La idea de escribir un libro sobre la derrota de la Armada española se me ocurrió por primera vez —como seguramente aconteció a otros— en junio de 1940, cuando los ojos del mundo entero se volvían de nuevo hacia las costas de Inglaterra y los mares que las rodean. Si la idea me sedujo pese a todo cuanto ya se ha escrito sobre el tema, fue por creer que podía ser interesante situar la narración de la campaña naval en la anchurosa contextura europea que fue una vez su escenario, pero de donde, en los tranquilos años anteriores a 1914, iba alejándose más cada día. Para las mentes formadas por A. T. Mahan ([17]) y los teóricos del Imperio, lo que importaba en 1588 era el control de los océanos, la oportunidad de explotar las rutas recién descubiertas de América y Asia. Para estas mentes resultaba racional y justo que se luchase por intereses económicos, pero absurdo y casi horrible combatir por el relativo valor de unas formas de pensamiento dispares.
Los hombres de 1588 no opinaban así. Para ellos, el choque de las escuadras inglesa y española en el Canal fue el principio de Armagedón, una definitiva lucha a muerte entre las fuerzas del bien y del mal. Cuál era el bando bueno y cuál el malo dependía naturalmente de la posición adoptada, pero por toda Europa la línea de conducta estaba ya definida, y aunque la mayoría de las naciones fuese técnicamente no-beligerante, en el fondo no existía tal neutralidad. Toda Europa estaba en suspenso observando el desarrollo de la batalla, pues intuía que de su resultado dependía no sólo el destino de Inglaterra, Escocia, Francia y los Países Bajos, sino el de toda la Cristiandad. Las guerras ideológicas son guerras revolucionarias que fácilmente trascienden los límites fronterizos y siempre, al menos en intención y en la imaginación de los hombres que en ellas intervienen, guerras totales. Era más fácil apreciar este punto de vista en 1940 de lo que pudo ser, digamos, en 1890.
En 1940 yo pensaba escribir un libro reducido basado en los informes más corrientes y destinado principalmente a destacar los diversos hechos que dependían —o sea creía pudieran depender— del éxito del primer intento español de invadir Inglaterra, primer esfuerzo realizado por potencias militares continentales para establecer una hegemonía europea, convertido por la historia moderna en forma periódica. Antes de que mi trabajo adelantase mucho se produjeron otros acontecimientos y cuando pude reemprenderlo había adquirido algunos conocimientos (no considerables, pero sí mayores de lo que yo suponía pudiera alcanzar un historiador sedentario y de mediana edad) sobre determinados aspectos de las operaciones navales y anfibias y también de las aguas donde navegó la Armada.
En cuanto pude pensar nuevamente en ella y aunque ya no me parecía urgente dedicarle un libro inmediato, seguía seduciéndome la idea de escribir otro, una obra que presentase tal campaña naval no como un duelo entre España e Inglaterra, sino como el foco de la primera gran crisis internacional de la moderna historia. Como no había prisa decidí empezar de nuevo, pero esta vez apoyándome en las fuentes de origen, archivos y documentos, y visitando una o más veces, tantas como pudiera, los lugares de que deseaba hablar, no por considerar más puros estos procedimientos, ni siquiera por creer que me aguardaban descubrimientos asombrosos, sino porque es así precisamente como me gusta trabajar. Por otra parte, la brillante serie de artículos del profesor Michael Lewis en el Marineas Mirror, «Cañones de la Armada» (vols. XXVIII-XXIX, 1942-1943) me demostró que, evidentemente, una mirada nueva y unos documentos recientes serían para el dominio público prueba excelente que condujera a una también nueva y significativa interpretación. Los manuscritos de mi amigo Bernard DeVoto El año de la decisión (1943) y A través del ancho Missouri que empecé a leer casi inmediatamente después de quitarme el uniforme, me situaron ante el dilema de si sería posible reconstruir el siglo XVI en una serie de escenas de conexión histórica, aunque sólo consiguiese hacerlas la mitad de reales que las evocadas por DeVoto en su historia de las rocosas montañas del Oeste.
Por fin, no descubrí novedades asombrosas, pero husmeando en documentos inéditos y volviendo a examinar los ya publicados, pude hacerme con nuevos datos que debilitaban unos puntos de vista ya aceptados aunque corroborasen otros. Dicho trabajo preparatorio me proporcionaba, de vez en cuando, una frase resonante y expansiva, una imagen visual completa con que prestar más vida a la leyenda familiar. Así pues, aunque mi versión esté de acuerdo, en lo básico, con la generalmente aceptada en literatura, espero haberla dotado con suficientes recursos de énfasis y detalles originales para que no parezca del todo vulgar.
Como quiera que mi obra no va destinada a los especializados sino al público en general interesado por la historia, no hay en ella «notas de autor». Pero si por azar alguien que se interese por la época, sintiera al volver las páginas algo de curiosidad por el fundamento de tal o cual criterio o aserto, debo decir que he incluido un apéndice con la relación de los documentos y libros que me ayudaron en mi tarea, con unas breves notas sobre la fuente principal de cada uno de los capítulos y referencia especial a los puntos de vista que difieren de los ya generalmente aceptados.
En el examen de los archivos me ayudó mucho una beca Fullbright de investigación y dos permisos de la Fundación John Simón Guggenheim. Ruego a los muchos bibliotecarios, conservadores de museos y archiveros de Inglaterra, Europa y Estados Unidos a quienes, sin reparos de ninguna clase, recurrí en busca de ayuda, me excusen si no detallo el nombre de todos al darles las gracias. No puedo olvidar, en agradecida y especial mención, al Dr. Ricardo Magdalena y sus empleados del Archivo General de Simancas por sus bondades para conmigo y mis alumnos; al Dr. Louis B. Wright y sus empleados de la Biblioteca Folger Shakespeare, por su amable colaboración. El cordial interés, los ánimos que me infundieron el vicealmirante J. T. Furstwer, y la ilimitada generosidad con que el profesor T. H. Milo de la Universidad de Leiden, puso a mi disposición todo su gran conocimiento en materia de historia de la flota holandesa, que hicieron mi corta estancia en Holanda mucho más fructífera de lo que de otro modo hubiese sido. Mis amigos Ida y Leo Gershoy leyeron la mayor parte del manuscrito ayudándome con útiles sugerencias, y Edward Mack repasó cuidadosamente cada línea del mismo, como hizo con todo cuanto he escrito en los últimos treinta años. Mr. Charles H. Carter examinó también el manuscrito entero ayudándome a preparar el índice. Estoy en deuda con el Departamento de Corrientes y Mareas de la costa de los EE. UU. y el de Reconocimiento Geodésico, por una tabla de mareas, con mi colega, profesor Jan Schilt, del Departamento de Astronomía de la Universidad de Columbia, y con el Dr. Hugh Rice, del «Hayden Planetarium», por su ayuda adicional en los pequeños rompecabezas que forman los cielos, las mareas y las periódicas corrientes del Canal. En cada etapa de investigación, lo mismo que al redactar el texto, la ayuda de mi esposa ha sido para mí algo tan lógico, que creo, igual que siempre, que el libro es tan suyo como mío.
G. M.