EPÍLOGO

Nueva York, año nuevo de 1959

EPÍLOGO

Los historiadores están de acuerdo en afirmar que la derrota de la Armada española fue una batalla decisiva. Realmente una de las batallas decisivas para la historia del mundo. Pero en lo que ya no coinciden es en definir qué es lo que decidió. En todo caso, no fue el problema de la guerra entre España e Inglaterra, ya que éste siguió igualmente latente. A pesar de que ninguna flota se enfrentó con Drake y sólo algunas tropas locales se opusieron al avance de Norris, el ataque inglés a Portugal, en 1589, terminó con el más rotundo de los fracasos, la guerra continuó todavía catorce años más, es decir, de hecho continuó mientras vivió la reina Isabel, para terminar en algo así como una retirada. Según algunos historiadores, la derrota de la Armada «marca el ocaso del imperio colonial español y el comienzo del británico». Resulta difícil comprender el porqué del razonamiento. En 1603 España no había abandonado a Inglaterra ni uno solo de sus dominios de ultramar, mientras que la colonización inglesa en Virginia tuvo que ser aplazada de momento. La campaña de la Armada tampoco «transfirió el dominio de los mares de España a Inglaterra». El poderío marítimo de los ingleses en el Atlántico siempre había sido superior a las fuerzas combinadas de España y Portugal y lo seguía siendo, pero después de 1588 el margen de superioridad disminuyó. La derrota de la Armada no significó el fin de la marina española, sino su comienzo. Los ingleses podían invadir la costa española, pero no bloquearla. Drake y Hawkins soñaban en someter a Felipe, impidiendo la llegada de las riquezas del Nuevo Mundo, pero el caso es que llegaron más tesoros de América a España, desde el 1588 al 1603, que en ningún otro período de quince años en la historia española. Durante la guerra de Isabel, en los mares no mandaba nadie.

Se ha dicho en algunas ocasiones que la derrota de la Armada hizo nacer la actitud optimista proverbial en el temperamento isabelino, y también que fue causa de que surgiesen genios literarios, personajes que caracterizan el período de los últimos quince años del reinado de la reina Isabel.

Que se alcen en armas contra nosotros
las tres cuartas partes del mundo, y se acerquen.
Los venceremos.

Estos versos de El rey Juan son citados generalmente como ejemplo. Existen algunas dudas sobre la veracidad del primer aserto, incluso para aquellos capaces de definir con una frase la manera de ser de un pueblo, precisamente por la imposibilidad de demostrar que ese «burbujeante optimismo» mencionado abundase más en Inglaterra en la década y media posterior a 1588 que en el mismo período anterior. En cuanto al segundo concepto, establecer una conexión casual entre la derrota de la Armada y el florecimiento del drama isabelino, no es cosa que pueda refutarse fácilmente, pero todavía resulta más difícil probarlo a no ser por el método post hoc, propter hoc. No hay conexión entre la campaña de la Armada y una determinada obra literaria inglesa, como la que puede ser establecida en las letras españolas. Según la tradición generalmente aceptada, un veterano mutilado de Lepanto, un poeta menor, en las semanas de confusión que precedieron a la partida de la Armada de Lisboa, llevó de manera tan embrollada la relación de recaudaciones por cuenta de la flota española, que jamás llegó a saberse si pretendía o no defraudar a la corona. A su debido tiempo fue encarcelado hasta que alguien puso en claro sus libros de contabilidad. En su forzado ocio comenzó a escribir Don Quijote. Lo que prueba que para el genio, una derrota puede ser tan estimulante como una victoria, tal y como demuestra la historia. O tal vez Cervantes y Shakespeare habrían escrito exactamente lo mismo si la Armada jamás hubiese zarpado.

Los más antiguos historiadores, Froude y Motley, Ranke y Michelet, dicen que la derrota de la Armada fue decisiva para que la Contrarreforma no triunfase en Europa entera, lo que es una teoría mucho mejor. Puede que Medina Sidonia no pudiese hacer nada más para ganar la batalla, pero Howard, ciertamente, habría podido perderla. Y de ocurrir así, el duque de Parma, seguramente, habría logrado avanzar con sus tropas por suelo inglés. Si Alejandro de Parma hubiera desembarcado y tomado Rochester —tal como se proponía— marchando luego sobre Londres, apoyado por una Armada española victoriosa situada en el Támesis, el curso de la historia de Inglaterra y de todo el Continente se habría alterado en más de un aspecto. Aunque el duque no hubiese podido conquistar Inglaterra ni destrozar a la reina, sólo un limitado éxito español habría representado para la causa del protestantismo un serio y hasta puede que mortal golpe.

