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Entendí las razones de mi madre cuando conocí al coronel. Estaba claro que no era a mí a quien esperaba. Al verme, la cara se le transformó en un rictus extraño, parecía la caricatura del muñeco de un ventrílocuo: arrugado como una ciruela pasa, con un mechón de pelo que le cubría la calva de un lado a otro; y con la mitad de la boca, bajo la que sólo le quedaban los restos de un bigotito ridículo y pasado de moda, levantada hacia la nariz.
Me miró atónito, igual que si se le hubiera aparecido un espectro, y empezó a hablarme sin sentido, como si continuase una conversación con otra persona y no hiciera falta que yo contestase.
—¿Puede saberse por qué no habéis entrado los dos juntos? Ya le he dicho a ella todo lo que tenía que decir. Ella, en cambio, ha dicho bien poco. Lo que no me podía imaginar era que detrás iba a mandarte a ti. ¿Qué pasa? ¿Que ha decidido no llevarse el secreto a la tumba?
Yo le dije que no sabía de qué hablaba, que había ido para darle un recado a su hijo. Y él soltó una carcajada con su boca torcida, echando la cabeza hacia atrás como un monigote.
—¡Buena táctica, muchacho! —me dijo mientras arrastraba las ruedas de su silla para acercarse hacia donde estaba yo—. Pero a mí no me engañas. Sé a lo que has venido. Aunque siento decirte que no comparto tu interés. —Y entonces se apoyó sobre los codos, intentó erguir el tronco del cuerpo a pulso y señaló mi mano derecha—. Lo habéis descubierto por eso, ¿verdad?
Sólo entonces caí en la cuenta de lo que estaba pasando. Me fijé en la mano de aquel indeseable y recordé las palabras de Manolito sobre el capitán Pódalas. Toda la sangre se me subió a la cabeza de golpe. Él me miró con una sonrisa que daba escalofríos, como si se estuviera vengando de algo que tenía enquistado y lleno de pus. Me habría encantado lanzarme contra su cuello y partírselo allí mismo sin contemplaciones, pero me quedé paralizado. Él señaló el retrato de un militar que había colgado en la pared y me dijo que me fijase bien.
—Te pareces más a él que a mí. Sólo que mi padre era rubio. Se lo llevaron los rebeldes en julio del 36 y no apareció nunca más. Espero que tus padres hayan sabido educarte. Porque con las prisas, al final le dimos a un rojo el hijo de una roja. ¡Lástima no haber sabido antes que el señor Miranda simpatizaba con los comunistas y tuvo familia en el exilio! Ya se lo he dicho a ella, yo tengo ojos y oídos en todas partes. Aunque he de admitir que en aquellos días me fallaron ligeramente.
A mí se me había secado la boca, me costaba trabajo respirar y se me estaba nublando la vista, pero conseguí balbucear, más que hablar, para decirle que no entendía nada. Pero sí lo entendía. Las piezas encajaban.
Sentí como toda la sangre que antes se me había subido a la cabeza me bajaba de golpe al estómago y se quedaba allí, helada y sin ganas de circular. Debí de quedarme tan pálido que hasta yo mismo lo noté. Él debió de verme muy mal, porque llamó a la sirvienta y le dijo que me llevase un vaso de agua.
El resto lo recuerdo como en una nebulosa.
La chica me tendió en un sofá de cuero desgastado, me ayudó a beber un sorbo de agua y me abanicó con un periódico. Yo tenía la sensación de que todos los músculos de mi cuerpo se habían convertido en plastilina. Mientras, me llegaba una voz que salía del fondo de la tierra y me decía que mi madre había estado allí minutos antes que yo, para protegerme de aquel indeseable. Las paredes empezaron a deformarse y a bailar ante mis ojos, acercándose y alejándose, repletas de manchas en las que yo veía el coche aparcado en la cuneta, mi marca de nacimiento, las tijeras del capitán Pódalas y al hombre del retrato.
Mientras recuperaba el conocimiento, el coronel aprovechó para contarme el resto de su historia como quien cuenta una hazaña de guerra a sus nietos.
—¿Sabes? —me dijo cambiando radicalmente el tono de voz que había utilizado hasta entonces—. En el fondo agradezco a Dios Todopoderoso que te haya traído a mí. Me va a llamar a su lado dentro de poco y seguro que me tendrá en cuenta que me sincere contigo. Por mucho que tu madre se empeñe en lo contrario. Al fin y al cabo, ya lo sabes casi todo y yo sólo me arrepiento de una cosa: de haberle hecho caso a mi mujer. Se negó en rotundo a tener un niño pelirrojo. Y tenía razón, en el pueblo se habría sabido en seguida. Yo le propuse pedir el traslado, pero no consentía en moverse de allí. ¡Diablo de mujer! No he conocido una más dominanta. Nos avisaron cuando empezaron los dolores de parto y para allá que nos fuimos con su barriga postiza. Estuvimos en la habitación de al lado toda la noche, pero no hubo manera de convencerla. Quería un morenito a toda costa. Por suerte, en otra clínica había uno y aceptaron el cambio. Yo no conocía los antecedentes de tu padre, porque de haberlos sabido te habríamos buscado otro.
—¿Dónde está el otro niño? —le pregunté yo, mareado todavía, sin poder creer lo que estaba sucediendo ni dónde estaba tumbado.
—El pobrecito no paraba de llorar. Nos quedamos sin él sin cumplir los dos meses. ¡Qué lástima! Mi mujer se quedó destrozada y ya nunca quiso ir a por más.
¡Ir a por más! Lo dijo como si fuese de lo más natural. ¡Ir a por más! A mí se me fue a la boca todo lo que tenía en el estómago y lo vomité en su sofá de cuero.
