SE LEVANTA EL TELÓN

 

Fotheringhay, 18 de febrero de 1587

CAPÍTULO
I

Hasta el domingo por la noche no se presentó Beale con la correspondiente orden de ejecución, pero el miércoles por la mañana, antes de que la luz del amanecer penetrase por sus grandes ventanales, el gran salón de Fotheringhay estaba dispuesto. Aunque el conde de Shrewsbury había regresado solo el día anterior, nadie deseaba más retrasos. Nadie sabía qué mensajero a caballo podía avanzar en aquellos momentos por la carretera de Londres. Nadie sabía quién, entre todos ellos, acabaría por flaquear si transcurría un solo día más.

El mobiliario habitual completo había sido retirado del salón. En el centro de la pared más larga, un enorme fuego de leños encendidos en la chimenea intentaba hacer frente al frío reinante. En el último extremo del recinto se había levantado una pequeña plataforma —como de teatro ambulante en miniatura— que sobresalía unos cuatro metros de la pared con dos y medio de ancho y menos de medio metro de altura. Un par de peldaños a un lado facilitaba la subida y la madera tierna del andamiaje había sido, púdicamente, recubierta de terciopelo negro. Sobre la plataforma y hacia la parte de los peldaños se había colocado una silla de alto respaldo revestida también de negro y a corta distancia, frente a ésta, un cojín de igual color. Junto al cojín y sobresaliendo en algo su altura había un tosco tajo de madera —como los usados en la cocina— mal oculto por el terciopelo. A las siete de la mañana los organizadores, satisfechos, dieron por terminada su labor; los subordinados del alguacil mayor, haciendo esfuerzos por aparecer marciales con sus morriones, sus petos y las muy erguidas alabardas, ocuparon sus puestos y el público seleccionado —unas doscientas personas entre nobles y caballeros del contorno—, perentoriamente citado para hora tan temprana, fue invadiendo el salón.

La estrella principal se hizo esperar más de tres horas. En los casi treinta años transcurridos desde que contrajo matrimonio con el futuro rey de Francia en la brillante y disoluta corte de las orillas del Loire, fracasó repentinamente en aprender algunas importantes lecciones de política, pero sí aprendió a dominar perfectamente una escena. Entró por una pequeña puerta lateral y antes de que nadie lo advirtiese, ya estaba en el salón, camino del estrado, con seis damas de su séquito avanzando de dos en dos tras ella, ajena a los rumores y a la agitación del público que se inclinaba hacia delante para verla, ajena, al parecer, a la presencia del oficial en cuyo brazo apoyaba su mano, avanzando —en opinión de alguna alma piadosa— tan tranquila como si se dirigiese a practicar sus preces. Sólo por un instante, al subir los peldaños, antes de desplomarse sobre la silla revestida de negro, pareció necesitar el brazo que la sostenía; si le temblaron las manos antes de cruzarlas sobre su regazo, nadie lo advirtió. Después y como si se diera cuenta de las aclamaciones de una multitud —aunque en la sala reinaba gran silencio— miró por vez primera a su auditorio y esbozó —en opinión de alguien— una sonrisa.

Sobre el fondo de negro terciopelo del estrado y la silla, su figura, envuelta también en negro terciopelo, casi se perdía. La luz grisácea del día invernal apagaba el brillo de sus manos blancas, el resplandor de oro claro en el pequeño pañuelo que cubría parte de su cabeza y el oro rojizo en las guedejas de cabello castaño que sobresalían bajo él. Pero el auditorio podía distinguir perfectamente el delicado volante de encaje blanco que rodeaba su garganta y por encima de ésta, como un blanco pétalo en forma de corazón sobre lo oscuro, el rostro con sus grandes ojos negros y su pequeña boca de pensativa expresión. Esta era la mujer por quien murió Rizzio y también aquel loco joven llamado Darnley, y Huntly y Norfolk y Babington y algunos miles más, cuyos nombres se ignoran, por páramos y patíbulos del norte. Esta era la mujer cuya leyenda fue como una espada suspendida sobre Inglaterra desde el día en que cruzó la frontera, seguida de otros jinetes, sus partidarios... La última princesa cautiva del romance, la reina viuda de Francia, la reina exiliada de Escocia, la heredera del trono inglés y (forzosamente tuvo que haber alguien entre el público que así pensase), si en aquellos momentos se le hubiese hecho justicia, la legítima soberana de Inglaterra. Era María Estuardo, reina de los escoceses. Por un momento hizo frente a todas las miradas; luego se hundió otra vez en la oscuridad de la silla, con sus ojos de grave y distraído mirar fijos en los jueces. Se daba por satisfecha sabiendo que el público sólo la miraba a ella.

Los condes de Kent y Shrewsbury que la acompañaban al entrar habían tomado asiento, sin que nadie lo advirtiese, en el lado opuesto. Beale, que estaba en pie, carraspeó para aclararse la garganta e hizo crujir el pergamino de la orden de ejecución que tenía el deber de leer. Podía haberse ahorrado su nerviosismo. Es poco probable que alguien le escuchase. «... Obstinada desobediencia... Incitación a la rebeldía... contra la vida y la persona de Su sagrada Majestad..., alta traición..., muerte...» Nada en este texto podía resultar importante ni para María Estuardo ni para nadie en aquel salón. Todos sabían que no era la sentencia de un crimen, sino una nueva fase del combate político que venía existiendo —según recordaban muchos— desde siempre y que seguramente comenzó antes de que ninguna de las dos partes —ambas reinas enemigas— viniese al mundo. Sesenta años atrás se formaron los partidos: el de la antigua religión y el de la nueva y siempre, por capricho del azar, el uno o el otro y con frecuencia ambos, habían sido dirigidos por mujeres. Catalina de Aragón contra Ana Bolena, María Tudor contra Isabel Tudor, Isabel Tudor contra María de Lorena y desde entonces —desde hacía prácticamente treinta años— Isabel Tudor contra María Estuardo, la acusada, que ahora estaba sobre un cadalso. Los políticos más astutos podían preguntarse, extrañados, cómo se las compuso Inglaterra durante dos décadas para acoger a las dos enemigas predestinadas y conservar viva su existencia.

