas! Te has quedado en ayudante porque no hay manera de cerrarte la bocaza.
—¡Te la estás buscando y te la vas a encontrar, gilipollas!
—¿Sabes cómo te conocen en comisaría? —le mintió para seguir provocándolo—. Como el Chusquero Fantasma. Supongo que sí lo sabes. Lo de chusquero no es ninguna deshonra, tiene su mérito; también tu padre lo era. Pero comprendo que te duela. Llevas tanto tiempo en el cuerpo que hasta los recién salidos de la academia te pasan por delante en el escalafón. Pero lo de fantasma me recuerda a… —El inspector le puso las manos en la garganta para hacerle callar, pero Carlos consiguió darle un rodillazo en la entrepierna y que perdiera el equilibrio. Entonces le empujó hasta tirarle al suelo, se echó sobre él y continuó con su sorna—: Lo de fantasma me recuerda a aquella serie… ¡Ah, no! Que el fantasma no era un bocazas, era un capullo y un…
Pero no pudo continuar. Manolito Cervera ya estaba otra vez sobre él, le había dado un puñetazo en el estómago y le había levantado y colocado la cabeza contra uno de los urinarios.
—Debería habértelo contado todo hace doce años. Pero me diste pena, ¡cabrón! Ahora que… si sigues hinchándome las narices…
—No tienes lo que hay que tener, chusquero de mierda.
Cervera se había puesto tan rojo que parecía que le iba a estallar la cara. Le dio la vuelta para mirarle de frente, le sujetó otra vez los hombros con los brazos extendidos y le gritó:
—Tú lo has querido, ¡hijo de tu madre! —E hizo una pausa para utilizar el mismo tono sarcástico que su contrincante—. ¡Ah, no! ¡Que tu madre no era tu madre, a ti te adoptó la de tu amigo!
Carlos le miró sin entenderle, blanco como la pared, horrorizado al comprobar que Manolito sonreía, satisfecho del golpe que acababa de asestarle. En aquel momento, recordó las palabras que le había dicho Alba Cruces hacía unas horas, «se permitían el lujo de elegir a los niños como en un escaparate y devolverlos después si no se sentían satisfechos con el producto», y también las que le había dicho el coronel hacía doce años, cuando el propio Manolito Cervera le puso sobre la pista del capitán Pódalas, «Mi mujer quería un morenito. El pobre no paraba de llorar. Nos quedamos sin él sin cumplir los dos meses». ¡Sin cumplir los dos meses! El tiempo que se llevaban José Luis y él. ¡No podía ser! ¡No podía haber nadie tan perverso! El corazón comenzó a palpitarle fuera de control. Sentía una presión insoportable en las sienes, como si se las estuviesen apretando entre los troqueles de una prensa. La garganta se le había cerrado y el aire no le llegaba a los pulmones. Las piernas se le doblaron y todo su peso cayó sobre los brazos del inspector, desmadejado, sin fuerzas para mantenerse de pie.
Manolito Cervera le sacó de los servicios del bar, le tumbó en el suelo del comedor y le pidió que respirase.
—¡Respira, chaval! ¡Respira, cojones!
Se le habían agarrotado las manos. El corazón seguía descontrolado, bombeando sangre a lo loco, y la cabeza le iba a estallar. ¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡No! ¡No! ¡No!