Luego hice acopio de fuerzas, empujé su silla de ruedas hasta que se estrelló contra la pared y salí de allí horrorizado.
Estuve conduciendo durante horas, sin rumbo fijo y sin parar de llorar, deseando que se hiciera de día.
Cuando me di cuenta, acababa de pasar a Portugal por la frontera de Badajoz. Es curioso, porque cuando vi los carteles de la autovía en portugués pensé en Joaquín Prats y en su discurso sobre la Europa sin fronteras, que nos iba a convertir en un país del primer mundo.
Me costó mi tiempo procesar todo aquello. En mi mente, retumbaba la historia que me había contado Manolito Cervera sobre el coronel y las tijeras a las que debía su mote. Mi madre biológica había querido protegerme de la verdad y, probablemente, protegerse también a ella y a su familia. Aquel hombre se merecía que cayese sobre él todo el peso de la ley, pero mi madre debía de tener sus razones para decidir mantener en secreto lo que sucedió. Mi mancha de nacimiento había sido la que la había sacado de la duda. Ella no debía de saber que la tenía, porque lo habría dicho en la tele. ¿Quién sabe cuántos padres habría imaginado que podían ser el mío hasta que yo le di la clave? ¿Quién sabe cuánta humillación? ¿Cuántos capitanes Pódalas la habrían violado?
No quería imaginármelo. Ella había decidido callar. Así es que opté por guardar su secreto e intentar volver a reconstruirme, buscar nuevos cimientos, nuevas razones, dar nuevos manotazos al aire para deshacerme de la ira y transformarla otra vez en cinismo. Pero ¿dónde?
Durante una semana vagué por el sur de Portugal como si fuese un muerto viviente. Recorrí sin verlo el Alentejo entero. Elvas, Estremoz, Évora, Santiago do Cacém… ciudades hermosas, protegidas por murallas centenarias que deberían haberme impresionado. Después continué hacia el Algarve. Algezur, Alfambra, Carrapateira, Vila do Bispo… Pero tampoco vi sus playas, sus horizontes de mar abierto y cielos inmensos, sus rocas, su arena, sus ganas de soñar.
Y cuanto más me alejaba, más sentía que tenía que volver. Que el final estaba en el principio y que el principio podía convertirse otra vez en mi único anclaje. La tabla de salvación. El puerto donde amarrar. Las raíces que se aferran en lo hondo.
¡Sí! Tenía que partir del mismo punto, aunque tuviese que levantarme otra vez sobre las arenas movedizas en las que había conseguido no hundirme nunca, a pesar de que a veces hubieran estado a punto de ahogarme.
Y que conste que no es que creyese que más valía lo malo conocido. No, no era eso. Era que necesitaba pararme. Quedarme quieto y reconocer algo, aunque ese algo no fuese más que una enorme y podrida farsa, un cuento de niños en el que el ogro engorda a sus víctimas en una jaula, y la madrastra siempre desprecia a sus hijos advenedizos.
Seguramente habría otra forma de empezar a construirme por enésima vez, pero yo no la encontré. Así que decidí deshacer el camino y regresé a Valencia.
Recuerdo la sensación de cobijo que me produjo ver el nombre de las calles. Parecerá una tontería, pero me calmaron. Me quedaba mirando las placas cuando pasaba por delante como si ellas fueran mi familia, como si me estuviesen devolviendo algo de mí mismo, como si me entendiesen y pudieran ayudarme a preparar otra vez mi madriguera. Calle del Cid. Avinguda de Pérez Galdós. Gran Vía de Ramón y Cajal, Carrer d’Alacant, y Gran Vía de les Germanies, donde estaba la casa de mis padres.
La última vez que los vi fue en la cena de Nochebuena. Ni siquiera los había llamado para felicitarles el Año Nuevo ni para que ellos me felicitaran a mí por mi cumpleaños. Pero estaban tan acostumbrados que yo creo que ni lo habían echado de menos.
Mi padre estaba en el salón, como siempre, intentando montar las piezas de un reloj, y mi madre en su cuarto, seguramente rezando el rosario de la novena que le tocara.
Él se levantó cuando me oyó llegar, me dio un abrazo y me preguntó si todo andaba bien. Ella me saludó desde lejos sin moverse. Yo, por mi parte, hice lo mismo: a él le devolví el abrazo y a ella el saludo desde el salón.
Luego me senté un rato con mi padre y charlamos de lo de siempre: de los últimos goles del Valencia, de lo caro que se estaba poniendo todo y de que Europa nos iba a convertir en una gran potencia económica. Y mientras hablábamos, yo pensaba en lo poco que nos conocíamos realmente y en los caprichos y la crueldad del destino. Después de todo, había algo de verdad en la historia que me habían contado. Mi madre lloraba con razón a su niño muerto, y yo era clavadito a mi abuelo, que desapareció al principio de la guerra civil y nunca más se supo de él.
Han pasado doce años desde aquel día. Durante todo ese tiempo, no he vuelto a contactar con mi madre biológica ni con el coronel. Dejé que se convirtieran en pasado mientras yo buscaba el refugio de mi cinismo y mis estrategias publicitarias. Hasta que José Luis se presentó en mi agencia con la noticia que le daría la vuelta a mi vida otra maldita vez.
Y aquí estoy, repasándolo todo para ver si consigo entender lo que sucedió y lo que no debería haber sucedido. Buscando respuestas. Preguntándome qué debería haber hecho y no hice, para evitar lo que vino después.
Sigo pensando que somos lo que hemos hecho de nosotros mismos. Es verdad. Lo pienso. Sin embargo, ahora dudo si yo soy lo que hice de mí o lo que quise creer que estaba haciendo de mí. Porque, después de todo el camino recorrido, lo cierto es que no sé quién soy.