No importa lo que Isabel hiciera, María Estuardo había luchado, por supuesto, con todos los medios a su alcance, para destruir a su prima y para hundirla. En un duelo a muerte como era el de ambas, no podía hablarse de golpes bajos. Al serle arrebatadas las armas del poder, María Estuardo se valió de todas las fuerzas que son patrimonio del débil: mentiras, lágrimas, evasiones, amenazas, ruegos... y de las manos y vidas de cuantos hombres —cautivados por sus coronas, su belleza y su fe— conseguía ganar para su causa. Todo lo cual se había convertido por fin en arma de dos filos que si bien ahora se clavaba en ella le había servido antes para infligir graves heridas y para mantener el reino de su prima en constante agitación, mejor aún desde su prisión inglesa que desde su trono de Escocia. Y aún tenía intención de descargar un golpe. Cuando Beale terminó de leer, le miró con tedio, alzando la barbilla.

El deán de Peterborough parecía aún más nervioso que Beale. María le dejó repetir por tres veces su agitado exordio antes de interrumpirle, tajante y despectiva, con un: «Voy a morir según he vivido, señor deán; en la verdadera y santa fe católica. Y todo cuanto podáis decirme sobre el particular será inútil; todos vuestros rezos servirán de muy poco.»

Estaba segura de que esta arma nunca se volvería contra ella. La habían vigilado estrechamente en Fotheringhay, pero no tanto como para impedir que recibiese nuevas de los audaces individuos que, disfrazados, cautelosamente, entraban y salían de los puertos del Canal. Por ellos sabía que el Norte era católico y también el Oeste y que incluso en la propia plaza fuerte de la herejía, en los Midlands y en el propio Londres, cada día más y más personas se iban reintegrando a la vieja fe. Mientras que la heredera del trono era una católica con probabilidades de suceder, sin lucha, a su herética prima, varios millares de seguidores se mantuvieron en calma; pero ahora, si la hereje hacía asesinar a su ortodoxa sucesora se alzarían todos ellos, sin duda alguna, para barrer tanta iniquidad. Y había reyes católicos, allende los mares, capaces de vengar la muerte de la reina de Escocia aunque no lo fueron antes de defender su vida.

Que María fue católica ferviente es uno de los pocos datos de su vida que no pueden ser discutidos, pero para ella el profesar su fe no era bastante. El combate tenía que seguir. Todos debían saber que no sólo moría en su fe sino por su fe. Puede que no siempre hubiese estado a la altura de ella. Quizá con sus intrigas dudosas perjudicó al catolicismo más de lo que con sus prácticas piadosas lo ayudara. Ahora un relampagueante golpe de hacha terminaría para siempre con todo viejo error, acallaría el rumor de calumnias y su sangre clamaría venganza sobre sus enemigos con mucha más fuerza de la que jamás en la vida pudo desplegar su voz. Durante años hizo suyo el siguiente ambiguo lema: «Mi fin es mi principio». Con su martirio realizaría la amenaza y la promesa a la vez contenidas en aquél. Para lograrlo sólo tenía que representar bien la última escena.

Así pues, con el crucifijo en alto para que fuese visto en todo el amplio salón, desafiando a sus jueces, alzó su voz triunfante por encima de la del deán de Peterborough. Su voz, siempre más clara y alta que la del clérigo, dominó las vehementes preces inglesas con las misteriosas invocaciones de la vieja fe, y siguió resonando durante unos minutos después de que el clérigo dejara de hablar. Finalmente, María comenzó a rezar en inglés. Rezaba por el pueblo inglés y por el alma de su real prima; perdonaba a todos sus enemigos. Luego, por un momento, las damas de su séquito se ocuparon de ella. El traje de terciopelo negro cayó a sus pies dejando al descubierto su corpiño y enagua en seda carmesí. De pronto, al dar un paso hacia delante, su figura quedó sorprendentemente recortada sobre el fondo oscuro, en color de martirio, en rojo de sangre de la cabeza a los pies. Se arrodilló, despacio, inclinando el cuerpo sobre el reducido tajo de cocina: «In manus tuas, domine...». Dos veces resonó el monótono golpe del hacha.

Todavía quedaba una ceremonia que atender. El verdugo tenía que exhibir la cabeza de la víctima, pronunciando una frase de rigor. La sombría figura enmascarada se inclinó y volvió a alzarse gritando muy fuerte: «Viva la reina». Pero todo cuanto sostenía en la mano era un pequeño pañuelo prendido a una complicada peluca de color castaño. En el borde mismo de la plataforma, contraída, marchita y gris, con el reducido cráneo apenas cubierto por una pelusilla plateada, yacía la cabeza de la mártir. María Estuardo siempre había sabido dejar en ridículo a sus enemigos.