No obstante, parece más verosímil que, aun cosechando los españoles una victoria en el mar, el aspecto final de Europa, al ser restablecida la paz, no resultase tan distinto. Felipe y sus consejeros militantes soñaban en una gran cruzada que barriese la herejía e impusiera la católica paz del rey de España en toda la cristiandad. Drake y los puritanos soñaban en esparcir la revolución religiosa a través de Europa hasta que el anti-Cristo fuese arrojado de su trono. Pero ambos sueños eran irrealizables. Ni la coalición católica ni la protestante tenían suficiente unidad ni disponían de la fuerza necesaria. Los sistemas de ideas, aunque autolimitados en su expansión, son más difíciles de exterminar que los hombres y aun que las mismas naciones. De entre todos los tipos de guerra, una cruzada (la guerra total contra una idea) es siempre la más difícil de ganar. Debido a su propia naturaleza, la guerra entre España e Inglaterra no podía ser decisiva, y dada la condición humana incluso su lección iba a resultar inútil. Casi toda Europa tuvo que librar otra guerra durante treinta largos años para comprender que una cruzada es siempre un pobre medio para saldar diferencias de opinión, y que dos o más sistemas ideológicos pueden vivir perfectamente el uno junto al otro sin peligro mortal para ninguno.

No obstante, la derrota de la Armada fue en cierto modo un acontecimiento decisivo. No tanto para los combatientes como para los observadores. Para los expertos de ambos bandos, el resultado habido en Gravelinas fue sorprendente, esencialmente porque la Armada tuvo una actuación superior a la esperada. Los ingleses y españoles en tierra no sabían con certeza hacia qué lado se inclinaría la balanza de la victoria, pero había quien estaba más indeciso aún. Francia, Alemania e Italia habían visto al coloso español avanzar de victoria en victoria. La providencia, los designios de Dios cada vez más claros, la misma marea del futuro, todo parecía estar de parte de España, y como católicos, los católicos franceses, alemanes e italianos se alegraban de que España hubiese sido elegida «campeón de la Iglesia de Cristo», aunque les desagradase la idea de una total dominación española, mientras los protestantes de todos los países se sentían alarmados y aterrados. Cuando la Armada española desafió a los antiguos señores del Canal inglés en su propio terreno, el conflicto inminente cobró aspecto de un duelo, en el cual, tal como se espera en tan grave desafío, Dios defendería la razón. Lo solemne del hecho era realzado por las portentosas profecías existentes acerca del año del conflicto, profecías tan antiguas y respetables que no podían ser ignoradas ni siquiera por los más cultos o escépticos. Así pues, cuando ambas flotas se dirigieron hacia el punto señalado para la batalla, Europa entera quedó a la expectativa.

Para los observadores de ambos bandos, el resultado, debido en gran parte —según creencia general— a una extraordinaria tempestad, fue verdaderamente decisivo. Los protestantes de Francia, Holanda, Alemania y Escandinavia comprobaron con satisfacción que Dios estaba en realidad (como siempre supusieron) de su parte. Los católicos de Francia, Italia y Alemania aseveraron casi con el mismo agrado que España no era, después de todo, el campeón elegido de Dios. Desde entonces, y aunque la preponderancia española se mantuviese durante otra generación, la cima de su prestigio decreció; Francia, muy en particular, tras el golpe de Estado de Enrique III en Blois, volvió a su punto de equilibrio contra la casa de Austria, y a ser, en consecuencia, principal mantenedora de las libertades de Europa mientras éstas se viesen amenazadas por los Habsburgos. Sin la victoria de Inglaterra en Gravelinas y su ratificación por las noticias llegadas de Irlanda, Enrique III quizá nunca habría tenido valor para librarse del yugo de la Santa Alianza y la subsiguiente historia de Europa pudo haber sido incalculablemente distinta.

Así, pese a la larga e indecisa guerra que siguió, la derrota de la Armada española fue realmente decisiva. Demostró que la unidad religiosa no debía ser impuesta por la fuerza a los herederos de la cristiandad medieval, y al demostrarlo valoró, como quizá no haya sucedido nunca más, el resultado de esta batalla, que por ello sí fue decisiva en la historia. Si el duque de Parma hubiera logrado conquistar Holanda y Zelanda para España, como hizo anteriormente con las provincias del Sur, es algo que nunca se sabrá. Después de 1588 no volvió a ofrecérsele otra oportunidad. Una buena parte de su debilitado ejército tuvo que luchar contra Enrique de Navarra, apoyando a la Santa Alianza. El sistema territorial de estados, llamados últimamente «nacionales», que iba a caracterizar a la moderna Europa, comenzaba a surgir, y después de 1588, cada estado importante no sólo iba a ser libre, sino a sentirse libre, para desarrollar sus propias iniciativas sin someterse a ningún sistema de creencias impuesto desde el exterior. Como las potencias europeas no eran bastante fuertes —ni lo serían durante siglos— para infligirse daños considerables los unos a los otros, el problema de cómo combinar la libertad de opinión con la seguridad de salvarse de la destrucción total puede dejarse para la época en que surgiría verdaderamente.

Mientras tanto, el episodio de la Armada, al diluirse en el pasado, ha influido en la historia en otro sentido. Su leyenda, engrandecida y falseada por una dorada niebla, se convirtió en heroica apología de la defensa de la libertad contra la tiranía, mito eterno de la victoria del débil sobre el fuerte, triunfo de David sobre Goliat. Levantó los corazones de los hombres en las horas tristes y les llevó a decirse el uno al otro: «Lo que se hizo una vez puede hacerse de nuevo.» Precisamente por esto, la leyenda de la derrota de la Armada española llegó a ser tan importante como el hecho en sí. Y hasta quizá más importante aún.